Tim Flannery - La amenaza del cambio climático
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- Libro:La amenaza del cambio climático
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- Editor:ePubLibre
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- Año:2005
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La amenaza del cambio climático: resumen, descripción y anotación
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Título original: The Weather Makers. The History and Future Impact of Climate Change
Tim Flannery, 2005
Traducción: Damián Alou
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
A David y Emma, Tim y Nick, Noriko y Naomi, Puffin y Galen, Will, Alice, Julia y Anna, y naturalmente a Kris, con amor y esperanza; y a toda su generación, que tendrá que vivir con las consecuencias de nuestras decisiones.
D urante los últimos cuatro años he tenido el placer de trabajar con Tim Flannery en el Grupo Wentworth de Científicos Concienciados. Esta reunión de científicos eminentes se fundó para ofrecer soluciones factibles a problemas medioambientales claves, como la gestión del agua y la tierra en Australia. Convirtió esos temas en prioridades nacionales y ayudó a alcanzar resultados medioambientales sin precedentes. Pero todo nuestro trabajo y el de los conservacionistas de todo el mundo podría quedar en nada como resultado del impacto del cambio climático.
Ahora nos hallamos en una encrucijada y nos enfrentamos a dos futuros alternativos: uno demasiado horroroso para considerarlo, y otro en el que podemos seguir creciendo y prosperando, pero dentro de los límites ecológicos del mundo natural que habitamos. Este libro deja claro que tenemos tiempo para elegir cuál de los dos futuros queremos.
Este libro también deja patente que las consecuencias del cambio climático son tan profundas y de tan largo alcance que afectarán a todos los aspectos de nuestras vidas, nuestra economía y nuestra sociedad. En pocas palabras, el cambio climático es una amenaza a la civilización tal como la conocemos. Es un tema crucial para todo el mundo, no simplemente para una pandilla de ecologistas ni para una élite de políticos internacionales: los gobiernos y las industrias en particular tendrán que adoptar un liderazgo decisivo y valiente. Las soluciones, no obstante, no pertenecen tan sólo al ámbito técnico o de la política. Para ganar la batalla del cambio climático todos debemos participar en la lucha. La amenaza del cambio climático le incitará a pensar en los cambios que puede llevar a cabo en su propia vida. No creo que haya nadie capaz de leer este libro y quedarse de brazos cruzados. Todavía tenemos tiempo de evitar el desastre, pero tampoco hay un momento que perder.
Robert Purves
Presidente de WWF, Australia
Julio de 2005
E n 1981, cuando yo era un veinteañero, escalé el monte Albert Edward, uno de los picos más altos de la verde isla de Nueva Guinea. Aunque sólo se halla a 120 kilómetros de la capital de Papúa Nueva Guinea, Port Moresby, la región que rodea el monte Albert Edward es tan accidentada que el último trabajo biológico importante que se llevó a cabo allí fue una expedición del Museo de Historia Natural de Estados Unidos a principio de la década de 1930.
Los broncíneos juncos de cabeza espinosa formaban un agudo contraste con la verde selva que nos rodeaba, y entre los juncos crecían bosquecillos de helechos arborescentes, cuyas frondas de encaje se entretejían sobre mi cabeza. De la linde del bosque surgían huellas de ualabíes que llegaban hasta los campos de hierba que florecían en húmedas hondonadas; también se veían pisadas y madrigueras de ratones de un metro de largo, y los rastros dejados por los equidnas en su búsqueda de gusanos. Posteriormente descubriría que algunas de esas criaturas sólo vivían en esas regiones alpinas.
Pendiente abajo, los juncos acababan repentinamente en un bosque de árboles musgosos y raquíticos. No había más que dar un paso para pasar de la luz del sol a una fría y húmeda penumbra, donde los arbolillos delgados como lápices del borde estaban tan decorados de musgo, líquenes y finísimos helechos que se hinchaban hasta adquirir el diámetro de mi muñeca. En la acumulación de hojas que había en el suelo del bosque me sorprendió encontrar troncos de helechos arborescentes muertos. Éstos crecen sólo en los pastizales, lo que era una clara prueba de que el bosque estaba colonizando la ladera desde abajo. A juzgar por la distribución de los troncos de helechos arborescentes, habían engullido al menos treinta metros de pastizal en menos tiempo del que tarda un helecho arborescente en pudrirse en el suelo húmedo de un bosque: una década o dos como mucho.
¿Por qué se expandía el bosque? Mientras cavilaba acerca de los troncos enmohecidos, recordé haber leído que los glaciares de Nueva Guinea se estaban derritiendo. ¿Acaso la temperatura del monte Albert Edward se había calentado lo bastante como para permitir que crecieran árboles donde antes sólo podían arraigar hierbas? Y si era así, ¿se trataba de una prueba del cambio climático? Mis estudios de doctorado habían sido sobre paleontología, de modo que sabía lo importantes que han sido los cambios en el clima para determinar el destino de las especies. Pero ésa era la primera prueba que veía de que aquello podía afectar a la Tierra durante mis años de vida. La experiencia me impactó; sabía que algo no iba bien, aunque no sabía exactamente el qué.
A pesar de que me encontraba en una posición estupenda para comprender la importancia de esas observaciones, pronto me olvidé de ellas. Ello se debió, en parte, a que, como estudiaba los variados y antiguos ecosistemas que nuestra generación había heredado, parecía haber asuntos más importantes y más urgentes que reclamaban mi atención. Y algunas de las crisis parecían graves: las pluvisilvas que estudiaba estaban siendo taladas para obtener madera y para convertirlas en tierra agrícola, y a las especies más grandes que vivían allí se las cazaba hasta extinguirlas. En los campos de mi propia Australia, la creciente salinización amenazaba con destruir las tierras más fértiles, mientras que el exceso de pastoreo, la degradación de las vías fluviales y la conversión en madera de los bosques amenazaban valiosísimos ecosistemas y su biodiversidad. Para mí, ésos eran los temas realmente acuciantes.
Sea responsabilidad nuestra, o estemos tan sólo pagando las consecuencias, se trata de un asunto crucial y en rápida transformación que reclama nuestra atención. Pero cuestiones aparentemente importantes a veces resultan secundarias. La obsesión por el virus Y2K (el efecto del año 2000) es uno de estos ejemplos. En todo el mundo, muchos gobiernos y empresas gastaron miles de millones para prepararse contra la amenaza, mientras que otros no gastaron nada; y sin embargo 1999 dio paso al 2000 con apenas algún contratiempo, y sin ningún apocalipsis. Una mirada escéptica es nuestro mejor activo para enfrentarnos a este tipo de «problema». En la ciencia, ser profundamente escéptico resulta fundamental, pues una teoría sólo es válida en la medida en que no es refutada. Los científicos son, de hecho, profesionales del escepticismo, y el hecho de cuestionarse permanentemente el propio trabajo y el de los demás quizá dé la impresión de que siempre puede aparecer un experto que defienda cualquier opinión imaginable.
Mientras que dicho escepticismo es la savia vital de la ciencia, puede tener sus desventajas cuando se llama a la sociedad a combatir peligros auténticos. Durante décadas, las industrias tabaqueras y del amianto encontraron científicos dispuestos a poner en duda públicamente los descubrimientos que vinculaban sus productos con el cáncer. Alguien que no sea un especialista no puede saber si la opinión que se presenta es la dominante o meramente marginal, de manera que hemos acabado creyendo que existe una división en la comunidad científica con relación a estas cuestiones. En el caso del amianto y el tabaco, la situación empeoró porque los cánceres a menudo no aparecen hasta que los enfermos no llevan años expuestos a los productos carcinógenos, y nadie puede saber con certeza quiénes, de entre los que se han visto expuestos, sucumbirán. Al crear dudas sobre la vinculación entre esos productos y el cáncer, las empresas tabaqueras y del amianto disfrutaron de décadas de enormes beneficios, mientras que millones de personas sufrieron una muerte terrible.
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