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Witold Gombrowicz - Peregrinaciones argentinas

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Witold Gombrowicz Peregrinaciones argentinas
  • Libro:
    Peregrinaciones argentinas
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1959
  • Índice:
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Peregrinaciones argentinas: resumen, descripción y anotación

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MENDOZA

¡AMÉRICA! EN EL horizonte aparecen unas nubes que en seguida se transforman en oscuras presas, en un bloque negruzco, en olas grisáceas; unos torbellinos y corrientes empiezan a jugar en esa masa que vela el poniente y de pronto todo se para, la inmovilidad de la materia rocosa, el inmenso peso de los bloques, se apoderan inesperadamente de las supuestas nubes y en las alturas comienzan a brillar unas manchas níveas. Al instante siguiente, todo se solidifica en una cadena montañosa con cumbres eternamente nevadas. América. En Argentina la inmensidad del continente americano y su poder se manifiestan en dos situaciones: cuando navegas río arriba por el Paraná y el Uruguay, ríos que no se acaban ni se estrechan nunca, semejantes a unos reptiles prehistóricos, y cuando te acercas a la Cordillera. Mientras miro por la ventana, acurrucado en el coche que avanza a todo correr, me vienen a la memoria los recuerdos de un oficial alemán de la batalla de Yutlandia, leídos años atrás. El autor intenta expresar el terror que le invadió cuando los cruceros alemanes, persiguiendo a la escuadra del almirante Beatty, se encontraron de pronto frente a la desplegada armada inglesa al completo. El horizonte —dice— se ennegreció de humo y barcos, quedó invadido de algo que no tenía fin y cuya inmovilidad ocultaba una presión aplastante…, y exactamente de la misma forma presionan con su inmovilidad esas paredes, esas cumbres fijas en la lontananza. Y si al llegar a la orilla del Pacífico, en Chile, jurarías haber llegado al fin del mundo, aquí podrías jurar y perjurar que estas montañas tienen que extenderse desde la Tierra de Fuego hasta el extremo más lejano del norte de América; hay algo en su carácter que no permite verlo de otra forma. Y hay una especie de monotonía que se eleva por encima de esa pared, que en algunos lugares llega a los ocho mil metros, sólo una pulgada menos que el Himalaya. Todo eso es demasiado cósmico… y geográfico… y lejano…, la distancia y la inmensidad se unen en un lazo misterioso, la presencia de esos gigantes pesa tanto más cuanto más lejos están.

Pero en seguida esas enormes cumbres desaparecen, tapadas por las menos altas pero más cercanas. Entramos en una región de huertas y viñas. Comienza la ciudad: Mendoza. La ciudad no está mal; unas calles normales, edificios como deben ser; el hotel, delante del cual aterrizamos, es un corriente hotel argentino (lo cual tiene la ventaja de que cada habitación cuenta con su propio cuarto de baño con agua fría y caliente). Deshago la maleta, me lavo, miro por la ventana: ni rastro de las montañas, como si nunca hubiesen existido, pero el aire puro refresca. Estamos a dos mil metros de altura, el doble que Zakopane. De repente se oye un silbido agudo y un redoble de tambor. ¿Qué ocurre?

¡Estamos perdidos, nosotros y nuestra siesta! En la calle veo avanzar lenta y rítmicamente una murga, o sea unos quince adolescentes con las caras tiznadas vestidos con unos trajes estrafalarios hechos de trapos y plumas…; el tambor redobla, la murga avanza a paso de baile por en medio de la acera, haciendo muecas y payasadas mientras unos silbidos estridentes cortan el aire. ¡Carnaval! ¡Se nos ha olvidado que precisamente hoy es el primer día del Carnaval!

Llamo a la puerta del coronel. Se reúne el consejo; ¿qué hacer? El coronel decide:

—No hay vuelta de hoja, de todas formas no podremos pegar ojo. ¡Hay que participar!

¿Participar? Pero, ¿cómo? ¿Qué quiere decir participar en un carnaval argentino? Al atardecer salimos: por la calle iluminada como el interior de un farolillo pasa el desfile festivo: carros con monstruos, máscaras, ¡cuántas veces lo hemos visto en el cine! Llueve confetti. A cada momento el estrepitoso redoblar del tambor anuncia una nueva murga que salta y baila… Silbidos, truenos, cantos, bromas, los chicos rocían a las chicas con perfumes o simplemente con agua…, de repente aparece un enorme caballo negro, que lleva, de pie, inmóvil sobre su lomo, a un muchacho negro, desnudo…, allí se ve un antiguo Ford lleno de señores con bigotes, tocados con sombreros de copa… ¡Una locura! Y sin embargo, ¡qué tristeza!… Y sin embargo, cuánto aburrimiento, vacío y melancolía…, ¡qué trágico es el carnaval argentino!

Los extranjeros que visitan Argentina han descubierto, una y otra vez la verdad, que ha pasado ya a ser de dominio público y que hoy en día os recitará cualquiera de los supuestamente alegres arlequines: «¡nosotros no sabemos divertirnos!». La fiesta parece estar fuera de ellos, la crean, pero no participan en ella, al igual que los globos que flotan por encima de la multitud. Lo que les falta a esos burgueses es la imaginación caballeresca a la Kmicic; por otra parte se consumen entre unas infinitas melancolías y la monotonía de la pampa, que cerca a sus ciudades.

Pero, ¿qué ocurre? De pronto algo extraordinariamente artístico surge en medio de la muchedumbre; una murga compuesta por unos diez chavales de diez a catorce años se ha quedado inmóvil, el tambor deja de sonar, los chiquillos, en unas poses extrañamente rebuscadas pero espléndidas, se han quedado teatralmente rígidos; en esto el tambor vuelve a sonar, pero en sordina, los chicos extienden los brazos, abren desmesuradamente sus enormes ojos y resuena pianísimo, con elegancia y discreción, una estrofa, cuyas palabras no comprendo, pero que es recitada maravillosamente, con un encanto sosegado, con alegre poesía. Un redoble de tambor, uno solo. El grupo se despierta, efectúa unos cuantos movimientos de baile apenas insinuados, también maravillosamente discretos, y bailando entona ligeramente la segunda estrofa. Todo esto es verdaderamente perfecto y espléndido, ya que por suerte no tiene nada de folklore ni de arte sazonado con elementos nacionales, sino que es el auténtico género de esos niños de suburbios, burlón, un poco cínico, cien por cien urbano, nacido en la calle de una gran ciudad: puro precisamente porque es impuro. Esa es la Argentina que me encanta.

De pronto me llegan unas palabras en polaco:

—¡Pfff! ¡Vaya patosos, no saben ni moverse!

Me giro: él, rubio con gafas, crítico y descontento; ella, regordeta, a primera vista se ve que es un ama de casa excelente. Pero esa severa crítica respecto a mis bailarines de pronto me recuerda (y no por primera vez) un profundo malentendido entre yo y otros polacos de aquí respecto a Argentina. En mi opinión, los argentinos son gente psíquicamente muy complicada, difícil, incluso misteriosa, capaz de hacer cosas muy raras e inesperadas, sutil, a menudo refinada, llena de complejos, enriquecida por un insólito cruce de razas y culturas. La torpeza de su literatura aumenta, en mi opinión, su misterio y su inaccesibilidad.

Mientras que en la opinión del polaco, llegado aquí después de la guerra de Inglaterra o de Francia, Argentina es algo totalmente primitivo, sobre lo cual no vale la pena reflexionar y que debe despreciarse. No le dice nada el bienestar que ve a cada paso, el nivel de vida, la limpieza y un saber desenvolverse del que en Polonia ni soñaba. No le dice nada que la cantidad de coches sólo en Buenos Aires supere varias veces el número de coches en toda Polonia. No le dice nada que el metro de aquí sea mejor que el de París, que las casas sean más modernas, que haya bastantes rascacielos de varias decenas de pisos y que una casa de varios pisos sin ascensor sea algo impensable. El polaco, a pesar de todo, les tratará desde las alturas de su condición de «europeo», puesto que es como les trata el francés o el inglés. En general, la soberbia europea en América es tan inmensa como cretina, y francamente hay que admirar a los indígenas que con tanta docilidad soportan esos humos y esa arrogancia.

Al europeo, y por consiguiente al polaco, aquí no le gusta nada, él lo sabe todo mejor que los demás y cuenta maravillas de Europa, uy, allí sí que hay cultura, allí sí que hay civilización, allí sí que se vive de verdad. Si lo dice un parisino, aún, ¡pero un varsoviano! ¡Aunque tampoco exageremos con París! Hace poco, hizo un viaje allí, después de muchos años de vivir en Argentina, mi amigo Stanislaw Odyniec. Volvió desilusionado. Aunque no tuvo los mismos problemas con su descanso nocturno que un diputado argentino antes de la guerra, en Austria, que, siendo muy alto, por la noche tenía miedo de que al estirar las piernas éstas no penetraran en el país vecino; de todas formas la ridícula pequeñez y estrechez de Europa le disgustaron enormemente. —París también es demasiado pequeña —dijo—, todo allí es minúsculo, y además demasiado sucio y anticuado. ¡Los cuartos de baño horribles! ¡La gente no se baña!

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