Prólogo
Konrad Lorenz, investigador y profeta.— La personalidad de Konrad Lorenz es sobradamente conocida para intentar ahora presentársela al lector de lengua castellana. No obstante, hemos considerado oportuno hacer un resumen sucinto de su vida y su obra a fin de definir su trayectoria como investigador y pensador, fijar su posición actual y, en última instancia, situar su libro Cuando el hombre encontró al perro en el largo y amplio contexto general de su plural e intensa actividad.
El hombre y su obra.— Konrad Lorenz nació en el año 1903 en Viena, donde, respondiendo a los deseos de su padre, cursó estudios de Medicina y, posteriormente, de Filosofía; en 1937 es nombrado catedrático de Anatomía comparada y Psicología animal por la universidad de su ciudad natal; ya iniciada la Segunda Guerra Mundial pasa a la universidad de Königsberg, Prusia Oriental, como ordinario de Psicología general, según parece, gracias a los buenos oficios de Eric von Holst, amigo suyo. Al producirse el hundimiento del III Reich, Lorenz es hecho prisionero por los rusos y permanece en un campo de concentración hasta 1948, año en que es liberado. Tenía entonces 45 años, y cuentan que se presentó en su antigua patria con un estornino en una jaula que él mismo había construido con varas de mimbre.
Tras desempeñar diversos cargos docentes, en 1956 es nombrado director jefe del Instituto «Max Planck», situado en un paraje idílico conocido con el nombre de Seewiesen, en la Alta Baviera. Allí Lorenz lleva a cabo sus estudios en torno a la Psicología del comportamiento. En 1973 le es concedido el Premio Nobel por su labor como investigador, pese a las presiones hostiles de ciertos grupos, especialmente americanos, de inspiración sionista que no están conformes con algunos escritos y, sobre todo, con la actitud adoptada por Lorenz bajo el nacionalsocialismo hitleriano (actitud que el propio Lorenz lamentará, después, profundamente). Este mismo año tiene que abandonar la dirección del Instituto «Max Planck», en Seewiesen, al parecer un tanto contra su voluntad.
Desde entonces, Konrad Lorenz vive con su familia en una espaciosa casa de Altenberg, pequeña aldea situada a orillas del Danubio, no lejos de Viena, donde continúa sus trabajos de investigación.
Lorenz es autor de una copiosa bibliografía acerca del comportamiento animal y cuestiones filosóficas en general, integrada por media docena de obras de denso contenido y un sinfín de disertaciones, conferencias y trabajos en formato menor sobre problemas concretos del conocimiento, el aprendizaje y la agresión, en los que recoge el fruto de su constante e infatigable actividad como investigador y pensador.
En sus escritos, lo mismo que en sus declaraciones verbales, Konrad Lorenz se confiesa darwinista convencido —socialdarwinista, si se prefiere—, evolucionista serio y honesto. A nuestro entender, es esta premisa, hija de una actitud que Lorenz adopta cuando todavía es un joven estudiante, la que, después, determinará su postura general ante la naturaleza viva y ante el hombre, entendido como parte integrante, como elemento de enlace e incluso como proyección última y suprema de Aquella.
Su actividad se desarrolla de manera especial en el campo de las ciencias empíricas y su herramienta de trabajo fidelísima es la observación directa de los fenómenos naturales y psicológicos. Como pionero, y no fundador en sentido estricto, de la Etología, o ciencia del comportamiento comparado, Lorenz viene realizando una labor cuya dimensión auténtica sólo futuras generaciones podrán determinar con precisión. Y, no obstante, sería incorrecto afirmar que Lorenz ha creado o elaborado un cuerpo doctrinal orgánico, coherente y bien estructurado. Lo que en realidad ha hecho no ha sido sino ir exponiendo, en ocasiones con deliciosa ingenuidad, el resultado de sucesivas observaciones. Después se ha comprobado que estas observaciones suyas guardaban entre sí una relación más o menos estrecha y que algunas de ellas incidían sobre disciplinas esencialmente especulativas, a la vez que ponían en entredicho más de un principio tenido por inamovible hasta entonces.
En su labor investigadora, Lorenz arranca de los animales inferiores para llegar al hombre, al que no tiene el menor reparo en aplicar deducciones extraídas de su constante observación del reino animal, de la misma forma que, antes, tampoco mostró reparo alguno en aplicar al animal todo ese complejo de conceptos que giran en torno a la psique, considerada convencionalmente atributo específico y privativo del hombre. Es por esto que la adopción del término Psicología animal como sinónimo de Etología, o ciencia del comportamiento comparado, no deberá entenderse como error grosero por involuntario, sino más bien, como exponente de una manera particular (no queremos entrar en si es errónea o no) de afrontar el tema de la psique y su variada fenomenología.
Lorenz se dedica a observar las acciones y reacciones de sus animales —gansos grises, grajillas, gatos y perros— y, después, nos narra sus visiones en un lenguaje a primera vista de profano, cuando, en el fondo, responde al ferviente deseo de sinceridad de un hombre que ha llegado a identificarse con el tema tratado.
Al hablarnos de una psique animal, de los deseos y apetencias, de los miedos y temores, de las inhibiciones y represiones, de los afectos y sentimientos de sus perros, Lorenz incurre en ese antropomorfismo decididamente ingenuo, intencionadamente infantil, que le reprochan algunos de sus detractores. Pero en ningún caso puede decirse que se trata de un hijo natural de la ignorancia, como tampoco de un recurso fácil, sino que estamos ante una actitud amorosa, consciente, plenamente deseada, para con toda la naturaleza viva.
Al no establecer distingo fundamental entre el animal y el hombre, Lorenz, moviéndose, al principio, a lo largo de la línea marcada por Darwin, llega, después, a conclusiones a menudo revolucionarias o, cuando menos, sorprendentes respecto al hombre. Con un convencimiento que conmueve y aterra a un mismo tiempo, nos confiesa que se resiste a ver en el hombre de hoy —en nosotros— la imagen definitiva de Dios. El ha descubierto allá, en lontananza, un ser humano, hijo del hombre, limpio de todos esos impulsos groseros —los instintos— que mueven a éste y le emparentan de cerca con el animal, y, de repente, el investigador se convierte en profeta, y el profeta proclama a los cuatro vientos con voz firme su mensaje apocalíptico y esperanzador: «Nosotros somos el eslabón perdido —el missing link—, tanto tiempo buscado, entre el animal y el hombre auténticamente humano».
Esta visión del Homo sapiens linneano como eslabón de esa cadena que va del simio al Hombre del futuro es la clave para comprender la postura de Konrad Lorenz ante la vida en su plural fenomenología, su vocabulario antropomorfista y su constante búsqueda hacia atrás y hacia adelante o, lo que es igual, su doble dimensión de investigador y profeta.
Alguien ha dicho de él que es uno de esos hombres que aparecen de tarde en tarde en el mundo para recomendarnos prudencia y dar respuesta a muchas de las incógnitas que tiene planteadas esta doliente humanidad nuestra.
Cuando el hombre encontró al perro.— En la modestia incluso de que hace gala Konrad Lorenz al hablarnos del momento histórico y la forma en que surgió la amistad entre el hombre y el perro. Lejos de pontificar, nos dice humildemente cómo ocurrió o pudo ocurrir este hecho singular.
Nos encontramos en el paleolítico; el hombre vive en pequeñas comunidades trashumantes, escoltadas de día y de noche por manadas de chacales que se mantienen siempre a prudente distancia. En un momento dado, el hombre descubre la utilidad del chacal (Canis aureus), padre de nuestro perro doméstico de hoy, y se gana su compañía, primero, y su amistad, después. A partir de ahora, el chacal será su guía y compañero inseparable. El hecho reviste una importancia extraordinaria si tenemos en cuenta que se trata, a buen seguro, de la primera vez que un animal —el hombre— pone a su servicio otro —el perro— mediante un convenio tácito que redunda en beneficio de ambos.