Capítulo 1
Aprendizaje y ficción
Que la ficción no educa
Benidorm. 15 de agosto. Tres de la tarde. 176.000 mujeres, hombres, niños, niñas, pensionistas, adolescentes y turistas de todo el mundo disfrutan de la playa a pleno sol… sin un solo gramo de protección. Las excusas son como los pareos, que valen para todos los cuerpos. «Eso son tonterías.» «A mí el sol no me quema.» «Yo me refresco en el agua.» «Yo no soy de cremas.» A las siete de la tarde empiezan a salir los colores. A las doce de la noche mutamos de ser humano a corte de frambuesa y nata. Ellas se pondrán varias capas de aftersun. Ellos se morirán de dolor, pero negarán estar sintiendo nada. Algunos tendrán que acudir al hospital por quemaduras de primer grado. Dentro de unos años, de días o de horas, empezarán a aparecer los lunares y las manchas. Algunas habrá que operarlas. Entonces llega el turno de las maldiciones y de los lamentos. ¿Por qué a mí? ¿Qué he hecho yo para merecer esto? No se trata del azar ni de un capricho del destino, sino de no admitir tu vulnerabilidad y protegerte, como todo hijo de vecino.
Las campañas de concienciación nos lo recuerdan cada verano. Los telediarios emiten reportajes y entrevistas a profesionales de la salud. Las farmacias y los supermercados se llenan de carteles y cremas. Las alertas están por todas partes y, aun así, hay personas que siguen asegurando que son inmunes a la radiación solar y que sus padres les enviaron en una nave espacial al planeta Tierra y se llaman Superman. Es más fácil que admitamos ser vulnerables a los efectos de la kriptonita que a la radiación solar. Al fin y al cabo, esas piedras de color verdoso las hemos visto en las películas, pero los rayos de sol nadie sabe cómo son. Cuando somos pequeños solemos dibujarlos arriba a la izquierda rodeando a una gran bola amarilla y años después directamente los negamos. No nos parecen una amenaza porque no nos hacen sentir dolor. Estamos muy a gusto tumbadas en una hamaca en pleno verano y por eso no creemos que pueda ser algo dañino. Una sensación muy parecida a cuando estamos en el sofá viendo un reality show.
El sol de Benidorm no es nada comparado con la exposición que mantenemos todo el año a los medios de comunicación. Según datos publicados por Ofcom, pasamos dos tercios del tiempo que estamos despiertos frente a ellos y lo hacemos sin ningún tipo de filtro ni media protection factor: a pelo. Televisión, cine, ordenador, tablet, smartphone… Nos da igual el aparato mientras nos mantenga conectados. La empresa demoscópica Sondea detalla que pasamos exactamente once horas al día frente a las pantallas, ciento sesenta y siete días al año (lo que equivale a la mitad de una carrera universitaria). Ya sean las ocho de la tarde o las seis de la mañana, estemos con el traje en la oficina o con el pijama en la cama. Consumimos imágenes a todas horas y también las generamos. Hasta nuestros encuentros virtuales con otras personas son por medio de imágenes captadas a través de una cámara y proyectadas en otra pantalla. Admitámoslo, somos todos mediaréxicos: verdaderos adictos a los medios. Pero hay una diferencia fundamental con respecto a la exposición solar: nadie nos alerta sobre sus efectos. El Ministerio de Sanidad, Consumo y Bienestar Social tuvo a bien incluir advertencias en las cajetillas de tabaco desde 2003 para informar a las personas sobre las consecuencias de su consumo, pero no ha destinado ni un solo euro a campañas que nos adviertan del peligro de las imágenes que vemos. Ni rastro de «Ver este contenido puede generar distorsión de la realidad». Ni tampoco «Las personas no son tan delgadas, jóvenes y blancas como aparecen en pantalla» o «Consuma este programa con moderación y siga una dieta variada». Si ya nos cuesta admitir nuestra vulnerabilidad al astro rey, como para hacerlo a las películas de Hollywood, a las fotos de redes sociales o a los programas de cotilleo. Si oís a alguien afirmar con rotundidad que los medios no le afectan y que sabe cuándo apagar… no hay duda: estáis ante un auténtico mediaréxico.
¿Y cómo podemos protegernos de los efectos dañinos de los medios? El primer paso es saber que pueden tenerlos. La mayoría de las personas niega que los medios le afecten porque nadie se lo ha dicho, así de sencillo. Cuando sabes que algo puede dañarte, te previenes por pura supervivencia: te vacunas para las posibles enfermedades, te pones un casco cuando sales a montar en bici, tomas vitamina C para evitar los resfriados… Por el contrario, si nadie te avisa, no tienes cuidado. Somos capaces de reconocer que la publicidad influye en nuestras decisiones de compra, pero negamos la influencia del resto de los mensajes visuales. ¿Y si alguien nos dijera que todo lo que vemos en los medios, incluso la ficción, es una forma de marketing? La publicidad no solo vende productos, también impone ideas, valores y opiniones que se cuelan en nuestra mente y condicionan nuestra forma de entender el mundo. Lo que vemos tiene más poder que lo que no vemos. Si aplicamos esta perspectiva al resto de los contenidos visuales es más fácil comprender que todos influyen irremediablemente en nuestra manera de ser y de relacionarnos.
El segundo paso para protegernos de los medios es reconocer que nos afectan. A nadie le gusta admitir que es vulnerable o que no es dueño de su voluntad, pero que los elijamos con libertad no significa que no nos hagan daño. Muchas veces hacemos cosas que nos gustan pese a las posibles consecuencias negativas para nuestra salud, para nuestras relaciones, para nuestra economía… El alcohol es un veneno, las grasas saturadas obstruyen nuestras venas, gastamos más dinero en ropa y zapatos de lo que necesitamos y aun así lo seguimos haciendo. Tampoco es tan cierta la idea de que seamos del todo libres a la hora de elegirlos. Si quieres pertenecer al grupo, intervenir en las conversaciones y no aislarte, no tienes más remedio que estar al día de lo que ocurre en la actualidad. No consultar los medios supone una exclusión casi inmediata del clan, y eso va en contra de nuestra supervivencia. «Una cosa es consumirlos y otra muy distinta ser adicto», pensarán algunos. Pero hasta en esto mentimos. Cuántas veces reconocemos que les dedicamos más tiempo del que nos gustaría y que una pantalla es lo primero que miramos al despertar y lo último que vemos antes de dormir. Es normal que pensemos que algo tan divertido y entretenido es inofensivo, pero que no parezca perjudicial no significa que no lo sea. Su consumo es muy parecido al de los snacks: nadie se resiste a ellos porque están riquísimos, aunque la realidad sea que están llenos de potenciadores y aditivos para engancharte y que no puedas parar. «Cuando haces pop ya no hay stop» = ¡Solo un capítulo más! Las personas que se niegan a admitir la influencia de los medios son mucho más vulnerables a ellos. Esto hace que los consuman sin ningún tipo de restricción ni de límite y, lo que es más peligroso, sin cuestionamiento. Que nadie informe sobre sus efectos secundarios les viene fenomenal a las grandes productoras. Cuanta menos preocupación, menos barreras y mayor tiempo de exposición. Cuantas más personas haya defendiéndolos, más adeptos.
A lo largo de este libro trataré de explicar de qué manera nos influyen los relatos visuales que vemos a diario, no sin antes aclarar que, del mismo modo que la radiación solar, no nos afectan a todos de forma similar. En la relación que tenemos con los medios intervienen muchos factores, algunos tienen que ver con las personas y otros con el propio medio. El grado de influencia dependerá de la interrelación de todos esos factores y será diferente en cada experiencia. A la hora de exponernos al sol, no es lo mismo tener una piel blanca, que bronceada o negra. No se es igual de vulnerable a los seis años que a los sesenta. No quema igual en Jamaica que en Amsterdam. No tiene el mismo grado de reflexión en el asfalto que en la arena. Cada persona es un mundo y cada caso, particular, pero sí podemos afirmar que no existe nadie inmune a los medios ni a la radiación solar.