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Victoria Camps - Breve historia de la ética

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Victoria Camps Breve historia de la ética
  • Libro:
    Breve historia de la ética
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2013
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1 LOS SOFISTAS Y SÓCRATES. LAS PRIMERAS PREGUNTAS

La reflexión sobre la moral empieza propiamente con los sofistas que protagonizan los diálogos socráticos de Platón. Estamos en el siglo V a. C., la época del máximo esplendor de Atenas, esplendor no sólo político y económico, sino cultural. Una época gloriosa para la sociedad, la literatura, el arte y la filosofía. En ella vivieron Pericles, Fidias, Sófocles, Anaxágoras y los grandes sofistas: Protágoras, Pródico, Hipias, Gorgias y, finalmente, Sócrates. Dice Hegel que «los sofistas fueron los hombres cultos de la Grecia de entonces y los propagadores de la cultura». De ahí que la sofística se haya vinculado con la Ilustración griega, con el afán de acudir a la razón para resolver las preguntas más importantes que asaltan a la mente humana. Los libros de filosofía explican que ésta significa el paso del mito al lógos, de la explicación mágica y fantasiosa a la argumentación racional. De hecho, sin embargo, el mito no desaparece, los filósofos siguen acudiendo a la mitología para argumentar sus teorías y hacer más viva su enseñanza. Lo que ocurre es que la explicación mítica se utiliza ahora sólo como recurso, el recurso a la ficción para exponer una idea, pues, por sí solo, el mito ya es insuficiente para responder a los grandes interrogantes. Como son insuficientes los oráculos, porque hace falta no sólo tener unas máximas o guías de conducta, sino también inquirir en el porqué de las costumbres y en la razón de ser de las leyes. Hay que «estrujarse» la mente, pensar, extraer del lenguaje todo el potencial que atesora para plantear preguntas y persuadir de la verdad de los valores que se van descubriendo. Ya no es legítimo aceptar dócilmente lo que viene dado, hay que discutirlo y enmendarlo si es preciso. En una palabra, lo que la filosofía pretende es hacer hombres cultos, que significa hombres críticos y reflexivos, no complacientes sin más con la realidad.

La filosofía llevaba ya más de un siglo de andadura, con los filósofos presocráticos. El pensamiento reflexivo tenía ya un notable desarrollo. Pero el tema de los presocráticos había sido sobre todo la naturaleza y sólo excepcionalmente el ser humano o la sociedad. El giro hacia la práctica lo dan los sofistas. Cultivan la retórica y se autodenominan «maestros de virtud», porque enseñan el saber moral como un saber útil que puede ayudar a los hombres a vivir bien y a tener éxito en el gobierno de la ciudad. En la transmisión de ese saber es fundamental el dominio del lenguaje; de ahí el fervor por la elocuencia y las figuras de la retórica.

La sofística tuvo mala prensa porque no todos los sofistas fueron honrados, también los hubo manipuladores y sin escrúpulos. Platón se encargó de denigrarlos a todos por igual, concienzudamente, presentándolos en continua polémica con Sócrates, quien, pese a mantener una posición ambivalente frente a la sofística, siempre acababa saliendo el más airoso de la contienda. La autoadjudicación del nombre de «sabios» (sofistai), y no modestos «amantes de la sabiduría» (philosophoi), junto al oficio de maestros de virtud a cambio de unos estipendios, al parecer no siempre módicos, les acarreó la reputación de mercaderes del conocimiento y, peor aún, de algo tan etéreo y discutible como el conocimiento moral. Más aún cuando esos sabios que pretendían enseñar la virtud hacían gala de un escepticismo que sólo producía desconcierto y teñía el conocimiento moral de un relativismo que provocaba en los interlocutores más dudas que certezas. Todo muy propio de un pensamiento ilustrado —lo sabemos hoy—, pero difícil de asimilar como tal en su momento. Los sofistas supieron aprovecharse de una sociedad en la que la religión no era un vehículo de cultura, no contenía enseñanza alguna, no había una clase sacerdotal administradora de unos libros sagrados que cerraran el paso a la reflexión personal. Era, además, una sociedad que acababa de inventarse la democracia, donde todos los hombres libres tenían derecho a hablar, a cultivar el conocimiento y a participar activamente en el gobierno de la ciudad. Una sociedad, finalmente, en la que se notaba la influencia de las invasiones persas, el incremento del comercio y de los viajes que enfrentaba a la gente con diferentes culturas poniendo de manifiesto que lo que era bueno en Persia no lo era en Atenas y lo que valía en Egipto no valía en Megara. Muchos fueron los factores que propiciaron el vuelco intelectual que se produce con los sofistas y que pone en primer lugar al hombre como objeto de reflexión, y a la palabra como instrumento de persuasión.

SER BUENO, SER EL MEJOR, SER VIRTUOSO

Agathós («bueno») es el concepto ético por antonomasia. La ética es la reflexión sobre lo bueno, sobre la mejor manera de vivir, lo que hoy llamamos «excelencia» y los griegos llamaron areté («virtud»). En sus orígenes, la ética es el pensamiento sobre la vida excelente o vida virtuosa.

Muchos libros de ética empiezan refiriéndose a los poemas homéricos como el lugar donde encontramos los primeros ejemplos de virtud o de vida buena. Sin duda, el mundo que relata Homero poseía ya un éthos, una manera de ser moral. Lo que no había entonces era filosofía, reflexión sobre la moral. No había preguntas ni dudas sobre si los héroes de la Ilíada merecían ser reconocidos como «los mejores» (aristoi), cuando la medida de la virtud era el valor que se mostraba, mejor que en ningún otro escenario, en la guerra. Nadie lo dudaba, porque la guerra era la situación natural del hombre: como había dicho Heráclito, la guerra es «el padre de todas las cosas».

Pero lo que determinaba el significado de lo bueno no era sólo la realidad incuestionada de la guerra. Es que ser bueno o no poder llegar a serlo era algo que derivaba de la naturaleza de cada uno en una época en la que no se discutía la existencia de una aristocracia natural. Era aristós —«el mejor»— el que nacía para serlo, no el que se lo proponía, entre otras razones porque nadie que no tuviera un origen singular podía proponerse mejorar. La excelencia y la virtud, en consecuencia, eran patrimonio de unos pocos, las castas más nobles, de las que salían los guerreros. La virtud fundamental era el valor, entendido, por supuesto, como valor físico, capacidad de vencer en el combate. Una virtud eminentemente masculina, como no podía ser de otra manera. Ser bueno era, así, ser útil y listo (para la guerra), ser valiente, ser astuto y tener éxito en los combates. Decir de alguien que era agathós no era hacer un juicio moral, sino describir una posición social y unas capacidades personales unidas a la buena fortuna. Como lo era también llamar a alguien kakós, «malo», a saber, de origen humilde y bajo. Dice Héctor en la Ilíada: «¡Que al menos no perezca sin esfuerzo y sin gloria, sino tras una proeza cuya fama llegue a los hombres futuros!». Lo que uno es capaz de hacer, en virtud de una condición social que le ha tocado en suerte y no ha elegido, es lo que le depara lo más alto a lo que uno pueda aspirar: la memoria y el reconocimiento social.

La restrictiva identificación del agathós con el guerrero y el valiente marca una pauta que estará siempre presente en el significado de la moralidad. Con una diferencia: ese valor que, en principio, es físico y tiene que ver con la fuerza, con la agresividad y con la formación técnica del guerrero, se convertirá más adelante en valor psíquico, capacidad de autodominio, valor como esfuerzo para vencer los deseos y las pasiones inconvenientes con vistas a la excelencia a la que hay que aspirar. Por otra parte, la equiparación del mejor con el héroe soslaya una de las cuestiones más discutidas luego por los filósofos del período socrático: si la virtud es una o múltiple. Dicho de forma más simple: si poseer una virtud implica poseerlas todas, pues, de entrada, se hace difícil aceptar que el valiente, sólo por serlo, sea a la vez el compendio de todas las virtudes. Pero el mundo homérico reduce todas las virtudes a una sola, y ser bueno significa estar en posesión de todas las cualidades valoradas en la sociedad griega: coraje bélico y habilidad en la guerra, así como éxito en la misma.

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