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Richard Sennett - La cultura del nuevo capitalismo

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Richard Sennett La cultura del nuevo capitalismo
  • Libro:
    La cultura del nuevo capitalismo
  • Autor:
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    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2006
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La cultura del nuevo capitalismo: resumen, descripción y anotación

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1. BUROCRACIA

LA PÁGINA NUEVA DEL PRESENTE

La mejor manera de comenzar es dar algún contenido al contraste entre lo nuevo y lo viejo, y en el primer momento nos descubrimos escasos de elementos para ello. «Todo lo sólido se desvanece en el aire»: así dice la famosa expresión de Karl Marx acerca del capitalismo, escrita hace ya ciento sesenta años. Su versión de la «modernidad líquida» provenía de un pasado idealizado. En parte reflejaba la nostalgia del antiguo ritmo rural, que Marx nunca conoció de primera mano. Análogamente, lamentaba la desaparición de los gremios premodernos de artesanos y la vida estable de los burgueses en las ciudades, aunque tanto aquellos como esta habrían significado la muerte de su proyecto revolucionario.

Desde los días de Marx, tal vez el único aspecto constante del capitalismo sea la inestabilidad. Las conmociones de los mercados, el baile desenfrenado de los inversores, el repentino auge, derrumbe y movimiento de fábricas, la migración en masa de trabajadores en busca de mejores puestos de trabajo o de un empleo cualquiera, son todas ellas imágenes de la energía del capitalismo que impregnó el siglo XIX y que fue invocada a principios del XX en otra famosa frase, esta vez del sociólogo Joseph Schumpeter: «destrucción creadora». En la actualidad, la economía moderna parece llena de esta energía inestable, debida a la expansión mundial de la producción, los mercados y las finanzas y al auge de las nuevas tecnologías. Sin embargo, quienes están implicados en la producción de cambios sostienen que no estamos inmersos en más torbellinos, sino que nos hallamos más bien ante una nueva página de la historia.

Siempre son sospechosos los contrastes demasiado pronunciados, sobre todo cuando sugieren progreso. Veamos el problema de la desigualdad. En Gran Bretaña, por ejemplo, inmediatamente antes de la crisis agrícola de la década de 1880, cuatro mil familias poseían el 43 por ciento de la riqueza nacional. En las dos últimas décadas del siglo XX, la desigualdad era distinta en su contexto, pero igualmente pronunciada. En estas décadas, tanto en Gran Bretaña como en Estados Unidos, la quinta parte de las familias más ricas aumentó su riqueza, la décima parte la aumentó mucho más y el uno por ciento lo hizo de manera exponencial. Aunque los inmigrantes de la base de la pirámide también aumentaron sus ingresos, la renta de las tres quintas partes intermedias de la población norteamericana quedó estancada. Un estudio reciente de la Organización Internacional del Trabajo afina este cuadro de la desigualdad: mientras que en los años noventa del siglo XX la desigualdad de ingresos creció, la pérdida de participación en la riqueza fue particularmente notable entre los trabajadores a tiempo parcial y los subempleados. El incremento de la desigualdad también afecta a la población de mayor edad del espectro británico-norteamericano.

Otro rasgo engañoso de este contraste sin matices es dar por supuesto que las sociedades estables están económicamente estancadas. No fue este el caso de la Alemania anterior a la Primera Guerra Mundial ni el de Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial, y no es hoy en día el caso de economías de menor tamaño, como las de Noruega y Suecia. A pesar de la tendencia nórdica a la introspección sombría, el borde septentrional de Europa consiguió combinar la estabilidad relativa con el crecimiento y ha preservado una distribución más equitativa de la riqueza y un nivel de calidad de vida en general superior al de Estados Unidos y Gran Bretaña.

Tal vez el elemento «nuevo» más controvertible sea la globalización o mundialización. El sociólogo Leslie Sklair ha sostenido, con gran abundancia de detalles económicos, que este proceso no ha hecho más que expandir la empresa multinacional de mediados del siglo XX. A su juicio, tal vez los chinos terminen por asumir el papel que las multinacionales norteamericanas desempeñaron en su momento, pero el juego sigue siendo el mismo. Contra esta posición, sus críticos partidarios de la novedad enuncian otra multitud de indudables hechos materiales: el auge de inmensas ciudades ligadas por naturaleza a la economía mundial y las innovaciones en la tecnología de las comunicaciones y del trasporte, todo lo cual tiene muy poco parecido con los lugares donde la gente acostumbraba vivir, la manera en que se ponían en contacto entre sí y el modo en que se trasportaban los bienes de un lugar a otro.

Este debate gira en torno a algo más que circunstancias económicas. La corporación multinacional solía estar entretejida con la política del Estado-nación. Hoy, los proponentes de las tesis de última generación sostienen que la empresa global tiene inversores y accionistas en todo el mundo y una estructura de propiedad demasiado complicada como para servir a los meros intereses nacionales: por ejemplo, Shell, el gigante del petróleo, se ha liberado tanto de las restricciones políticas holandesas como de las británicas. El argumento más radical a favor de la originalidad de nuestra época sería el de que las naciones están perdiendo su valor económico.

Me gustaría centrarme en un problema tal vez menos familiar: la comparación entre el pasado y el presente. Se trata de una discusión sobre las instituciones.

La propuesta de la página nueva de la historia da por supuesto que Marx concibió erróneamente la historia del capitalismo. (El propio término capitalismo fue una construcción posterior debida al sociólogo Werner Sombart). Marx se equivocó precisamente por creer en la naturaleza constante de la destrucción creadora. A juicio de sus críticos, el sistema capitalista quedó pronto fosilizado en una cáscara rígida; al comienzo, las rutinas de la fábrica se combinaron con la anarquía de los mercados de valores, pero a finales del siglo XIX la anarquía había menguado y, en las empresas, la cáscara endurecida de la burocracia se había hecho más gruesa aún. Y esa cáscara solo se ha roto en el presente. En esta visión del pasado hay una buena dosis de verdad fáctica, pero en absoluto en los términos en los que la han expuesto los entusiastas de la página nueva del presente.

No hay duda de que las fábricas de comienzos del siglo XIX combinaban la rutina que adormecía la mente y el empleo inestable; no solo los trabajadores carecían de toda influencia protectora, sino que las propias empresas solían estar débilmente estructuradas y, por tanto, sometidas al peligro de hundimiento repentino. En Londres, según una estimación, en 1850 el 40 por ciento de los trabajadores físicamente aptos estaban desocupados, mientras que la tasa de fracasos de nuevas empresas llegaba al 70 por ciento. La mayor parte de las empresas de la década de 1850 no daba a conocer datos relativos a sus operaciones, en el caso de que dispusieran de ellos, y los procedimientos de contabilidad tendían a ser simples declaraciones de beneficios y de pérdidas. El funcionamiento del ciclo de negocios no se concibió de modo estadístico hasta el final del siglo XIX. Estos eran los datos que Marx tenía en mente cuando describía la inestabilidad material y mental del orden industrial.

Pero este capitalismo «primitivo» era en realidad demasiado primitivo como para sobrevivir social y políticamente; el capitalismo primitivo era una incitación a la revolución. En el lapso de cien años, de la década de 1860 a la de 1970, las empresas aprendieron el arte de la estabilidad, que asegurara la longevidad de las compañías e incrementara la cantidad de empleos. No fue el mercado libre lo que hizo efectivo este cambio a favor de la estabilización; más importante fue el papel que en ello desempeñó el modo en que las empresas se organizaron desde el punto de vista interno. Se salvaron de la revolución gracias a que aplicaron al capitalismo modelos militares de organización.

A Max Weber debemos el análisis de la militarización de la sociedad civil a finales del siglo XIX, cuando las grandes corporaciones operaron cada vez más como ejércitos en los que cada uno tenía un lugar y cada lugar una función definida.

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