C. S. Lewis - Una pena en observación
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Una pena en observación: resumen, descripción y anotación
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Nadie me había dicho nunca que la pena se viviese como miedo. Yo no es que esté asustado, pero la sensación es la misma que cuando lo estoy. El mismo mariposeo en el estómago, la misma inquietud, los bostezos. Aguanto y trago saliva.
Otras veces es como si estuviera medio borracho o conmocionado. Hay una especie de manta invisible entre el mundo y yo. Me cuesta mucho trabajo enterarme de lo que me dicen los demás. Tiene tan poco interés.
Y sin embargo quiero tener gente a mi alrededor. Me espantan los ratos en que la casa se queda vacía. Lo único que querría es que hablaran ellos unos con otros, que no se dirigieran a mí.
Hay momentos en que, de la forma más inesperada, algo en mi interior pugna por convencerme de que no me afecta mucho, de que no es para tanto, al fin y al cabo. El amor no lo es todo en la vida de un hombre. Yo, antes de conocer a H., era feliz. Era muy rico en lo que la gente llama «recursos». A todo el mundo le pasan estas cosas. Vamos, que no lo estoy llevando tan mal. Le avergüenza a uno prestar oídos a esa voz, pero por unos momentos da la impresión de que está abogando por una causa justa. Luego sobreviene una repentina cuchillada de memoria al rojo vivo y todo ese «sentido común» se desvanece como una hormiga en la boca de un horno.
Y de rechazo cae uno en las lágrimas y en el pathos. Lágrimas sensibleras. Casi prefiero los ratos de agonía, que son por lo menos limpios y decentes. Pero el asqueroso, dulzarrón y pringoso placer de ceder a revolcarse en un baño de autocompasión, eso es algo que me nausea. Y, es más, cuando caigo en ello, me doy cuenta de que me lleva a tergiversar la imagen misma de H. En cuanto le doy alas a este humor, al poco rato la mujer de carne y hueso viene sustituida por una simple muñeca sobre la que lloriqueo. Gracias a Dios, el recuerdo de ella es todavía lo suficientemente fuerte (¿lo seguirá siendo siempre tanto?) como para salir adelante.
Porque H. no era así en absoluto. Su pensamiento era ágil, rápido y musculoso, como un leopardo. Ni la pasión ni la ternura ni el dolor eran capaces de hacerle bajar la guardia. Olfateaba la falsedad y la gazmoñería a la primera vaharada, e inmediatamente se abalanzaba sobre ti y te derribaba antes de que hubieras podido darte cuenta de lo que estaba pasando. ¡Cuántos globos me pinchó! Enseguida aprendí a no darle gato por liebre con mis palabras, excepto cuando lo hacía por el simple gusto —y ésta es otra cuchillada al rojo vivo— de exponerme a que se burlara de mí. Nunca he sido menos estúpido que como amante suyo.
Y nadie me habló nunca tampoco de la desidia que inyecta la pena. No siendo en mi trabajo —que ahí la máquina parece correr más aprisa que nunca— aborrezco hacer el menor esfuerzo. No sólo escribir sino incluso leer una carta se me convierte en un exceso. Hasta afeitarme. ¿Qué importa ya que mi mejilla esté áspera o suave? Dicen que un hombre desgraciado necesita distraerse, hacer algo que lo saque de sí mismo. Lo necesitará, en todo caso, como podría echar de menos un hombre aperreadamente cansado una manta más cuando la noche está muy fría; seguro que este hombre preferiría quedarse tumbado dando diente con diente antes que levantarse a buscarla. Es fácil de entender que la gente solitaria se vuelva poco aseada, y acabe siendo sucia y dando asco.
Y, en el entretanto, ¿Dios dónde se ha metido? Éste es uno de los síntomas más inquietantes. Cuando eres feliz, tan feliz que no tienes la sensación de necesitar a Dios para nada, tan feliz que te ves tentado a recibir sus llamadas sobre ti como una interrupción, si acaso recapacitas y te vuelves a Él con gratitud y reconocimiento, entonces te recibirá con los brazos abiertos —o al menos así es como lo vive uno. Pero vete hacia Él cuando tu necesidad es desesperada, cuando cualquier otra ayuda te ha resultado vana, ¿y con qué te encuentras? Con una puerta que te cierran en las narices, con un ruido de cerrojos, un cerrojazo de doble vuelta en el interior. Y después de esto, el silencio. Más vale no insistir, dejarlo. Cuanto más esperes, mayor énfasis adquirirá el silencio. No hay luces en las ventanas. Debe tratarse de una casa vacía. ¿Estuvo habitada alguna vez? Eso parecía en tiempos. Y aquella impresión era tan fuerte como la de ahora. ¿Qué puede significar esto? ¿Por qué es Dios un jefe tan omnipresente en nuestras etapas de prosperidad, y tan ausente como apoyo en las rachas de catástrofe?
He intentado exponerle esta tarde a C. algunas de estas reflexiones. Él me ha recordado que lo mismo, según parece, le ocurrió a Jesucristo. «¿Por qué me has abandonado?». Ya lo sé. ¿Y qué? ¿Se consigue con eso que las cosas se vuelvan más fáciles de entender?
No es que yo corra demasiado peligro de dejar de creer en Dios, o por lo menos no me lo parece. El verdadero peligro está en empezar a pensar tan horriblemente mal de Él. La conclusión a que temo llegar no es la de: «Así que no hay Dios, a fin de cuentas», sino la de: «De manera que así es como era Dios en realidad. No te sigas engañando».
Nuestros mayores se resignaban y decían: «Hágase tu voluntad». ¿Cuántas veces no habrá la gente sofocado por puro terror un amargo resentimiento, y no se habrá sacado de la manga un acto de amor (sí, un acto, en todos los sentidos) para camuflar la operación?
Claro que resulta muy fácil decir que Dios parece estar ausente en nuestras necesidades más graves porque Él es ausencia, no-existencia. Pero entonces, ¿qué pasa?, ¿por qué se nos antoja tan presente cuando, para hablar en plata, no le echamos de menos?
De todas maneras, el matrimonio me ha servido para una cosa. Nunca podré volver a creer que la religión es una manipulación de nuestros inconscientes y hambrientos deseos, mediante la cual se sustituye al sexo. En estos breves años pasados, H. y yo festejábamos el amor; en cualquiera de sus modalidades: la solemne y alegre, la romántica y realista, tan dramática a veces como una tempestad, otras veces tan confortable y carente de énfasis como cuando te pones unas zapatillas cómodas. No había fisura del corazón o del cuerpo que quedara insatisfecha. Si Dios fuera un simple sustituto del amor, habríamos perdido todo interés por Él. ¿A quién le importan los sustitutos cuando tiene en las manos la cosa misma? Pero no es esto todo lo que ocurre. Nosotros dos sabíamos que deseábamos algo que estaba por encima del uno y del otro, algo especial y bien diferente, una clase de deseo bien diferente. Lo contrario sería como decir que cuando los amantes se tienen uno a otro, ya en adelante no van a tener nunca ganas de leer, de comer o de respirar.
Hace años, a raíz de la muerte de un amigo, tuve durante algún tiempo una viva sensación de certeza con respecto a la continuidad de su vida, casi como si se viera realzada. He implorado que se me concediera ahora por lo menos una centésima parte de esa misma certeza en el caso de H. No ha habido respuesta. Solamente el cerrojazo en la puerta, el telón de acero, el vacío, el cero absoluto. «A los que piden, no se les dará». Fui un tonto al pedir nada. Lo que es ahora, incluso aunque me volviera a habitar esa certeza, desconfiaría de ella. Pensaría que era una autosugestión provocada por mi propia plegaria.
En cualquier caso, lo que tengo que hacer es mantener a raya a los espiritualistas. Le prometí a H. que lo haría. Ella sabía mucho de estos cotarros.
Mantener las promesas hechas a un muerto, o a cualquier otra persona, es algo que está muy bien. Pero empiezo a darme cuenta de que «respeto hacia los deseos de un muerto» entraña también una trampa. Ayer me detuve a tiempo antes de decirme, con ocasión de no sé qué bagatela: «Esto a H. no le hubiera gustado».
No conviene, no es bueno para los demás. En breve acabaría echando mano del «lo que le hubiera gustado a H.» como un instrumento de tiranía doméstica. Y además sus presuntas ataduras se irían convirtiendo en un disfraz cada vez más sofocante de mi propio ser.
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