La dictadura del capital financiero
B RUNO N ÁPOLI
C APÍTULO 1
Las crisis del modelo agroexportador:
liberalismo y vulnerabilidad externa
(1860-1930)
Teoría y práctica del modelo agroexportador
La construcción de la Argentina requirió varias condiciones para que esta llegara a convertirse en una nación moderna. En efecto, desde la Revolución de Mayo (1810) y la declaración de Independencia (1816) el territorio que hoy conforma la República Argentina estuvo sujeto a diversos y sangrientos conflictos, con guerras civiles que se disputaron distintos modelos de gobierno, formas de funcionamiento y esquemas de poder. Sin embargo, a partir de la segunda mitad del siglo XIX dichos conflictos se fueron resolviendo de distintas maneras: se obtuvo la unificación del país (menguando los enfrentamientos entre Buenos Aires y las provincias), se fueron delimitando los territorios y se consiguió finalmente una Constitución (primero en 1853 y luego en 1860). De esta forma, los pactos al interior de las elites –en muchos casos logrados con la fuerza de las armas– permitirían edificar un Estado nación moderno que buscará emular las características básicas del patrón occidental por entonces imperante: una forma de gobierno republicana, que impusiera el sistema de producción capitalista por todo su territorio.
Aunque sin dudas, cuando comenzó a quedar atrás lo peor del desorden y de las guerras civiles, que por más de medio siglo se habían adueñado de estas tierras, todavía quedaban pendientes algunos interrogantes por resolver. Quizás el primero de todos, una vez lograda la unidad nacional y la arquitectura institucional, era simple: ¿qué hacer con la economía?
La respuesta, a pesar de existir ciertos matices o desavenencias, para el grueso de la elite resultaba unánime, pues consideraban que la Argentina definitivamente debía sumarse al “concierto de las naciones del mundo”, no perder más tiempo ni energías en todo aquello que la retrasase de lo que se consideraba progreso y, una vez por todas, lanzarse al desafío de alcanzar su modernización. El mundo avanzaba y el país no podía quedar atrás.
Es que, en el ideario de la construcción argentina, ciertas directrices centrales eran predominantes al interior de los grupos de elite. Por empezar, consideraban que el progreso significaba adoptar los palpables avances materiales, tecnológicos e institucionales que se estaban logrando en Europa y en los Estados Unidos. Allí irremediablemente se encontraba el futuro. Y, por ende, todo debía ser copiado y adaptado a la situación local, pues por herencia e historia nuestro país era identificado como un vástago del paradigma cultural de occidente. Las ideas iluministas y positivistas de la historia, propias de aquel contexto, les indicaban a las elites que el desarrollo, la modernidad y la civilización no podían ser otra cosa más que europeos, por lo que cualquier desviación de ello se representaba como trabas al progreso. Un progreso que se lo asociaba fundamentalmente con el avance y penetración del modo de producción capitalista en la región.
Porque, vale la pena aclararlo, solo el capitalismo era considerado la verdadera forma de llevar adelante la acelerada transformación social y económica que se añoraba. Sin existir en la concepción de las elites un modelo de desarrollo económico alternativo a aquel. En consecuencia, cualquier obstáculo o dificultad debía ser barrido y denunciado como barbárico. Se había terminado el tiempo de los pueblos primitivos, originarios o “exóticos”. Ellos eran considerados como representantes del atraso, lo que indicaba como su contracara directa que el momento de hacer crecer la economía había llegado indefectiblemente, justificando entonces el exterminio de culturas, pueblos, valores o formas de organización que implicaran un límite a la expansión capitalista. De ahí la idea de Domingo Sarmiento sobre masacrar a gauchos e indios, pues su sangre “únicamente servía para abonar la tierra”. Europa y los países del norte de América, en la segunda mitad del siglo XIX, estaban ingresando claramente en la denominada “era del imperio” (Hobsbawn, 2001), en la cual las principales potencias occidentales –encabezadas por Inglaterra, Alemania, Francia o Estados Unidos– se lanzaron en una carrera por conquistar territorios, dominar poblaciones y controlar el acceso a las materias primas que necesitaran para alimentar sus pujantes economías.