Bruce Rosenblum - El enigma cuántico
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- Libro:El enigma cuántico
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2006
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El enigma cuántico: resumen, descripción y anotación
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El teorema de Bell
… no puedes zarandear una flor Sin perturbar una estrella
Francis Thompson
L a mayoría de físicos prestaron poca atención tanto al argumento EPR como a la respuesta de Bohr. El que la mecánica cuántica fuera o no completa no importaba. El caso es que funcionaba. Nunca hacía predicciones equivocadas, y las aplicaciones prácticas proliferaban. ¿A quién le importaba que los átomos carecieran de «realidad física» antes de ser observados? Los físicos de a pie no tenían tiempo para entretenerse en cuestiones «meramente filosóficas».
Poco después estalló la segunda guerra mundial, y los físicos dedicaron su atención a desarrollar artefactos como el radar, la espoleta de proximidad o la bomba atómica. Luego vinieron los política y socialmente conservadores años cincuenta. En los departamentos de física, una mentalidad cada vez más conformista significaba que un profesor no numerario podía poner en peligro su carrera si cuestionaba la interpretación ortodoxa de la mecánica cuántica. Aún hoy, es mejor dedicarse a explorar el significado de la mecánica cuántica solo en los ratos libres. Desde el teorema de Bell, sin embargo, los físicos, sobre todo los más jóvenes, muestran un interés creciente por lo que la mecánica cuántica quiere decirnos.
Del teorema de Bell se ha dicho que es «el descubrimiento científico más profundo de la segunda mitad del siglo XX». Fue como si restregara en la cara de los físicos toda la extrañeza de la mecánica cuántica. Como resultado del teorema de Bell y de los experimentos que inspiró, una cuestión puramente filosófica de entrada se ha resuelto en el laboratorio: existe una conectividad universal. Las «acciones fantasmales» de Einstein sí existen. Cualesquiera objetos que hayan interaccionado alguna vez continúan influyéndose mutuamente de manera instantánea. Lo que ocurre en los confines de la galaxia influye en lo que pasa en nuestro jardín. Aunque estas influencias son indetectables en cualquier situación compleja normal, ahora están mereciendo la atención de los laboratorios industriales porque también podrían hacer posible la creación de ordenadores fantásticamente poderosos.
John Stewart Bell.
John Bell nació en Belfast en 1928. Aunque nadie en su familia había completado siquiera la educación secundaria, su madre promovía el aprendizaje como vía hacia la buena vida, en la que uno «podía vestir de domingo toda la semana». Su hijo se convirtió en un estudiante entusiasta y, según su propia evaluación, «no necesariamente el más inteligente, pero sí entre los tres o cuatro primeros». Ávido de conocimiento, Bell pasaba las horas en la biblioteca en vez de salir con otros jóvenes de su edad, lo que le habría hecho, decía él, «más gregario, más aceptable socialmente».
Pronto se sintió atraído por la filosofía. Pero, al ver que cada filósofo era contestado por otro, se pasó a la física, donde «uno podía llegar a conclusiones de manera razonable». Bell estudió física en el Queen’s, la universidad local. Lo que más le interesaba de la mecánica cuántica eran los aspectos filosóficos. Le parecía que los cursos se concentraban demasiado en los aspectos prácticos de la teoría.
Aun así, acabó desempeñando funciones casi ingenieriles en el diseño de aceleradores de partículas, con su último destino en el CERN (Centre Européen pour la Recherche Nucléaire) de Ginebra. Pero también se hizo famoso por su importante obra teórica. Se casó con una colega, Mary Roos. Aunque siempre trabajaron cada uno por su lado, Bell escribió que, al repasar sus obras completas, «la veo por todas partes».
En el CERN, Bell se concentró en la física convencional, por la que se suponía que le pagaban, y que sus colegas aprobaban. Durante años aparcó su interés en la extrañeza de la mecánica cuántica, pero cuando tuvo la oportunidad de tomarse un año sabático en 1964, lo dedicó a explorar el tema. «Estar apartado de la gente que me conocía me dio más libertad, así que dediqué más tiempo a estas cuestiones cuánticas», rememoraba. Su gran resultado fue lo que hoy llamamos «teorema de Bell», el cual ha permitido la demostración de aspectos de nuestro mundo que antes se consideraban cuestiones filosóficas más allá de la comprobación experimental.
Yo (Bruce) tuve ocasión de compartir un taxi y conversar con John Bell en 1989, de camino a un pequeño congreso en Erice, Sicilia, centrado en su obra. En el congreso, con ingenio, y con su acento irlandés, insistió con firmeza en la profundidad del aún no resuelto enigma cuántico. En la pizarra escribió con letras mayúsculas su famoso ATEP (acrónimo de «a todos los efectos prácticos») y nos advirtió de no caer en la TRAMPATEP (la trampa de aceptar una solución suficiente «a todos los efectos prácticos»). En mi calidad de jefe de departamento, invité a Bell a pasar una temporada en nuestro departamento de física de la Universidad de California en Santa Cruz, y él aceptó de entrada. Pero al año siguiente John Bell falleció repentinamente.
La motivación de Bell.
Recordemos que el argumento EPR, aunque no negaba la corrección de las predicciones de la teoría cuántica, sostenía que la idea de la realidad creada por la observación emanaba de su omisión de ciertos «elementos de realidad», propiedades físicamente reales de los objetos que la teoría cuántica no consideraba, y que se dieron en llamar «variables ocultas». El argumento EPR partía de la premisa de que el comportamiento de los objetos solo podía verse afectado por fuerzas físicas y que, por lo demás, cualquier objeto podía considerarse separado del resto del mundo. En particular, dos objetos podían estar separados de manera que el comportamiento de uno no pudiera afectar al del otro en un tiempo inferior al que tardaría la luz en ir de uno a otro. Así pues, el argumento EPR daba por sentada la separabilidad.
Por otra parte, en su refutación del argumento EPR, Bohr negaba la separabilidad. Sostenía que lo que le ocurría a un objeto sí podía influir en el comportamiento de otro instantáneamente, aunque ninguna fuerza física los conectara. Como ya sabemos, Einstein ridiculizó las «influencias» de Bohr presentándolas como «acciones fantasmales» (spukhafte Fernwirkung, en su alemán original).
Durante treinta años ningún resultado experimental pudo decidir entre las variables ocultas de Einstein y las influencias misteriosas de Bohr. Además, los físicos aceptaban tácitamente un teorema matemático que pretendidamente demostraba la imposibilidad de que una teoría que incluyera variables ocultas reprodujera las predicciones de la teoría cuántica. Era un teorema que cortaba de raíz la posibilidad de variables ocultas.
Mientras John Bell disfrutaba de su libertad sabática para entregarse a la exploración de estas cuestiones, se vio sorprendido por el hallazgo de un contraejemplo del teorema de inexistencia de variables ocultas. Descubrió que, doce años antes, David Bohm había concebido una teoría que incluía variables ocultas y reproducía las predicciones de la mecánica cuántica. «Vi lo imposible conseguido», contó Bell.
Tras detectar el error en el teorema de imposibilidad de variables ocultas, y puesto que ahora las variables ocultas podían existir, Bell se preguntó si de hecho existían. ¿En qué podía diferir un mundo donde existen propiedades reales independientes del observador del extraño mundo descrito por la teoría cuántica?
Figura 13.1. John Bell. © Renate Bertlmann. Cortesía de Springer Verlag.
Bell quería entender el significado auténtico de los cálculos cuánticos que hacen los físicos: «Uno puede montar en bicicleta sin saber cómo funciona… Nosotros hacemos física teórica [habitualmente] de la misma manera. Quiero encontrar el conjunto de instrucciones para decir lo que estamos haciendo en realidad».
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