AGUA FRESCA EN LOS ESPEJOS
Abuso sexual infantil y resiliencia
Vinka Jackson
1.ª edición: junio, 2013
© Vinka Jackson, 2011
© Ediciones B Chile, S. A., 2013
Avda. Las Torres 1375-A Huechuraba - Santiago, Chile
www.edicionesb.cl
Depósito Legal: B.8034-0097
ISBN DIGITAL: 978-956-304-130-9
Diseño: Francisca Toral
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A mis hijas Diamela y Emilia,
gracias por la vida nueva
De respirar bocanadas en homenaje al último destino me compongo.
Isabel Larraín
VEN Y LÉEME
Fernando Paulsen
Agua fresca en los espejos debe ser el libro que más me he demorado en leer. Meses interminables. Unas páginas hoy, un capítulo la otra semana. Luego un largo tiempo sin tocarlo. El libro en el velador, siempre a la vista, llamando en silencio a reanudar la lectura. Cedía más tarde y lo volvía a dejar, manteniéndolo al alcance del reojo. Hasta que me volviera el valor. Hasta que se calmara la pena. Hasta que se me borraran la imágenes de cómo pudo haber sido esa infancia. La de Vinka Jackson, a quien conozco ahora. A quien no he visto jamás sin una sonrisa de lado a lado. Siempre con una frase amable, llena de risa y optimismo. Ella es la que protagoniza el libro. Las cosas que aquí pasan le pasan a ella. El padre que abusa de su hija –una y otra y otra y otra vez– es su padre. Y me da rabia. Y me da pena. Y dejo el libro porque no quiero saber qué tan hondo se llega, hasta que lo retomo porque tengo que saber, quiero averiguar cómo se pasa del infierno a una cara llena de cielo y buenos deseos para todos.
Agua fresca en los espejos es un libro brutal. Te interpela. Te pregunta, sin decirlo: ¿cuánto estás dispuesto a reconocer de tu vida para darte una nueva oportunidad en mayor libertad? Cuesta responderse. Porque es más fácil disimular, mantener las versiones oficiales del pasado. Más aun si se trata de la familia. La capacha de la autoimagen tolera enormes limitaciones voluntarias de la propia libertad.
Vinka Jackson vierte en el libro su relato como víctima de abuso sexual. A medida que se adentra más y más en su biografía, adquiere más y más libertad. Reconocer lo que ocurrió, nombrar lo que hay que nombrar, transmitir sin ambages lo que una niñita puede sentir cuando su papá no ofrece seguridad ni escape, verter lo más duro en una narración para beneficio de todos, es hacer participar al lector de un acto de liberación y esperanza, que se inicia cuando se acaba el encubrimiento y el temor social, y cuando se recupera la libertad de la palabra verdadera.
Tengo miedo de decirlo, pero creo que Vinka ama a su papá. No necesariamente como entendemos ese amor vía Hollywood, con chica que quiere al papá pero le cuesta reconocerlo, y viceversa, hasta que después de muchos altibajos se encuentran en un abrazo interminable. The End . No, hablo de otro tipo de amor, del real, del que tienen ustedes y yo. De ese amor cuyo opuesto no es el odio sino la indiferencia. Vinka Jackson no tiene ni un milímetro de indiferencia por su abusador. Siente rabia, dolor, culpa, lástima. Pero nunca es indiferente. No le da lo mismo.
Por eso este libro tiene un valor superlativo. Por eso cuesta leerlo. Porque no trata de personajes de ficción, ni de cuentos que te cuenta el vecino. Es real, es sobre personas que te hacen daño, que son lo más cercano a ti y que, no importa cómo los disfraces, te importan. El libro tiene una épica notable. No sé si yo estaría a la altura de asumirla como lo hace Vinka. Esta historia se basa en su férrea convicción de que del terror es posible recuperarse. Lentamente, gradualmente, asustadamente, pero es posible recuperarse. Esa es la razón por la cual en los códigos penales del mundo civilizado la violación de menores tiene una pena menor que el homicidio. Si se viola a un pequeño o pequeña, cuando la depravación termina todavía el niño está vivo. Y es posible que se recupere. Pero si hubiese la misma pena –muerte o cadena perpetua efectiva, según los países–, ¿qué razón tendría el violador para no matar a su víctima después de abusar de ella? Si el trauma provocado por el acto de abuso fuera definitivo, irreversible, daría lo mismo si la pena fuera igual para ambos crímenes. Lo que plantea Vinka Jackson es que hay una enorme diferencia entre un abusado vivo y uno muerto. El que está vivo puede ejercer, tarde o temprano, su libertad. Reconocer su condición de víctima, asumir que se puede resistir, que se puede restaurar parte del daño y que se puede vivir el futuro con expectativas positivas, con la cara llena de risa y con ganas de decirle al que está en el fondo, citando a Neruda, «sube a nacer conmigo, hermano».
El libro de Vinka Jackson es una brújula para quienes se decretaron perdidos, un bálsamo para quienes solo perciben heridas y un antídoto contra la ausencia de amor, que se llama indiferencia. Ven y léeme, dice Vinka.
Voy y te leo. Y agradezco que el libro esté en mi biblioteca. Al alcance de mis hijos.
LAS IDAS Y VUELTAS DE LA VIDA
Caminar es esta oración
en la que nos sumamos.
Rosabetty Muñoz
Camino por avenida Bilbao. Avanzo en línea recta, paso a paso como una ciega, desde la consulta de mi terapeuta hacia la casa de mi madre. Cae la tarde y a tientas, una cuadra tras otra, voy contando semáforos, paraderos de buses, secretos y años perdidos.
Son casi las seis de la tarde y me parece haber caminado sin descanso durante siglos, aunque solo hayan transcurrido unas pocas horas desde el almuerzo. Un almuerzo como cualquier otro durante una estadía en Chile como cualquiera otra. Un día sin nada especial en la agenda que, sin embargo, terminará siendo uno de los más importantes en el recuento de mi vida.
No recuerdo exactamente cómo surgió el tema. Quizás el testimonio valiente de dos hermanas actrices, la sentencia contra un senador de la República, algún niño o niña anónimos en las páginas policiales; el remanente en la memoria doméstica de noticias que, de vez en cuando, golpean fuerte a la opinión pública y a las conciencias.
No tengo ganas de hablar de daños y, para desviar la atención, hago un comentario sobre lo rica que es la crema de espárragos casera y lo mucho que la extraño en Estados Unidos. Del lado contrario de la mesa solo hay silencio; una inhalación profunda que anticipa una declaración muy distinta de la que espero sobre la sopa de hoy o mañana.
Luego de décadas, pareciera haber llegado el momento. Lo presiento, nítido como el reconfortante sol de invierno que entra por la ventana o la cucharada demasiado caliente que acabo de llevarme a la boca, y que no puedo tragar. No necesito telescopios para constatar la colisión en marcha de un solo meteoro; uno solo, capaz de regresarme a la peor ceniza.
Hiroshima en el alma. Mi explosión atómica muy personal.
Todo convertido en polvo y muñones de un algo o de un alguien predecesor: árboles, niños, cultivos, caballos a medio desollar con el esqueleto expuesto y todavía vivos. Jamás olvidaré las imágenes legadas por algún documental de infancia sobre la atrocidad que le rompió el alma a Japón y que, desde algún ángulo inexplicable, resonaban con el estado de mi corazón de entonces. Tampoco olvido, a mis siete años, el ovillo de preguntas y heridas que acurruco contra la baranda de las escaleras, entre el segundo y el tercer piso de un viejo edificio rojo en Catedral con San Martín. Casi puedo sentir el roce de alas de los murciélagos igual que el rebote rítmico de una que otra lágrima cayendo sobre mis mocasines de charol, sin saber bien por qué lloro. Hoy, treinta años después, llevo zapatos de tacos altos, un par de panteras negras que querrían escapar y despedirse de mí, aquí, de pie sobre antiguos charcos de sal, en espera de lo inevitable.
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