E l 11 de noviembre de 1969 acepté mi primer puesto como directora de enfermería en una residencia de cuidados a largo plazo. A los veintidós años de edad, no tenía ninguna experiencia en hogares para ancianos; sin embargo, la señora Helen Hosman, la dueña, “se arriesgó” a darme una oportunidad. Gracias, señora Hosman, por permitirme iniciar este viaje en el que he permanecido hasta hoy. Mi más profundo reconocimiento a las miles de familias con quienes he transitado este camino, por permitirme compartir sus travesías en el cuidado de sus seres queridos. Ann Convery, te debo mi más sentida gratitud por desafiarme a compartir mis experiencias con otros, sin dudar en ningún momento del potencial de este trabajo. Te sentaste hora tras hora escuchando lo que tenía para decir para volcarlo luego en papel; estoy profundamente agradecida. A mi publicista, Anthony Mora, mi reconocimiento por obtener oportunidades en medios serios que me han permitido echar luz en los temas vinculados al cuidado de los mayores. A Sue Brantley, gracias por tu amistad y expertas habilidades de editora que enriquecieron considerablemente este libro. A Harriet Bell, vicepresidente y editora de William Morrow Cookbooks, quien tuvo confianza en una escritora desconocida y me permitió compartir mi mensaje, y a Toni Sciarra, mi editora en HarperCollins, quien aceptó mi estilo y me permitió comunicarme con mi propia voz—mi sincera gratitud. A mi hermana, Pat Mora—mi apoyo a lo largo de todo este proceso: estoy muy agradecida por tu constante confianza, tus acertadas sugerencias y tu capacidad para alegrarme. Christopher, gracias por entender la importancia de este proyecto, por estar dispuesto a compartir el tiempo de tu madre durante los últimos cinco años, y por ser un tierno y servicial nieto de tus adorados abuelos. Eres más valioso para mí de lo que puedas alguna vez imaginarte. Y a mi esposo, Terry, sin cuya ayuda nunca habría sido capaz de ser la cuidadora que mis padres necesitaron que yo fuera: gracias por tu amor, paciencia y apoyo. Sé que siempre puedo contar contigo. Finalmente, a Estella y Raúl Mora, mis amados padres: gracias por su amor incondicional, su sabiduría y su fe absoluta en mí. Los extraño todos los días.
STELLA MORA HENRY, R.N., es especialista en el cuidado de mayores y fundadora del Centro de Cuidados Vista del Sol en Culver City, California. Ha aparecido en Time, el New York Times, el Wall Street Journal, y en NPR.
ANN CONVERY ha escrito artículos que se han publicado en el L.A. Business Journal, Cosmopolitan y Muscle and Fitness. Este es su segundo libro.
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E n el momento en que traspasaba la puerta, mi hijo Christopher me entregaba el teléfono. “Es de Vista,” dijo, “Silvia parece nerviosa. Creo que es por Nana.”
“Stella, algo está sucediendo con tu mamá,” dijo Silvia, la directora de enfermería. “Estaba a punto de sentarse para cenar cuando comenzó a temblar y después se desmayó. Está durmiendo profundamente ahora, y le estamos dando oxígeno. Sus signos vitales están estables. El médico quiere saber si quieres que la lleven al hospital.”
El tiempo se detuvo. ¿Debía enviar a mi madre al hospital? La vida de mi madre estaba en mis manos. Traté de recordar sus palabras. “No quiero recursos heroicos, Stella,” había dicho. “Si no me puedes traer de vuelta en mejores condiciones, entonces no lo hagas.” Mi madre había elegido evitar tratamientos médicos no deseados y permitirle a la naturaleza seguir su curso. La progresión de su enfermedad me dio la respuesta. No iría a ningún hospital.
“Espérame,” le dije a Silvia. “Voy para allá.” En mi auto, en el camino, hice algunas búsquedas en mi corazón. Cuántos cientos de veces les había recordado a las familias que mantener a sus padres libres de dolor y malestar se convierte en el principal objetivo. En el caso de mi madre la hospitalización sería agresiva y carecería de sentido. No obstante, una gran variedad de emociones me invadieron: temor de tomar la decisión incorrecta, enojo por haberme quedado sin alternativas para mi madre, dolor por la pérdida que me esperaba, y un inesperado alivio de ya no tener que preocuparme por mi mamá noche y día, anticipando sus muchas necesidades y cambiando mis planes en cualquier momento en que me necesitase.
Cuando llegué, encontré a Mamá durmiendo pacíficamente. Mi esposo ya estaba allí. Mi hijo, mi hermano y mi cuñada estaban en camino. Llamé a mis dos hermanas que vivían en otro estado. Sabía que la muerte de Mamá era inminente.
A la mañana siguiente, Mamá se despertó y habló de forma inesperadamente clara y nos dijo cosas muy significativas a cada uno de nosotros. Sus palabras fueron un regalo increíble. Cuando me incliné para darle un beso, me susurró al oído, “Stella, cuídate.” Estas fueron sus últimas palabras hacia mí.
Al día siguiente, Mamá dejó de comer y de beber. Aunque yo reconocía esto como una parte natural del proceso de muerte, no estaba segura acerca de cómo sentirme. Quería desesperadamente hacer algo, pero no había nada que hacer. Dos días más tarde Mamá murió pacíficamente, rodeada de una familia que la amaba. Su muerte la salvó de los estragos finales de la enfermedad de Alzheimer. Su viaje en esta vida había terminado.
Cuando pienso acerca de la muerte de mi madre, me siento traspasada por la tristeza y por la felicidad al mismo tiempo; es difícil separar una emoción de la otra. Inicialmente, la pérdida era insoportable. Pensaba, he perdido a mis dos padres. Ya no soy la hija de nadie. Y aún así estaba agradecida de que los sufrimientos de Mamá hubiesen llegado a un misericordioso final.
Después de la muerte de mi padre años atrás, el tiempo que debería haber estado haciendo el duelo por él, fue ocupado en la asunción del rol de cuidadora de mi madre. Mientras ella lloraba la muerte de mi padre, yo me ocupaba de velar por ella. Pero ahora, mis responsabilidades como cuidadora habían terminado. Qué sentimiento tan desconcertante—ser eximida del mayor desafío, la mayor fuente de ansiedad y la posición más honorable de mi vida.
La pérdida de mi madre me hizo sentir vulnerable, mortal e incapaz de seguir adelante con mi vida. Más tarde esa semana, mientras acomodaba algunos de sus objetos personales, encontré una ficha de 3 por 5 escrita con su letra: “¡¡Aquello que te enoja, te vence!!” Mientras releía la oración reflexioné sobre la palabra “enoja.” Había sido subrayada dos veces. Mi madre, mi primera maestra y guía, estaba una vez más mostrándome el camino. Me di cuenta de que mi reacción de disgusto hacia su muerte se debía en realidad a mi enojo por no poder hacer nada y porque la vida nunca volvería a ser la misma. Este enojo me impedía ocuparme de mi profundo dolor.
Todos respondemos a esa pena que solo el tiempo puede curar, de nuestro propio modo y en nuestro propio tiempo. La muerte de un padre o madre es un evento que altera la vida, es el destino final del viaje de cuidarlo. Sin importar en qué ruta difícil o vuelta del camino usted se encuentre en su propia jornada como cuidador, recuerde: Usted es necesario; usted está haciendo lo correcto; usted hace la diferencia. Pero lo más importante, no olvide el consejo de mi madre: “Cuídese.”
Capítulo 2. Señales de Alarma: Diez Señales en Sus
Padres a las que Hay que Prestarles Atención
Lewis, George. “Adverse Drug Reactions Plague Elderly.” NBC Nightly News. Health Report. 21 January 2004,