C. S. Lewis - La abolición del hombre
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La abolición del hombre: resumen, descripción y anotación
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La abolición del hombre — leer online gratis el libro completo
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«El Maestro dijo: “Quien se pone a trabajar
con hilo distinto destruye el tejido entero”».
Confucio, Anales II.16
«Sentenció a muerte a la palabra y
así condenó al niño»
Dudo de que estemos suficientemente atentos a la importancia que tienen los libros de texto de la enseñanza primaria. Ésta es la razón por la que he elegido como punto de partida para estas reflexiones un pequeño libro de Lengua destinado a los «niños y niñas de ciclo escolar básico». No creo que los autores (pues eran dos) de este libro pretendieran hacer daño alguno con él y tengo una deuda con ellos o con su editor, por haberme enviado un ejemplar de regalo. Pero, a la vez, no puedo decir nada bueno de ellos. Por tanto, me encuentro en una situación bastante comprometida. No quiero poner en la picota a dos modestos maestros en activo que han hecho lo mejor que sabían hacer; pero tampoco puedo callar ante lo que considero que es la orientación real de su trabajo. Por tanto, prefiero silenciar sus nombres. Me referiré a estos señores como Gayo y Ticio, y a su libro como El Libro Verde. Pero les prometo que tal libro existe y que lo tengo en mi biblioteca.
En el segundo capítulo de dicho libro, Gayo y Ticio hacen referencia a la conocida historia de Coleridge».
Antes de considerar las cuestiones que se plantean en este párrafo —breve, pero de gran importancia— (y que se dirige, como se recordará, a estudiantes del ciclo escolar básico), debemos eliminar un error evidente en que incurren Gayo y Ticio. Incluso desde su punto de vista —o desde cualquier otro— el hombre que dice «Esto es sublime» no quiere decir «Tengo sentimientos sublimes». Admitiendo que cualidades tales como la sublimidad puedan proyectarse sobre las cosas, lisa y llanamente, a partir de nuestros propios sentimientos, las emociones que provoca dicha proyección son las correlativas y, por consiguiente, casi las opuestas a las cualidades proyectadas. Los sentimientos que llevan a un hombre a calificar de sublime a un objeto no son sentimientos sublimes, sino sentimientos de admiración. Si la exclamación «Esto es sublime» se reduce totalmente al estado de los sentimientos del hombre, la traducción correcta sería «Tengo sentimientos de admiración». Si la postura sostenida por Gayo y Ticio se aplicara de un modo consistente nos llevaría a absurdos evidentes. Les forzaría a mantener que «Tú eres despreciable» significaría «Tengo sentimientos despreciables»; y, así, «Tus sentimientos son despreciables» significaría «Mis sentimientos son despreciables». Pero no nos entretendremos más sobre esta cuestión que constituye el pons asinorum de nuestra reflexión. Seríamos injustos con Gayo y Ticio si enfatizáramos lo que, sin duda alguna, es un simple desliz.
El chaval que leyera este pasaje de El Libro Verde, aceptaría dos proposiciones: en primer lugar, que todas las frases que contuvieran un juicio de valor harían referencia al estado emocional del sujeto que las pronuncia; y, en segundo lugar, que tales afirmaciones carecerían de importancia. Es verdad que ni Gayo ni Ticio han afirmado esto en el capítulo al que nos referimos. Tan sólo han considerado un predicado de valor particular («sublime») como una palabra descriptiva de las emociones del locutor. La tarea de hacer extensiva esta lógica a todos los predicados de valor se deja en manos de los propios alumnos: y no se interpone ningún obstáculo en el camino de tal generalización. Los autores pueden o no desear dicha generalización: quizás no le hayan dedicado en serio a la cuestión ni siquiera cinco minutos de su tiempo. Pero a mí no me interesa su intención sino el efecto que el libro producirá en la mente del alumno. Del mismo modo, ellos no han dicho que los juicios de valor no tengan importancia. Sus palabras son que «creemos estar diciendo algo muy importante» cuando, en realidad, «sólo estamos diciendo algo acerca de nuestros propios sentimientos». Ningún chaval sería capaz de resistir la sugerencia que se le hace mediante la palabra sólo. No quiero decir, por supuesto, que el alumno relacione conscientemente todo lo que lee con una teoría filosófica general en la que todos los valores son subjetivos y triviales. El auténtico poder de Gayo y Ticio reside en el hecho de que se están dirigiendo a niños: niños que creen estar «haciendo» sus «deberes» y que no tienen ni idea de que ética, teología y política están en juego. No es una teoría lo que les están metiendo en la cabeza, sino que les hacen asumir algo que, diez años después, una vez olvidado su origen y siendo inconsciente su presencia, les condicionará a la hora de tomar parte en una controversia que nunca habrán reconocido como tal. Sospecho que los autores mismos apenas se dan cuenta de lo que le están haciendo al chico; y éste, por supuesto, no puede saber lo que se está haciendo con él.
Antes de considerar las credenciales filosóficas de la posición que Gayo y Ticio han tomado respecto del valor de las cosas, me gustaría mostrar los efectos prácticos de tal procedimiento educativo. En el cuarto capítulo del libro, se pone como ejemplo un estúpido anuncio publicitario que invita a un crucero de placer, con el fin de prevenir a los alumnos frente al modo en que está escrito. El anuncio dice que comprando un pasaje para dicho crucero se surcarán los Mares Orientales donde navegó el capitán Drake, «aventurándose en las maravillas de las Indias», y volviendo a casa con un «tesoro» de «horas doradas» y «colores vivos». Por supuesto que es un fragmento mal escrito: venal y sensiblera explotación de los sentimientos de admiración y agrado que los hombres sienten cuando visitan lugares profundamente asociados con la historia o la leyenda. Si Gayo y Ticio se dedicaran a lo suyo y enseñaran a sus lectores (como prometían) el arte de la redacción en inglés, deberían comparar este anuncio con pasajes de grandes escritores en los que las mismas emociones estuvieran correctamente expresadas, para, a continuación, mostrar dónde estriban las diferencias.
Podrían haber usado el famoso párrafo de Samuel Johnson en su libro Islas Orientales, que termina así: «El hombre cuyo patriotismo no se exaltara en la planicie de Maratón o cuya piedad no se confortara entre las ruinas de Jonia, es pequeño para ser envidiado». Una lección que hubiera confrontado tal literatura con el anuncio y hubiera discriminado verdaderamente lo bueno de lo malo, habría sido una lección con valor pedagógico. En ella habría habido algo de sangre y algo de savia: los árboles del conocimiento y de la vida creciendo juntos. Y también habría tenido el mérito de ser una clase de literatura: una materia en la que Gayo y Ticio, a pesar del propósito perseguido, están sumamente «verdes».
Pero se limitan simplemente a reseñar que el lujoso barco realmente no navegará a donde Drake navegó; que los turistas no disfrutarán de ninguna aventura; que los tesoros que traerán a casa serán únicamente de naturaleza metafórica; y que en un simple viaje a Margate. Todo esto es muy cierto: gente con menos talento que Gayo y Ticio hubiera bastado para descubrirlo. De lo que no se han dado cuenta, o de lo que no se han preocupado, es de que se podría dar un tratamiento muy similar a tanta buena literatura que suscita emociones parecidas. Después de todo, ¿qué puede añadir la historia del entonces incipiente cristianismo británico a los motivos de la piedad existente en el siglo XVIII? ¿Por qué la posada del Sr. Wordsworth debería ser más confortable o el aire de Londres más sano por el hecho de que Londres haya existido durante tanto tiempo? Si existe ciertamente algún impedimento que pueda evitar que un crítico desprestigie por las buenas a Johnson o a Wordsworth (o a Charles Lamb, o a Virgilio, o a Sir Thomas Browne o a Mr. W. John de la Mare) con la misma lógica con que
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