Teresa Maldonado Barahona (Bilbao, 1966) estudió Filosofía en la facultad de Zorroaga en Donosti, en la segunda mitad de los años ochenta, donde se incorporó al grupo de mujeres; antes, había sido una de las fundadoras en Bilbao del pionero grupo feminista de mujeres jóvenes Matarraskak. Participó después durante dos décadas en la Asamblea de Mujeres de Bizkaia y también muchos años en el movimiento antiprohibicionista por la despenalización del uso de drogas. Hoy es profesora de Filosofía en el IES de Galdakao Elexalde y forma parte de feministAlde y de Hezkuntza Laikoa, colectivo en favor de la laicidad en educación.
Porque las palabras nunca se las lleva el viento.
TERESA MEANA
Voluble es la lengua de los mortales y de ella salen razones de todas clases; hállanse muchas palabras acá y allá, y cual hablares, tal oirás la respuesta.
HOMERO
Escuchamos las primeras palabras de nuestra vida antes incluso de recibir el primer alimento, pues son tan necesarias para nuestro desarrollo como la leche materna. Por eso sabemos que hay palabras imposibles de tragar, como un jarabe amargo, y palabras que se saborean como un dulce.
JUAN JOSÉ MILLÁS
Las palabras pueden actuar como dosis ínfimas de arsénico: las tragamos sin darnos cuenta, parecen no surtir efecto alguno, y al cabo de un tiempo se produce el efecto tóxico.
VICTOR KEMPLERER
INTRODUCCIÓN
Cuando pensamos que una discusión carece de importancia solemos decir que es una discusión terminológica o que el desacuerdo es una mera cuestión de palabras. La reflexión que tiene lugar en las páginas que siguen parte justamente de la convicción contraria, de que el lenguaje nunca es irrelevante. Las feministas siempre nos hemos sentido concernidas por él. Sabemos que hacer un uso sexista y discriminatorio de la lengua no es algo baladí. Nunca las palabras son solo palabras, ni las discusiones terminológicas una pérdida de tiempo.
Las propuestas para un uso no sexista de la lengua se van conociendo poco a poco en todos los ámbitos (educativo, administrativo, laboral). Cada vez se llevan más a la práctica y por parte de más personas. Sin embargo, nunca han dejado de tener detractores ni ha cesado el debate social sobre el asunto. Hay quien sigue haciendo chistes malos al respecto. Otras veces, se toman en serio y se discuten algunos aspectos de esas propuestas. Se debate, por ejemplo, si lo que hay que cambiar es la realidad social y entonces cambiará el lenguaje que la refleja o si, por el contrario, el hecho de cambiar el lenguaje modifica también la realidad (entre otras cosas porque el lenguaje es parte de la realidad y no su mero reflejo). La ultraderecha sin complejos que ha irrumpido en los últimos tiempos ha hecho de las propuestas para un uso no sexista del lenguaje un objetivo principal de sus ataques. Arremete contra ellas presentándolas como una forma de corrección política impuesta por una presunta «dictadura progre» que les amarga la vida. Aunque al final retomaré un momento este asunto, no es de la crítica feminista al uso sexista del lenguaje ni de las propuestas para evitarlo de lo que quiero hablar aquí. Mi objetivo es hacer una crítica del uso del lenguaje que hacemos las feministas. No solo nosotras, pero también nosotras.
La competencia y el «conocimiento» lingüístico de cualquier hablante adulto es de un calibre inusitado. Pongo comillas porque se trata de un conocimiento un tanto extraño, es un conocimiento no sabido, no consciente. Hablar supone tener un dominio que no sospechamos no ya de gramática, que por descontado. Todo hablante tiene conocimientos, por ejemplo, de lógica, porque la lógica está inserta en la gramática de la lengua que aprendió en la infancia sin notarlo siquiera. La semántica también guarda mucho conocimiento del que disponemos sin darnos cuenta. Sin embargo, salvo si nos dedicamos a disciplinas como la lingüística, la filosofía del lenguaje, la literatura, etc., el lenguaje no es algo de lo que, por lo general, seamos conscientes. Con la reflexión que sigue pretendo poner bajo el foco algunos aspectos de nuestro uso del lenguaje, hacerlos conscientes, para poder decidir si los mantenemos o, como creo que deberíamos hacer, cambiarlos.
Nuestra especie y su historia está vinculada de forma decisiva a los relatos, a las narraciones, como tradiciones orales primero y mediante la escritura después. Las teorías filosóficas y científicas que se han pasado el testigo de la autoexplicación de la humanidad a lo largo de los siglos; los relatos mitológicos y religiosos sobre el origen y el sentido; las ideologías que han ocultado o revelado la realidad; la literatura de todo tipo de todos los rincones de la tierra donde hay seres humanos (más allá y más acá del canon occidental) constituyen lo que somos: somos lenguaje.
Aunque el lenguaje, como tal, no es de nadie ni tiene marcas de ningún tipo, las formas concretas de expresión de cada quién están troqueladas por sus distintas pertenencias grupales. Cuando hablamos o cuando nos expresamos por escrito, el deje, el acento, la caligrafía, el vocabulario o las jergas, es decir, las formas concretas de expresarnos lingüísticamente, revelan información sobre nuestro origen, cultura, clase social, estado mental y anímico, ideología, creencias, valores o prejuicios.
El uso del lenguaje que las feministas estamos haciendo últimamente necesita contemplarse a sí mismo un momento. Eso creo yo, al menos. Tengo la descorazonadora sensación de que ser feminista hoy pasa por usar y hacer ostentación de una jerga críptica, no comprensible para la mayoría, diseñada, parecería, para ser entendida solo por unas pocas iniciadas. Esto incluye hacer un uso desmesurado de perífrasis y circunloquios, de anglicismos y neologismos, y también la repetición desconcertante de frases hechas, estereotipos y clichés lingüísticos. Cada una de estas prácticas, por separado, empobrece nuestro lenguaje y nos aleja de la claridad a la que deberíamos aspirar; juntas, muestran que nos está ocurriendo algo grave y peligroso.
Críptico viene del latín crypticus («subterráneo»), que a su vez proviene del griego antiguo kryptikos, «oculto bajo otra cosa», «engañoso». El feminismo tendría que evitar emplear un lenguaje críptico, porque su objetivo debería ser llegar a todo el mundo, como quiere bell hooks. Hay formas de expresión que tal vez tienen sentido en contextos especializados (sociología, psicología, filosofía, biología, etc.). Fuera de estos, deberían dejar paso a otras formas menos herméticas, menos plagadas de tecnicismos y anglicismos.
La relación entre pensar y hablar es un tópico filosófico con larga historia. ¿Puede darse pensamiento sin lenguaje? ¿Y lenguaje sin pensamiento? ¿Se puede pensar bien si no se habla bien? ¿Determina o condiciona el lenguaje la realidad que percibimos y, en ese caso, cuánto, hasta dónde? ¿Limita el lenguaje qué pensamos o cómo pensamos? La controversia en torno a estas cuestiones es antigua. A las respuestas que han ido dando las distintas escuelas filosóficas y lingüísticas durante siglos se añaden ahora los datos aportados y las perspectivas teóricas abiertas por las neurociencias. En general, se acepta que alguna relación ha de haber entre lenguaje y pensamiento, aunque sigue abierta la controversia respecto a cómo se materializa.
En los años cuarenta del siglo XX George Orwell mostró gran preocupación por el uso del lenguaje en el terreno político. Para él, el lenguaje es tanto causa como efecto del pensamiento. Según explicaba en un texto famoso, la lengua inglesa «se ha vuelto fea e imprecisa porque nuestros pensamientos son necios, pero la dejadez de nuestro lenguaje hace más fácil que pensemos necedades». Añadía después que, si el pensamiento corrompe el lenguaje, también el lenguaje puede corromper el pensamiento.