Prólogo
Le sienta bien la palabra campeón
Por Jorge Barraza
La octava estrella llegó un domingo 21, como la primavera que florece las cosas, como la lluvia balsámica que da respiro y vida o la Navidad con su espíritu de concordia y hermandad. Llegó para que miles de personas, cientos de miles, se alegraran, se abrazaran y cantaran, gritaran y lloraran de emoción. Para que padres e hijos, hermanos, amigos y amores se estrechen, se unan en un prolongado instante feliz. Vemos una postal en la tribuna: en la hora del triunfo final, del tan anhelado título, un abuelo se abraza a su nieto y llora; entonces nos preguntamos lo mismo de siempre: ¿qué es el fútbol...? ¿De qué está hecho...? ¿Qué es este misterioso juego que nos transforma...? ¿Qué tiene que nos sitúa en tal nivel emocional...? Porque todos somos el “Tano” Pasman, en la derrota y en la victoria. ¿Por qué estamos tan involucrados sentimentalmente...? Misterio insondable. Son las implicancias humanas de este juego que se trasciende a sí mismo como tal.
Recuerdo a Vargas Llosa, tan inalcanzable y circunspecto como parece desde fuera, entrar al Monumental de Lima, pisar el césped y besar sin pudores la camiseta crema de Universitario, su club de toda la vida. Y a alguien a su lado, atrevidamente, sugerirle: “Póntela, pues...”. Y Mario, obediente, afanoso, calzársela en el medio de la cancha, feliz, y decirle a quien deseara escucharlo: “Yo jugué en calichines de la U”. Lo dijo orgulloso, a manera de blasón indeleble, como quien recuerda una novia espectacular de la juventud y dice “ese cuerpo fue mío...”. Esas son cosas sagradas que se van con nosotros hasta el otro mundo. Las que se evocan en el último estertor de vida. Cuando nos estamos yendo, en el último pensamiento lúcido, se nos pasa por la mente el desfile de recuerdos gratos, el día que fuimos tan dignos, aquella vez que le dimos pelea al bravucón de la escuela, las mujeres hermosas que nos frecuentaron el corazón, nuestros hijos de pequeños, tan irreverentes y tiernos y bellos, cuando fuimos campeones de fútbol...
El club de fútbol es, en su origen centenario, “una cosa de muchachos” a la que no se le asigna mayor relevancia. Pero ocurre que se va metiendo en la piel de la comunidad que habita, va ganando adeptos hasta convertirse en un fenómeno cultural, una tradición, una bandera del pago que uno ama. Por último, aflora el afecto entrañable, se va metiendo en el alma, en el núcleo familiar de los hinchas de fútbol.
El club de fútbol, como lo entendemos en Sudamérica, es mucho más que un espacio donde practicar deportes, es parte de nuestra estructura cultural: la niñez, los afectos, los recuerdos felices. Y cuando se trata de cuadros grandes, es incluso una identidad familiar. El caso del Santa Fe. Por ello, 74 años en la vida de una institución como Santa Fe son siete décadas y media ligadas a miles de familias bogotanas, colombianas, que por tradición, ofrendaron sus mejores deseos al club querido.
Cueste lo que cueste, la gloria no tiene precio. Es una cajita irrompible y preciosa que dura toda la vida. La abrimos cada tanto y nos refresca el alma con recuerdos bellos e imborrables. Nos muestra fotos queridas, momentos sublimes a nuestra memoria.
Ese milagro que opera la gloria cuando llega recayó en Santa Fe el último diciembre. Puso la Copa junto al pesebre. Con dos títulos en dos años, su gente fue feliz como nunca; para ellos, la octava estrella fue el mejor regalo navideño. Este tipo de felicidad dura apenas días, algunas pocas semanas, hasta que se renueva la ambición. Para los escépticos e indiferentes resulta inexplicable, absurdo. “La vida seguirá igual, no van a mejorar por eso”, refutan, severos. Desde luego, nadie cambiará de condición social ni recibirá un aumento de sueldo ni mejorará su calidad de vida por la coronación de su equipo (tampoco habrá más escuelas ni hospitales), pero por un lapso breve e indeterminado, serán felices. Que eso es la felicidad, apenas algunos fugaces instantes más satisfactorios que otros dentro del universo de la vida. En ese contexto, el fútbol es Papá Noel repartiendo sonrisas, dejando buenas porciones de dicha. Efímera, sí, aunque dicha al fin.
Dio una demostración de grandeza Santa Fe, en el juego y en la convocatoria, volvió a ser fervor, estadio lleno, pueblo, caravana, festejo largo y ruidoso, fuegos de artificio, barrios en júbilo. Grandeza al ganar el grupo que compartía con Nacional, al vencer al Medellín afuera y, sobre todo, al hilvanar su segundo campeonato en dos años. Le queda bien la palabra campeón.
¿Quién fue más grande, Di Stéfano o Bernabéu...? La respuesta surge instantánea: “Di Stéfano, que hizo como 300 goles en el Madrid”. Una verdad que no negaremos. No hay presidentes de clubes ídolos, los héroes del público visten de pantalón corto. Y en una lógica simple, son los actores del juego. La gente admira a Robert De Niro, no a Steven Spielberg. La respuesta también está estimulada por la astucia declarativa de los futbolistas, que durante décadas fueron instalando la idea de que el dirigente “nunca jugó a la pelota”, “no sabe nada de fútbol”, etcéteras varios. Ahora bien: ¿quién contrató a Di Stéfano?, ¿quién hizo el estadio del Real Madrid?, ¿quién consiguió los recursos para mantener en el tiempo al club y llevarlo al plano de grandeza que hoy goza...? Don Santiago Bernabéu. El refranero del fútbol, entonces, dice que “los que ganan y pierden los partidos son los jugadores”; la historia también; reflejará la trascendencia de los héroes deportivos; de Omar Pérez, de Camilo Vargas, de Arias y su gol vital, de ese increíble ganador que es Gustavo Costas... Pero el primer gol, a favor o en contra, lo anotan los presidentes de los clubes. Ellos contratan a los entrenadores y fichan a los jugadores. Y ahí empieza la gloria o el fracaso de los clubes. (Porque si a Costas lo contrataba Millonarios, Santa Fe no era campeón). Luego viene el mensaje que el presidente baja a través de su conducta, de su gestión. Cuando en una institución impera el orden y la cabeza muestra decencia y compromiso, cuando hay palabra y respeto, todo va bien, el plantel lucha por los colores. Y las alegrías no tardan en llegar. Es lo que se advierte en Santa Fe, una conducción inteligente, activa y a la vez serena. Cabe esperar horas más felices todavía en el cuadro cardenal, César Pastrana mediante. Desde esta conducción se respira otro Santa Fe.
Del accionar en los próximos torneos dependerá que la buena racha se convierta en era, incluso en una época dorada.
Los entrenadores, cuando piden refuerzos, suelen decir: “Necesito un jugador hecho, experimentado, que se ponga la camiseta y juegue al día siguiente”. Un Carlos Eduardo González de las letras, por ejemplo. Carlos es un sólido periodista, pero además un formidable historiador santafereño. A él apenas hay que tirarle la idea, como quien tira una pared, y devuelve un libro. Este texto es una magnífica compilación del resumen de glorias cardenales. Hay que disfrutarlo como una estrella más, la novena, que no debe tardar en llegar...
Introducción
¿Por qué escribir un libro sobre Santa Fe?
Esa fue una pregunta que se repitió durante el proceso de producción de la obra que está en sus manos. ¿Por qué? La primera y más obvia razón es, justamente, el concepto general que identifica estas páginas: Santa Fe es el decano de los campeones del fútbol profesional colombiano. Ese simple hecho es una justificación válida. Lo raro, entonces, no es que ahora se escriba este libro, sino que haya pasado tanto tiempo antes de que alguien emprendiera la tarea de llevarles a los hinchas albirrojos un texto que reúna los momentos más felices de la institución, aquellos que les han arrancado risas y lágrimas de alegría, aunque también les han demandado una alta cuota de sufrimiento.