DESMOND JOHN MORRIS. Nació el 24 de enero de 1928 en Purton, Wiltshire. Zoólogo y etólogo inglés, con 14 años perdió a su padre. Está casado con la historiadora Ramona Baulch, coautora de varios de sus libros y madre de su hijo. Sus estudios se centran en la conducta animal, y por ende, en la conducta humana, explicados desde un punto de vista estrictamente zoológico (lo que quiere decir que no incluye explicaciones sociológicas, psicológicas y arqueológicas para sus argumentos). Ha escrito varios libros y producido numerosos programas de televisión. Su aproximación a los seres humanos desde un punto de vista plenamente zoológico ha creado controversia desde sus primeras publicaciones.
Su libro más conocido, El mono desnudo, publicado en 1967, es una realista y objetiva mirada a la especie humana. El contrato animal (1991) es un valiente alegato ecológico que exige a la especie humana respetar su compromiso con la naturaleza. El zoo humano, continuación de El mono desnudo, examina el comportamiento humano en las ciudades, también desde un punto de vista etológico. En 1951, después de haber obtenido el grado de honor en zoología en la Universidad de Birmingham, comenzó a investigar para su doctorado en comportamiento animal en Oxford. En 1954 obtuvo el grado de doctor en la Universidad de Oxford.
Título original: Dogwatching
Desmond Morris, 1986
Traducción: Lorenzo Cortina Toral
Retoque portada: GusiX
Editor original: GusiX (v1.0)
Corrección de erratas: GusiX
ePub base v2.0
En el conjunto de la historia humana sólo dos animales han tenido libertad para en nuestros hogares: el perro y el gato, se les ha permitido errar de habitación en habitación e ir y venir a su propio antojo.
En Occidente la vida de los perros ha tenido un desarrollo más bien feliz, las primeras tereas encomendadas han ido perdiendo importancia y viene realizando un nuevo papel. El perro con tareas de labor ha sido mayormente reemplazado por el perro doméstico.
No se trata de ninguna fantasía para alentar una campaña a favor de los canes, sino de un simple hecho médico: la influencia tranquilizadora de la compañía de un amistoso animal doméstico reduce la presión sanguínea y, por ende, los riesgos de un ataque cardíaco.
Dar palmaditas a un perro, acariciar a un gato o acunar a cualquier clase de peludo animal doméstico tiene un poder antiestrés, actúa directamente en las raíces de muchas de las dolencias culturales de hoy. Sufrimos de una tensión excesiva y padecemos el estrés causado el ajetreo de la moderna vida urbana, en la que hay que tomar decisiones cada minuto, con frecuencia complejas y que exigen coordinar conflictos constantes. En contraste, el amistoso contacto de un perro casero sirve para recordarnos la inocencia sencilla y directa, incluso en la alocada vorágine de lo que consideramos civilización avanzada.
El libro consiste en comprender mejor al perro intentando responder a una serie de cuestiones de manera breves y simples:
¿Por qué un perro menea la cola?
¿Por qué levantan la pata los perros?
¿Por qué un perro asustado mete la cola entre las patas?
¿Por qué los perros pastores son tan buenos cuidando el ganado?
¿Por qué los perros comen hierva?
¿Por qué los perros arrastran algunas veces el trasero por el suelo?
¿Por qué algunos perros tratan de copular con la pierna de su amo?
¿Por que los perros quieren dormir en la cama de sus amos?
¿Por qué algunos perros se persiguen la cola?
¿Por qué los perros de algunas razas son tan pequeños?
¿Por qué a los perros les desagradan algunos desconocidos más que otros?
¿Tienen los perros un sexto sentido?
¿Por qué empleamos la frase «época de canícula»?
Etc., etc.
Desmond Morris
Observe a su perro
ePUB v1.0
GusiX11.09.12
INTRODUCCIÓN
En el conjunto de la historia humana sólo dos clases de animales han tenido libertad para entrar en nuestros hogares: el gato y el perro. Es verdad que en los primeros tiempos se permitía que los animales de granja penetrasen en la casa por la noche, como medida de seguridad; pero siempre estaban atados o encerrados. También es cierto que, en épocas más recientes, una gran variedad de especies domésticas se han alojado en nuestras viviendas: peces en sus peceras, aves en jaulas, reptiles en terrarios… Pero todos ellos se encontraban en cautividad, separados de nosotros por cristal, alambre o barrotes. Sólo a gatos y perros se les ha permitido errar de habitación en habitación e ir y venir a su propio antojo. Tenemos con ellos una relación especial, un antiguo contrato con unas cláusulas acordadas y muy bien especificadas.
Por desgracia, esas cláusulas han sido a menudo rotas, y casi siempre por nosotros. Resulta saludable pensar que gatos y perros son más leales, fiables y dignos de confianza que los seres humanos. En raras ocasiones se vuelven contra nosotros, nos arañan o nos muerden; casi nunca se escapan y nos abandonan; pero, cuando eso sucede, existe por lo general un antecedente, e incluso una causa, que se basa en un paradigma de estupidez o crueldad humana. La mayoría de las veces, cumplen de manera inquebrantable su parte en el acuerdo que establecimos con ellos en los viejos tiempos, y, con frecuencia, nos avergüenzan con su conducta.
El contrato suscrito entre el hombre y el perro tiene una antigüedad de más de diez mil años. Se ha escrito al respecto que, si bien el perro realiza ciertos trabajos, los hombres, nosotros, le hemos proporcionado a cambio alimentos y agua, además de abrigo, compañía y cuidados. Las tareas que se le han exigido han sido numerosas y variadas. Se ha requerido a los canes para guardar nuestros hogares, proteger nuestras personas, ayudarnos en la caza, acabar con los bichos que nos molestan y tirar de trineos. Incluso se les ha entrenado para funciones especiales: recoger huevos de ave con la boca sin romper el cascarón, localizar trufas, detectar drogas en los aeropuertos, ser lazarillos de ciegos, rescatar a las víctimas de aludes, rastrear las huellas de los criminales fugados, competir en carreras, viajar por el espacio, actuar en películas y participar en concursos.
En ocasiones, el fiel chucho ha sido puesto, contra su voluntad, al servicio de la bárbara conducta de algunos humanos. Hoy llamamos los «perros de la guerra» a los mercenarios, a hombres que utilizan su superioridad humana para la escalofriante función de mutilar y matar con armas especiales. Pero, originariamente, fueron perros auténticos, adiestrados para atacar la vanguardia de un ejército enemigo. Shakespeare se refiere a esto cuando hace exclamar a Marco Antonio: «Grita "Destrucción" y suelta los perros de la guerra». Los antiguos galos soltaban perros provistos de armadura, equipados con pesados collares, erizados de aguzados cuchillos afilados como navajas de afeitar. Estos aterradores animales se precipitaban contra la caballería romana, y cortaban las patas de los caballos hasta destrozarlos.
Por desgracia, los perros combatientes se encuentran todavía entre nosotros. Aunque oficialmente prohibidas, las luchas entre animales entrenados para ello siguen constituyendo una excusa para las apuestas, que sirve, además, de salvaje entretenimiento a los elementos más sanguinarios de la sociedad. Esos concursos han debido pasar a la clandestinidad, pero ello no quiere decir en modo alguno que hayan desaparecido.