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Lewis - el buscador de dios

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Lewis el buscador de dios
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el buscador de dios: resumen, descripción y anotación

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Sinclair Lewis

El buscador de Dios

Título del original en inglés:

The God-Seeker

Traducción de León Mirlas


Al sacerdote de la indestructible capilla de la calle Hesnu, con la esperanza de que se reponga de su enfermedad, que lo ha confinado en su casa durante tanto tiempo.


NOTA PRELIMINAR

Aunque los Gadd, los Lanark, Rip Tattam y la gente de Bois des Morts y las colinas del Berkshire de esta novela son totalmente ficticios, Charles Finney y la mayoría de los personajes de Minnesota son auténticos. Algunos de ellos, sobre todo los hermanos Pond, Edward Duffield Neill y Joseph Renshaw Brown, fueron hombres de auténtica grandeza a quienes ha olvidado una generación que se divierte traviesamente con las más flamantes importaciones de la culpa marxista y con el sentido del pecado neo-ortodoxo-freudiano-calvinista. Esto habría hecho reír a Joe Brown. Estoy en deuda con las obras de Charles A. Eastman, James W. Lynd, Samuel Pond y otros sobre los indios sioux, y con el personal de la Sociedad de Historia de Minnesota, sobre todo con Richard Sackett, por haberme guiado entre los tesoros de esa institución, dignamente fundada en 1849 para registrar la historia del Estado, mucho antes de que existiera estado alguno o de que hubiese vestigios de historia.

S. L.


Noche en las sombrías colinas de Nueva Inglaterra, noche y la quietud invernal. Llevan al fugitivo al refugio de la pobre granja y a salvo del terror que acorrala.

Tendido debajo del heno, envuelto en un extravagante cobertor, Aaron repetía alegremente trineo de heno, trineo de heno, al ritmo de los cascos caballares sobre la helada carretera, mientras los deslizadores cortaban la delgada capa de nieve y chirriaban sobre la arena. Tenía entonces siete años de edad y era hijo de Uriel Gadd, un hombre austero y frío, granjero y diácono calvinista de las colinas del Berkshire septentrional. Atisbaba con aire respetuoso los rígidos hombros de su padre y la mancha que era la vieja gorra de piel de foca de Uriel, lustrosa a causa del uso.

El trineo se desvió bruscamente de la carretera y se detuvo junto a un solitario granero, sumido en las tinieblas. No se oyó una sola palabra. Un pie pisoteó la nieve junto al granero y una borrosa figura trepó al vehículo y se instaló junto a Aaron. Los caballos dieron un viraje tan rápido que poco faltó para que volcara el trineo, y se lanzaron de nuevo a la carretera, empezando a trotar velozmente bajo el estímulo del látigo.

La figura acurrucada junto a Aaron se arrellanó cómodamente en el heno que olía a tibieza y reinó el silencio. Aaron supuso que el esclavo fugado dormía y se durmió también: habían transcurrido siglos y ya entraban en el patio de la granja. No hubo perros que ladraran. Uriel no quería allí perros, esos grandes animales impíos que se comían la ración de un jornalero. (Y no porque Uriel se entendiera satisfactoriamente con los jornaleros.)

La lámpara a aceite de esperma que estaba en la ventana de la chacra iluminaba un patio bastante limpio, aunque no demasiado, con una angosta carreta de heno espolvoreada de nieve y las pilas de mugre y estiércol de la casa. El edificio era un chalet blanco de piso y medio, y las ventanitas del desván, bajo los mismos aleros, romboidales. Durante todo el invierno permanecían herméticamente cerradas.

La figura anónima que estaba junto a Aaron se incorporó y Uriel, apeándose de un ágil salto, se acercó para tenderle la mano al desconocido y para ayudarle a entrar en la casa, como si el fugitivo fuese rengo o lo hubiese entumecido un largo período que se pasara oculto.

Ya en la tibieza y la seguridad de la casa, y cuando el fugitivo se quitó un chal que le rodeaba la cabeza, resultó ser un negro bajito, canoso, bastante viejo. El huésped contempló absorto la cocina, que servía también de sala y era muy moderna, ya que no sólo tenía un hornillo de hierro en vez de un hogar, sino hasta una bomba interior. El piso de tablones anchos, la mesa y las sillas de pino, todo estaba gastado por un incesante y empeñoso fregar, y la alfombrita de trapo cuadrada era de un gris descolorido. En la pared veíase un espécimen de arte y de lujo: un salero tallado de la Exposición de Bennington.

El negro miró a Uriel y sonrió, como pidiéndole una confirmación de que ahora, en el país de la libertad, se había convertido en un ser humano. Sonrió con aire suplicante, pero el flaco diácono le devolvió la mirada con aire impasible y preguntó, bruscamente:

—¿Ha comido algo?

—No, señor. Hoy, no.

—Siéntese.

Uriel empujó al negro hacia una silla arrimada a la mesa. La madre de Aaron, un ser todo percal, decencia y monotonía y cuya arrugada piel estaba vieja a los treinta y cinco años, una mujer regordeta y suave sin más expresión que la paciencia, salió mecánicamente del cuarto de huéspedes y puso sobre la mesa delante del negro carne envasada fría, habas frías y un vaso de cuajada. Luego, volvió al cuarto de huéspedes.

El recién llegado comió desesperadamente, mientras Aaron y su padre se despojaban bostezando de sus abrigos de piel de perro, de sus gorros de piel y de sus botas. Nadie decía una sola palabra. Cuando el negro hubo concluido, Uriel le señaló impacientemente con el pulgar la puerta que llevaba a la escalera del desván y lo condujo por allí hasta una pequeña cama colocada bajo el alero, junto al cuarto del propio Aaron, que era simplemente un espacio separado del desván por una cortina de percal.

El fugitivo debió dormirse instantáneamente, mientras la única vela ardía aún. Bajo esa luz, Aaron se desnudó hasta quedarse con la ropa interior y las medias: así dormía durante todo el invierno. Al acostarse, se sintió soñoliento cuando iba a decir sus plegarias, pero éstas fueron fervientes: no sólo dijo “Ahora, me acuesto”, sino también el padrenuestro, por ser un devoto concurrente a la escuela religiosa dominical, aunque asimismo era un maestro en el arte de apedrear marmotas.

El sueño lo derribó. El fugitivo roncaba ligeramente, los ratones se paseaban por el piso del desván con un andar de infinita levedad y delicadeza, y sobre el tejado las ramas de los olmos se frotaban entre sí, como las cuerdas de un violín invernal. Para el niño blanco, había un paraíso de ensueño de vidrios multicolores, y para el esclavo una soñadora esperanza de que por primera vez podría vivir de veras.

Esto sucedía a mediados de noviembre, en 1830, en el norte de Massachusetts.

Aunque el itinerario de evasión no se conocía aún con el nombre de Ferrocarril Clandestino, un incesante reguero de esclavos fugitivos goteaba desde el Sur hasta el Canadá, y después de un banquero y de un venerable herrero retirado, Uriel Gadd era el agente de más confianza para la santa traición en todo el distrito de Massachusetts.

Y Aaron Gadd era el hijo de Uriel.

Aaron estaba adormilado y dolorido cuando lo llamaron a desayunarse a la mañana siguiente, a las seis en punto, como de costumbre. Su padre había concluido ya su parte de las tareas domésticas y estaba sentado ante la mesa con la enorme Biblia abierta ante sí, esperando severamente a que la familia se acomodara en sus asientos con la rigidez adecuada. Entonces, les leyó pasajes del Segundo Libro de Samuel, como si él fuese el Sumo Sheriff que increpara a unos hediondos rebeldes:

“Tú sabes que tu padre y los suyos son hombres valientes y que están con amargura de ánimo, como la osa del campo a la cual han arrebatado sus cachorros. Además, tu padre es un soldado y no se aposentará con el pueblo.”

Uriel hizo chasquear los labios. Aaron meditó que la voz de su padre parecía realmente la de un soldado, la de una osa de los campos, cuando oraba:

“Señor de las Multitudes, dale rectitud a esta casa y dales a estos hijos míos obediencia a tu voluntad y a mis órdenes, para que en Tu ira no los fulmines por sus pecados y su obstinación. Dale poder a tu siervo, oh Padre celestial, para que ponga orden en su casa para siempre. Amén.”

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