E ste libro es el resultado del trabajo colaborativo de todo el equipo de La Silla Vacía durante varios años de reportería. Con frecuencia, en La Silla una persona escribe el artículo y lo firma, pero la reportería se hace a varias manos o se construye sobre la información recogida previamente para otra historia por otro miembro del equipo. Este libro, en eso, no es la excepción. Por eso, aunque cada capítulo está firmado por un periodista del medio, hay otros periodistas y practicantes, actuales y pasados, de La Silla Vacía que contribuyeron y cuyos nombres no aparecen en los capítulos.
También agradecemos a las fuentes que nos hablaron, que nos contaron sus historias, que nos dieron información y que nos dejaron seguirlas.
Pero nuestro mayor agradecimiento es para María Fernanda Márquez, quien editó este libro. Sin su criterio, habilidad y empeño, este libro no habría sido posible, ni siquiera en una versión menos buena.
Este libro no es esperanzador. Pero tampoco busca deprimir a sus lectores. Lo vemos, más bien, como un punto de partida para una comprensión y reflexión más profundas sobre la política, aquel espacio común que podría ser de todos si nos apropiáramos de él y que, sin embargo, no es prácticamente de nadie.
Introducción
U no puede decir lo que quiera en Bogotá, pero la política, la verdadera política electoral, no se hace en el altiplano, se hace en la tierra caliente, que constituye la mayor parte de Colombia. Es en los pueblos, al calor de una banda desafinada, de carne adobada con achiote, de mazorcas asadas, de aguardiente y de cerveza Póker, donde se define la representación política, el ADN de eso que llamamos democracia.
Hace unos años, un congresista de los buenos, quizás de los mejores, me invitó un día a verlo en campaña para que entendiera cómo es que se hace política en Colombia.
En la legislatura inmediatamente anterior a nuestro encuentro, este político había logrado meter algunos artículos fundamentales en leyes que les traerían beneficios económicos concretos a segmentos vulnerables de la población, y él estaba muy orgulloso de eso, aunque ningún medio hubiera escrito sobre el tema. Pero aprobar leyes es solo una fracción de lo que hace un político como él. El resto del tiempo, él ‘hace’ política.
En ese fin de semana, como todos, este congresista salió de campaña, porque aunque no aspiraba a ningún cargo en esas elecciones locales, sabía que su reelección dependía en gran parte de lo que les sucediera a ‘sus’ alcaldes.
Suyos en el sentido de que le debían un favor (el puesto), y en política nadie es más confiable que alguien que debe favores. Alguien decía que el problema de Antanas Mockus es que no era confiable porque no le debía favores a nadie. “En la política lo que importan son los amigos”, me dijo varias veces este político, y la mejor forma de hacerlos, o por lo menos de conservarlos, es haciendo favores.
¿Qué tipo de favores hacía este congresista? Muchos. Los más frecuentes (y baratos) eran los de intermediación. Llamar al Ministro para recordarle o convencerlo de que tal carretera era una prioridad; garantizar que tal municipio quedara incluido en el plan de aguas; recomendar al hijo de no sé quién para tal puesto; conseguir que la EPS pública atendiera a tal paciente.
Hay otros favores más costosos, que no son solo apreciados, sino esperados. En esas elecciones, por ejemplo, sus alcaldes esperaban que él los ayudara a financiar su campaña. Y él lo hizo. No necesariamente porque los apreciara mucho, o pensara que serían los mejores representantes de su pueblo. Lo hacía porque era una forma barata de financiar su reelección en el Senado. Era un pago anticipado con descuento.
Él, que no era todavía un cacique, calculaba que reelegirse en el Senado le podría costar entre 1.500 y 2.000 millones de pesos, y que le costaría 4 o 5 mil millones si no tuviera estructura política. (Todos sabemos que los topes son un chiste). Pero él era respetuoso de la ley, y el tope para una campaña al Senado el año en que fue elegido fue de 531 millones. Por eso, tenía que maximizar la inversión antes de que comenzaran a operar los límites legales, y ninguna es mejor que tener alcaldes ‘propios’. Darle entre tres y cinco millones de pesos a cada uno de los diez alcaldes garantizaba su lealtad (y entre dos mil y cuatro mil votos de cada uno, dependiendo del municipio), y sobre todo, que no se la debieran a alguien más.
Este político temía que su aliado local quisiera competirle en las siguientes elecciones. Se había enterado de ciertos acercamientos que había tenido con algunos de ‘sus’ líderes, y por eso sentía que no podía ahorrar en las elecciones. Recuperar a un líder es más costoso que mantenerlo. Y ellos siempre están en el mercado.
Una de esas líderes nos acompañó en la gira de ese sábado. Era una mujer pequeña y simpática, que transpiraba fervor político. Llegó con una camisa marcada con el nombre del senador. La acompañaba otro líder, este un poco más viejo y un poco más desencantado con la política.
Creía que el congresista se equivocaba al ser tan fiel a sus aliados políticos. Le insistió en que le iría mejor si montaba rancho aparte. El senador ya había considerado todas las opciones, pero optó por hacer un chiste y cambiar de tema.
En el carro me dio la explicación: era sencilla, lógica y humana, como casi todos los asuntos en la política: si el senador tenía su propio grupo político, el líder tendría más juego, sería más importante y podría abrirles espacio a otros líderes locales. Pero el congresista no quería hacerlo porque el esfuerzo sería descomunal. Era mejor seguir en el equipo político mayoritario de la región en la cual él trabajaba, ayudando a financiar los alcaldes. Además, un trabajo de llanero solitario era imposible.
Este político era joven y tenía plata propia. Pero igual, la maquinaria es un monstruo voraz. Por eso, me dijo, estaba pensando en crear una fundación y comenzar a recoger donaciones desde ese instante para financiar las campañas de sus alcaldes y la suya propia. Le daba miedo tener que pedirles a las grandes empresas y corporaciones, muchas veces asociadas con los grandes grupos económicos. Pero si no era a ellas, ¿a quién?
Le pregunté cómo hacían los que no llegaban ya con plata a la política. Él no me respondió. Lo hizo su asistente. Me contó que el Instituto Nacional de Concesiones (Inco), actual Agencia Nacional de Infraestructura, por ejemplo, había tenido tradicionalmente unos ‘cupos’ para ciertos senadores (algo que luego Juan Manuel Santos hizo extensivo a varias entidades con los famosos cupos indicativos). Esto les daba derecho a los senadores a incidir para que se hicieran ciertas carreteras, y sobre todo con ciertos contratistas. Los contratistas, una vez obtienen el contrato y el anticipo, le dan un porcentaje, el 3 o 4 %, al respectivo senador. Y así se repite con los contratos públicos en las demás entidades. Este es el aceite que mantiene la máquina funcionando. Este senador, sin embargo, no se beneficiaba de ningún cupo en ninguna parte, me aseguró su asistente.