«He aprendido que puedes descubrir mucho acerca de una persona si te fijas en cómo se enfrenta a estas tres cosas: perder el equipaje, un día de lluvia y una ristra enredada de luces de Navidad.»
PRÓLOGO
He pasado un fin de semana catártico ordenando mi despacho. Ha sido una experiencia intensa que he compartido con mi hija de nueve años, que ha decidido que cuando sea mayor —si cabe— tendrá una empresa de limpieza. Y yo, que soy una madre liberal, he hecho un intento discreto para guiar esta vocación súbita e inesperada: le he hablado de la posibilidad de que lleve el control de calidad en la empresa de limpieza. «¿Control de calidad es que yo iré por las casas comprobando que el trabajo está bien hecho?», me ha preguntado con entusiasmo. De momento no confíen demasiado en la solidez de sus propósitos porque todo le interesa y se apunta a un bombardeo. La semana pasada, por ejemplo, quería reemplazar a Pablo Motos como directora de El Hormiguero. «¿Cómo que ya no existirá El Hormiguero cuando yo sea mayor?», exclamó incrédula cuando le sugerí esa posibilidad. Sospecho que no me creyó del todo.
Lo de la empresa de limpieza ha sido lo que se llama, en jerga diplomática, un daño colateral, porque en realidad ese día no nos interesaba limpiar sino encontrar un documento extraviado. Para ello tuvimos que abrir viejas cajas polvorientas llenas de documentos, fotografías y ensayos universitarios tan intemporales como inútiles. Le presenté a Alex las caras y los nombres de mis viejos amigos, las calles y las casas en las que he vivido. No estaba segura pero me gustó compartir con mi hija parcelas de mi vida que ella ni sospechaba. Nos reímos contando anécdotas y lo que antaño me había parecido tan importante ahora era liviano. Después vaciamos casi todos los recuerdos en grandes bolsas de basura y los despedimos con alegría. Es la primera vez que he logrado hacer una limpieza a fondo del pasado sin sentir nostalgia, excepto algún atisbo que surgió ante determinadas fotografías y cartas, y que logré soplar suavemente como la llama de una vela. ¿Qué ha cambiado?
Creo que he sido yo. Yo he cambiado. De hecho, no creo que la Elsa de hace veinte años pudiera reconocerme hoy en día. Aquélla se enredaba en sus emociones y en las de los demás y allí pasaba mucho tiempo angustiada, dando palos de ciego. Antes, cuando una emoción o una experiencia eran incómodas, me resistía y me enzarzaba tozudamente en un monólogo interminable y agotador para intentar cambiarlas o negarlas, hasta que me quedaba sin aliento y sin fuerzas. No me dejaba traspasar, no confiaba, no me dejaba llevar a mejor puerto. No aprendía de mis errores ni me los perdonaba. Y cuando no podía más, cuando ya no cabía esperar, ponía las cartas o las fotografías en una caja como un tributo al pasado o a lo imposible. Eran un cordón umbilical que me ataba a ese pasado. Si lo piensan, era como tener un pequeño cementerio en casa.
Vivir obsesionado por el pasado o por el futuro es algo que se le da muy bien al cerebro humano adulto, experto en recordar y en prever. Sin embargo, las investigaciones revelan que vivir en el presente, aun en los actos más sencillos, como pelar una manzana o caminar, añade mucha felicidad a la vida de quienes lo intentan. Es algo que los niños, que tienen un cerebro más inmaduro, logran hacer con mayor naturalidad.
Vivir en el presente significa hacer un esfuerzo de valentía para no aferrarse a un montón de vivencias y realidades tristes o caducas. Cuando uno abandona lo conocido, las pequeñas costumbres, los pensamientos de siempre, de entrada hay mucha soledad. Cuesta confiar en que llegará algo nuevo que pueda alimentarnos en cuerpo y mente. La ironía es que sólo el que desbroza y confía puede volver a encontrar. Si no cambiamos nada, nada cambia. En el siglo XX aprendimos a sobrevivir físicamente, por fuera. En este siglo, frente a la avalancha de enfermedades mentales y emocionales que nos asedia, sin duda el reto será aprender los gestos y los mecanismos que consolidan nuestra supervivencia por dentro. De momento seguimos creciendo marionetas del complejo y poderoso conjunto de emociones que nos habita, nos mueve y nos arrastra hasta que las declaramos ciegas. Los ciegos somos nosotros, porque no hemos aprendido a comprender la fuerza de sus mandatos y por tanto nos vemos desbordados tantas veces por sus dictados.
¿Cómo le explicaríamos a una criatura recién llegada a la Tierra lo que nos mueve por dentro? Imaginemos que la bandada de pájaros migratorios que se llevaron al Principito de su pequeño planeta lo hubiese dejado caer a nuestros pies… ¿Cómo le ayudaríamos? En nuestra Tierra la vida es compleja, porque en vez de con una rosa y tres volcanes tenemos que lidiar con más de seis mil millones de generadores de emociones mezcladas en todas sus combinaciones de intereses cruzados que duelen y sobrepasan. ¿Cómo podemos manejarnos con eficacia por las redes humanas para comunicarnos, para ganarnos la vida, para disfrutar del amor, para tener amigos, para encontrar un sentido a nuestras vidas? No existe un manual de consulta sencilla que nos aclare lo que nos pasa por dentro, excepto aquellos que preconizan la renuncia, la represión o la resignación.
Afortunadamente, la vida es menos complicada de lo que tememos. Podemos asomarnos a los grandes principios de navegación que conforman las bases de una especie de meteorología de las emociones. Como las borrascas, las tormentas y los anticiclones, somos predecibles. Es fácil leernos y adivinarnos: no somos lo que decimos, somos lo que hacemos. La vida está hecha de palabras, de miradas y de pequeños gestos con los que tejemos día a día la red que nos envuelve. Basta con aprender a reconocer y a entender los mecanismos ocultos que nos mueven y los gestos y las emociones que nos delatan.
Para transformar nuestras vidas y nuestras relaciones no necesitamos tanto como creemos: en una mochila ligera cabe lo que nos ayuda a comprender y a gestionar la realidad que nos rodea. Aunque haya una cierta resistencia a reconocerlo, todos somos psicólogos en potencia, porque la vida nos dota a todos de un cerebro que alberga las intuiciones de lo que necesitamos para vivir. En la televisión, en la radio y en la prensa escrita, aprendí que se puede hablar de la vida y de las emociones que la mueven sin pretensión ni opacidad, con palabras transparentes y sencillas como barras de pan.
Con estos mimbres he recopilado esta pequeña guía, concreta y sencilla, llena de las rutas variadas que transitan por la geografía de las emociones humanas, para facilitar la comprensión de lo que nos rodea, conocer la importancia del afecto en las relaciones con los demás, descubrir que es mucho más lo que nos une que lo que nos separa, encontrar formas eficaces de comunicarnos, gestionar la relación entre el cuerpo y la mente, potenciar el caudal de alegría que encerramos, organizarnos para lograr fijar y cumplir nuestras metas y ayudar al cerebro humano a contrarrestar su tendencia innata a la supervivencia miedosa y desconfiada. He querido entregar al lector una pequeña llave que potencie su capacidad para el optimismo independiente, inteligente y creativo. Ojalá desde estas páginas, con humor, amor y alegría, pueda acompañar a mis lectores en el viaje ineludible y mágico de la vida.
CAPÍTULO UNO
«TE QUIERO PERO