UN TRABAJO INVISIBLE
EL VALOR DEL CUIDADO
«Parir niños, criarlos, cultivar el huerto, hacerles la comida a los hermanos, ordeñar la vaca de la familia, coserles la ropa o cuidar de Adam Smith para que él pueda escribir La riqueza de las naciones; nada de esto se considera “trabajo productivo” en los modelos económicos estándar». Esta constatación, reflejo de una realidad indiscutible, es lo que lleva a la economista Katrine Marçal a escribir el libro ¿Quién le hacía la cena a Adam Smith? Los economistas, será su tesis, han permanecido ciegos durante siglos a la actividad que han realizado las mujeres. Una actividad a la que nadie se le ocurrió llamarla «trabajo» porque no lo era desde los criterios dominantes, que solo consideraban trabajo la actividad productiva. Lo que se hacía en torno a la reproducción, al cuidado de la especie desde que nace hasta que muere y en todos sus aspectos, era despreciable desde el punto de vista de la economía. Pertenecía a otro ámbito: el de las relaciones personales, el amor, la familia, la organización del hogar, el tener la ropa limpia, la casa arreglada, la comida a su hora, una disponibilidad sin excusas. Al padre del liberalismo, el artífice de la metáfora más utilizada para explicar el funcionamiento del mercado libre —la «mano invisible»—, no se le ocurrió que el funcionamiento de la economía solo quedaba explicado a medias si se dejaba de prestar atención al trabajo realizado por el sexo invisible.
El error de Smith y del pensamiento racionalista moderno, sigue diciendo la autora, fue el de separar dos ámbitos que, de hecho deberían complementarse, aunque nadie lo veía así: el del dinero y el del amor. Las sociedades se habían organizado sobre la base de una división del trabajo, que otorgaba automáticamente a los hombres la capacidad de ganarse el pan, para sí y para los suyos, mientras a la mujer le atribuía la función de dispensar a diestro y siniestro amor y cuidados. Amor y cuidados que el hombre necesitaba, aunque su necesidad era tan obvia y natural que ni siquiera la apreciaba. Desde esta perspectiva tan estrecha, no se percibía un dato fundamental, el de que, además de contribuir a mantener la cohesión doméstica y social, sin la solicitud femenina el varón no hubiera podido llevar a cabo la tarea que tenía asignada. La división del trabajo entre hombres y mujeres fue concebida durante siglos como la más racional y eficiente, gracias a que se daba por buena la diferencia mencionada hace un momento: solo el trabajo productivo era remunerado; no lo era el de la mujer dado que lo motivaba un sentimiento natural de amor hacia los suyos, algo tan noble y obvio que a nadie se le ocurría que hubiera que pagar un céntimo por manifestarlo.
¿Cómo remunerar la empatía, el cariño, el cuidado, todo lo que motivaba que la madre de Adam Smith le preparara la cena religiosamente cada día para que él pudiera dedicarse a trabajar en serio? Hubiera sido de mal gusto considerar las faenas caseras como un trabajo remunerable. Ni las propias amas de casa pensaron en exigirlo. De hecho, Virginia Woolf lo que quería para sí y para las mujeres era una habitación propia, la que sin duda tenían tantos hombres para dedicarse con tranquilidad a las labores de su sexo. Ahora bien, ambos trabajos, el productivo y el reproductivo, eran complementarios, imprescindibles ambos para el funcionamiento de la economía productiva. Sin madres o esposas que cuidaran de los niños, atendieran a los enfermos y a los ancianos, ni los médicos ni los arquitectos ni los políticos ni los profesores ni los comerciantes hubieran podido dedicar su tiempo a producir lo que fuera con el fin de ganar dinero y aportar el sustento necesario a la economía familiar. La distribución de funciones era inevitable.
La percepción equivocada ha durado hasta hace escasísimos años. En los países menos desarrollados aún perdura. Han sido las reivindicaciones feministas y los derechos de la igualdad los que han puesto de manifiesto no solo el derecho de las mujeres a tener parte en la actividad productiva, con el esfuerzo y el beneficio que ello podía reportarles, sino también el valor de los trabajos que se desenvuelven en torno a la vida reproductiva. El de la reproducción era un ámbito sin valor ninguno porque los trabajos vinculados a los cuidados carecían de precio. Se ejecutaban gratuitamente, movidos por el cariño y el sentimiento maternal o filial. La dificultad de distinguir entre precio y valor se ha dado siempre. Lo que debe resaltarse es que esa indistinción a donde lleva es a no dar valor a lo que realmente lo tiene. Hoy empezamos a reconocer que los cuidados tienen valor porque sabemos que son imprescindibles para la prosperidad y la cohesión social. Independientemente de que les asignemos o no un precio, lo que de entrada es imperativo es reconocerlos como algo valioso, a lo que merece la pena prestar atención.
Que los cuidados son un valor a tener en cuenta no solo ha sido un descubrimiento del pensamiento económico. También del pensamiento ético. Si volvemos a la época ilustrada, a la que representa Adam Smith, nos encontramos con el filósofo que establece las bases de la ética moderna, Inmanuel Kant. Una ética, nos explica, focalizada en la idea de deber: «¿Qué debo hacer?» es la pregunta que se hace el ser racional cuando se enfrenta a una situación crítica y compleja, en la que tiene que decidir entre lo que le pide el deseo personal y lo que debería hacer siguiendo los criterios de la racionalidad. Pues bien, es esa racionalidad la que le presenta la opción moral al ser humano como un imperativo, una obligación implacable y que no debería eludir si quisiera dar la talla del ser racional que es. Así entendido, el deber moral es siempre una prescripción, autoimpuesta, pero prescripción en todo caso, no algo que el sujeto haría llevado por el deseo o por un sentimiento placentero. Tan es así que Kant llega a decir (y es lo que trae a colación el tema que me ha conducido hasta aquí) que el deber de la madre de cuidar a sus hijos no es propiamente un deber moral porque lo inspira un sentimiento al que la madre no puede hurtarse. Será un deber moral devolver el dinero a quien me lo ha prestado, dar unas monedas a un pobre, decir la verdad aun cuando hacerlo me perjudique. Pero no puede ser un deber querer al propio hijo y actuar en consecuencia. Estamos, así, ante un pensamiento similar al de Adam Smith: el trabajo productivo y el cuidado pertenecen a ámbitos separados. No los mezclemos.
Ya en el siglo XX, un psicólogo de indudable filiación kantiana, se propone explicar cómo evoluciona la conciencia moral en la infancia. Me refiero a Lawrence Kohlberg, que elabora una compleja teoría, basada en un estudio de campo, según la cual, y simplificándola mucho, las etapas de desarrollo de la conciencia moral serían tres: una primera etapa «convencional», en la que el niño hace lo que debe por temor al castigo o respeto a la autoridad de los padres o maestros; una segunda etapa «convencional», en la que se respeta el deber porque se identifica con la ley establecida; y una tercera etapa «posconvencional», en la que la persona se adhiere a una norma no solo, o no siempre, porque lo exija la ley, sino por convicción, porque está convencida de que es una norma justa. El sentido de la justicia como respeto al derecho equivale en tal caso a la racionalidad kantiana. Al igual que Kant identificó la autonomía moral con el respeto a la ley moral, Kohlberg entiende que es el desarrollo de ese respeto a una ley calificable como «moral» (y no solo como ley escrita) la que determina la autonomía moral de la persona.
Kohlberg tuvo una discípula intelectualmente díscola: Carol Gilligan. La teoría de su maestro le pareció sospechosa y trató de demostrar por qué. Intuía que carecía de lo que hoy llamaríamos «perspectiva de género», dado que la investigación de Kohlberg daba como resultado una valoración distinta del desarrollo moral en niños y niñas. Uno de los dilemas planteados por Kohlberg, el dilema de Heinz, consiste en la decisión que debe tomar un hombre que necesita un medicamento para su esposa gravemente enferma cuando no tiene otra opción que robarlo. Ante el dilema, un niño ve un conflicto entre el derecho de propiedad y el derecho a la vida, mientras que una niña no razona en términos de derechos o reglas, sino a partir del sentimiento humanitario que provoca la mujer enferma. La diferencia de motivos lleva a Kohlberg a calificar al niño como más maduro moralmente que la niña, puesto que lo que guía su forma de pensar es el sentido de la justicia, mientras que lo que mueve a la niña es la empatía y la obligación de responder al sufrimiento de la enferma. Gilligan le discute a Kohlberg su conclusión. Que las niñas discurran desde otros parámetros no significa que su sentido moral sea menos maduro. La diferencia es que lo que motiva su decisión no es tanto la justicia como el cuidado. Lo que Gilligan descubre en su libro más conocido,