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da Vinci Leonardo - Escritos sobre Leonardo da Vinci

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Quien imagina un árbol está obligado a imaginarse un cielo o un fondo para verlo erguirse contra él. En esto hay una especie de lógica casi sensible y casi desconocida. El personaje del que hablo se reduce a una deducción de este tipo. Casi nada de lo que yo pueda decir del hombre que ha ilustrado ese nombre deberá ser oído: no persigo una coincidencia que juzgo imposible definir malamente. Intento ofrecer una vista de detalle de una vida intelectual, una sugerencia de los métodos que cualquier hallazgo implica, una, elegida entre la multitud de las cosas imaginables, modelo que se adivina grosero, pero de todos modos preferible a las series de anécdotas dudosas, a los comentarios de los catálogos de colecciones, a las fechas. Una erudición semejante no haría sino falsear la intención completamente hipotética de este ensayo.

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Introducción al método de Leonardo
da Vinci
1894

Lo que queda de un hombre es aquello que su nombre hace pensar, y las obras que hacen de ese nombre un signo de admiración, de odio o de indiferencia. Pensamos que él ha pensado, y podemos hallar entre sus obras ese pensamiento que proviene de nosotros: podemos rehacer ese pensamiento a imagen del nuestro. Nos representamos fácilmente a un hombre corriente: unos simples recuerdos suscitan los móviles y las reacciones elementales. Entre los actos indiferentes que constituyen el exterior de su existencia encontramos la misma sucesión que entre los nuestros; somos el vínculo a la para que él lo es, y el círculo de actividad que su ser sugiere no desborda el que a nosotros nos pertenece. Si hacemos que ese individuo destaque en algo, nos costará mucho más imaginar los trabajos y caminos de su inteligencia. Para no limitarnos a admirarlo confusamente, nos veremos obligados a ampliar en un sentido nuestra imaginación de la propiedad que en él domina, y de la cual nosotros, sin duda, no poseemos sino el germen. Pero si todas las facultades del espíritu elegido se desarrollan ampliamente al mismo tiempo, o si los restos de su acción parecen considerables en todos los géneros, la figura resulta cada vez más difícil de aprehender en su unidad y tiende a escapar a nuestro esfuerzo. De un extremo a otro de una superficie mental, hay tales distancias que jamás las hemos recorrido. A nuestro conocimiento le falta la continuidad de este conjunto, del mismo modo que se le sustraen esos informes jirones de espacio que separan objetos conocidos y andan rodando al azar de los intervalos; como se pierden a cada momento miríadas de hechos, fuera del pequeño número de aquellos que el lenguaje despierta. No obstante hay que entretenerse con ellos, acostumbrarse a ellos, sobreponerse al esfuerzo que impone a nuestra imaginación esta reunión de elementos, heterogéneos en relación con ella. Aquí, cualquier inteligencia se confunde con la invención de un orden único, de un solo motor, y desea animar de forma semejante el sistema que ella misma se impone. Se dedica a formar un imagen decisiva. Con una violencia que depende de su amplitud y de su lucidez, acaba reconquistando su propia unidad. Como si operase un mecanismo, se declara una hipótesis y se muestra el individuo que lo ha hecho todo, la visión central donde todo ha debido ocurrir, el monstruoso cerebro donde el extraño animal que ha tejido miles de lazos puros entre tantas formas, y cuyos trabajos fueron esas construcciones enigmáticas y diversas, construye por instinto su morada. La emisión de esta hipótesis es un fenómeno que implica variaciones, pero no casualidad. Vale lo que valga el análisis lógico del cual deberá ser objeto. Es el fondo del método que nos va a ocupar y a ser últil.

El apuro de tener que escribir sobre un gran tema me obliga a considerar el problema y a enunciarlo antes de emprender su resolución. Cosa que no es, en general, el movimiento del espíritu literario, que no se entretiene en medir el abismo que está en su naturaleza franquear.
Actualmente, escribiría este primer párrafo de manera completamente distinta; pero conservaría la esencia y la función.
Pues tiene por objeto hacer pensar en la posibilidad de toda obra de este género, es decir, en el estado y los medios de su espíritu que quiere imaginar un espíritu.

Me propongo imaginar a un hombre de quien hubieran surgido acciones tan distintas que si les supongo un pensamiento, no lo habrá más amplio. Y quiero que tenga un sentido de la diferencia de las cosas infinitamente vívido, y cuyas aventuras bien podrían llamarse análisis. Veo que todo le orienta: está siempre pensando en el universo, y en el rigor. Está hecho para no olvidar nada de aquello que entra en la confusión de lo que es: ningún arbusto. Desciende a las profundidades de lo que pertenece a todo el mundo, se aleja de allí y se contempla. Alcanza las costumbres y estructuras naturales, las elabora desde todos los ángulos, y se encuentra a sí mismo siendo el único que construye, enumera, conmueve. Deja en pie iglesias, fortalezas; diseña ornamentos llenos de suavidad y grandeza, mil ingenios, y las rigurosas figuraciones de tantas búsquedas. Abandona los desechos de no se sabe qué grandes juegos. En estos pasatiempos, que se entremezclan con su ciencia, la cual no puede distinguirse de una pasión, posee el encanto de parecer que siempre está pensando en otra cosa… Le seguiré moviéndose en la unidad bruta y la densidad del mundo, donde la naturaleza le será tan familiar que la imitará para poder tocarla, y acabará siéndole difícil concebir un objeto que ella no contenga.

En realidad, he llamado hombre y Leonardo a lo que entonces aparecía a mis ojos como el poder del espíritu.
Universo es más bien universalidad. No he querido designar tanto el Todo fabusoso (que, por lo común, la palabra Universo trata de evocar) como el sentimiento de la pertenencia de todo objeto a un sistema que contiene (por hipótesis) con qué definir cualquier objeto…

A esta criatura de pensamiento le falta un nombre para contener la expansión de términos que de ordinario están bastante alejado y que se escaparían. Ninguno me parece más conveniente que el de Leonardo da Vinci. Quien imagina un árbo está obligado a imaginarse un cielo o un fondo para verlo erguirse contra él. En esto hay una especie de lógica casi sensible y casi desconocida. El personaje del que hablo se reduce a una deducción de este tipo. Casi nada de lo que yo pueda decir del hombre que ha ilustrado este nombre deberá ser oído: no persigo una coincidencia que juzgo imposible definir malamente. Intento ofrecer una vista de detalle de una vida intelectual, una suferencia de los métodos que cualquier hallazgo implica, una, elegida entre la multitud de las cosas imaginables, modelo que se adivina grosera, pero de todos modo preferible a las series de anécdotas dudosas, a los comentarios de los catálogos de colecciones, a las fechas. Una erudición semejante no haría sino falsear la intención completamente hipotética de este ensayo. No me es desconocida, pero tengo mucho cuidado en no hablar de ella para no provocar la confusión entre una conjetura relativa a términos muy generosos y los restos externos de una personalidad desvanecida que nos ofrecen tanto la certeza de su existencia pensante como la de no conocerla mejor nunca jamás.

Un autor que compone una biografía puede intentar, o bien vivir su personaje, o bien construirlo. Y ambas elecciones se oponen. Vivir es transformarse en lo incompleto. La vida, en este sentido, es toda anécdotas, detalles, instantes.
La construcción, al contrario, implica las condiciones a priori de una existencia que podría ser CUALQUIER OTRA.
Esta especie de lógica es lo que lleva en la sucesión de experiencias sensibles a formar lo que más arriba he llamado un Universo, y que aquí conduce a un personaje.
En resumen, se trata de un uso de lo posible del pensamiento, controlado por la mayor conciencia posible.

Más de un error, que estropea los juicios sobre las obras humanas, se debe a un singular olvido de su génesis. A menudo, uno no se acuerda de que no han sido siempre. De ello se desprende una especie de coquetería recíproca que generalmente silencia, hasta ocultarlos bien, los orígenes de una obra. Tememos su humildad; llegamos hasta a dudar de que sean naturales. Y, aunque muy pocos autores tengan el valor de decir cómo han creado su obra, opino que no hay muchos más que se arriesguen a saber cómo lo han hecho. Se-jemante búsqueda empieza por el penoso abandono de las nociones de gloria y de los epítetos elogiosos; no soporta la menor idea de superioridad, ninguna manía de grandeza. Lleva a descubrir la relatividad bajo la aparente perfección. Es necesaria para no creer que los espíritus son tan profundamente diferentes como sus productos los hacen parecer. Algunos trabajos de las ciencias, por ejemplo, y especialmente los de las matemáticas, presentan tal limpidez en su armazón que se diría que no son obra de nadie. Tienen algo de

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