Prólogo
El oficio de vivir y sus dificultades
R ECUPERAR ALGUNOS BESOS PERDIDOS
Empiezo a escribir este libro a finales de 2021, cuando la pandemia de la COVID 19 ya nos permite llevar una vida casi igual a la de antes, a pesar de que nuestra existencia se haya visto afectada de diferentes maneras. Escribo, pues, en una época pospandémica, interrogado por unos y otros (como supuesto experto del mundo juvenil), sobre los efectos sobre la salud mental derivados de lo que hemos vivido y sobre sus previsibles consecuencias futuras.
También lo hago preocupado por la tendencia humana a pensar que todo lo que ahora nos pasa deriva de esa fuerte sacudida que han recibido nuestras vidas (cada época tiene las suyas), olvidando que la mayoría de las crisis que hemos sufrido ya existían. Lo que han hecho estos años de pandemia es ponérnoslas de nuevo delante de los ojos, agravarlas en algunos casos, apremiarnos a buscar respuestas. Eso es lo que ocurre ahora con la salud mental, a menudo aparcada por una sociedad centrada en el éxito (como si vivir entre felicidades e infelicidades no fuera de por sí complejo y frustrante), carente de respuestas coherentes y de recursos humanizados.
Escribo el primer renglón de este texto después de haber participado en un diálogo en el que mi intervención tenía como título «Recuperar algunos de los besos perdidos». Hablaba sobre las recuperaciones necesarias, pues por lo que parece uno de los aspectos que más ha trastocado la pandemia es la salud mental. Tú que ahora me lees, deberás admitir que, como yo que escribo, echas de menos alguna calma o no has recobrado del todo la serenidad. A ti y a mí se nos ha removido diversos malestares y pensamos en cómo reconstruir bienestares. Quizá alguna de las personas lectoras sienta que ha enfermado, que no puede superar lo que pasa sola, sin alguna «cura». A veces, para quien lo sufre, parece que el dolor vital no tiene solución.
¿Para qué nos servían antes los besos? ¿Por qué aumenta la angustia cuando la vida no va bien? ¿Cómo se pierde la salud mental? ¿Cómo puede recuperarse? ¿Hay realmente más personas que antes afectadas por los trastornos mentales o están saliendo a la luz viejos y nuevos malestares? Encerrados, hemos descubierto que tenemos un mundo interior, pero ahora ¿qué hacemos con él? ¿Nos estamos volviendo locos o hemos tomado forzosamente conciencia de que debemos ocuparnos de nuestra salud mental? El libro que tienes en las manos te invita a que encontremos juntos algunas respuestas a estos y a otros muchos interrogantes.
V IDAS CONDICIONADAS
A pesar de haberla olvidado, la pandemia supuso una experiencia humana, personal y social, intensa. Podría haberse quedado en un acontecimiento histórico significativo, una especie de pesadilla que se desea olvidar. Pero si ahora escribo acerca de la salud mental es porque, por muchos motivos, alteró nuestros mundos y, sobre todo, destapó unas realidades vitales que de saludables tenían bien poco. No queríamos reconocer que el malestar formaba parte de nuestra existencia y la crisis intensa que vivimos nos puso la realidad delante de los ojos.
Pero no, este libro no trata de la pandemia ni de la realidad mental instaurada en la pospandemia. No obstante, me referiré a ellas continuamente porque conviene hacer un pequeño repaso de lo que ocurrió. Las experiencias que vivimos durante aquellos meses formaron un conjunto de reactivos que han sacado a flote malestares, han hecho estallar crisis, desatado reacciones, agravado dificultades vitales y agotado nuestro depósito de bienestar emocional. Nada más lejos de mi intención que hacer un resumen alarmante o un mapa de las patologías de la COVID 19. Quiero, en cambio, hablar de las variables que, al ser alteradas, cambiaron la construcción de nuestra salud mental. Repasemos algunas.
Nos encerraron. Esto supuso, entre otras cosas, que nuestra vida quedara relegada a un solo espacio, a un contexto —cuando habitualmente nuestras existencias son la suma de varias vidas que desarrollan actividades (trabajar, relacionarse, disfrutar, divertirse, formarse, etc.) en entornos diferentes— regulado solo en parte por la lógica del hogar. El hogar se convirtió en una «institución total».
A todo el mundo le pasó lo que suele pasarle, por ejemplo, a un adolescente encerrado en un centro: su vida depende exclusivamente de una institución y de sus reglas. Al no tener la posibilidad de diversificar y de compensar, a los problemas que ya tiene se suman los que causa la vida institucionalizada. Recordemos que durante las primeras semanas de confinamiento los adolescentes (si tenían habitación propia y un wifi potente) no se quejaban. La explicación más plausible es que podían vivir otras vidas en su dimensión virtual, digital. Podían huir de la vida doméstica.
La vida en relación se acotó. Los que ya tenían poca vida social lo agradecieron (después fue más difícil convencerlos de que volvieran a incorporar en sus vidas la relación con los demás). La mayoría sintió que necesitaba buena parte de las relaciones que ahora le faltaban y sin las cuales no acababa de sentirse bien. A pesar del relato egoísta dominante, consciente o inconscientemente casi todos comprobaron que para sentirse bien necesitaban a los otros, estar con otras personas. Además, como gran parte de las relaciones eran impuestas (los miembros de la familia no se eligen, el grupo burbuja no se forma por amistad, etc.), tuvimos que aprender a gestionar y a soportar el trato difícil (debíamos mantener la calma y procurar entendernos, incluso conviviendo con quien no queríamos; teníamos que vivir sin poder hacer paréntesis en la relación). Descubrimos que bienestar y malestar dependen de los climas afectivos que se crean allí donde has de vivir.
Pero lo que quizá se vio alterado de manera más universal fue nuestra relación, la anterior y la posterior, con la enfermedad y la salud. De repente nos amenazaba algo desconocido que podía acabar con nuestra vida. Ya no teníamos al alcance de la mano ninguna de las explicaciones (siempre muy precarias, porque la educación para la salud no es ni era un tema acuciante) con las cuales nos las arreglábamos hasta entonces. Vivíamos sumidos en la información sin poder consolidar nuestra propia explicación. En algún momento todo el mundo reflexionó sobre qué era la salud y qué significaba sentirse bien.
Por si fuera poco, durante aquellos meses las explicaciones más esotéricas acabaron por invadir una parte significativa de la comprensión de la salud de muchas personas. En el lado opuesto, la avalancha de evidencias científicas, reales o presuntas, acabaron creando lecturas que reducían la vida a variables que olvidan la complejidad. Nos encontramos, de golpe, tratando de construir las explicaciones de la vida a las que a las que, ocupados como estábamos en otros asuntos más urgentes, siempre poníamos sordina para no agobiarnos todavía más.
Sería un espiritualista sin remedio si no dejara claras las grandes alteraciones (las que perduran y perdurarán) que afectaron al trabajo y a la economía familiar. Las más suaves tuvieron que ver con la diferencia entre el trabajo presencial y a distancia. Estos cambios han modificado nuestra manera de relacionarnos con el trabajo, nuestras competencias, el sentido que tenía ir a trabajar, etc. Para empezar, hemos tenido que reubicarnos como persona que trabaja (a la que le gusta trabajar o no, que trabaja para vivir o vive para trabajar, etc.).