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José Miguel Cejas Arroyo - Los cerezos en flor

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José Miguel Cejas Arroyo Los cerezos en flor

Los cerezos en flor: resumen, descripción y anotación

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Este libro recoge un conjunto de relatos inolvidables. Una bonza budista evoca el terremoto que asoló Japón; un escultor que trabaja en la Sagrada Familia cuenta la historia de su conversión; una conocida poetisa de haiku habla de la cultura japonesa… Periodistas, músicos, deportistas, educadores… personas de los perfiles más diversos –cristianos y no cristianos- ofrecen una visión fascinante de Japón, de la aventura de la fe, de los comienzos del cristianismo y del desarrollo del Opus Dei en la Tierra del Sol Naciente.

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1 TAIKO Por cuanto estos hombres vinieron de los Luzones con el título de - photo 1

1. TAIKO

Por cuanto estos hombres vinieron de los Luzones,
con el título de embajadores,
y se quedaron en Meaco
predicando la ley de los cristianos,
que prohibí rigurosamente en el pasado,
mando que sean ajusticiados,
juntamente con los japoneses que se hicieron de su ley;
y así estos veinticuatro
serán crucificados en Nagasaki;
y vuelvo a prohibir de nuevo dicha ley para el futuro,
para justicia de todos;
y mando que todo esto se ejecute;
y si alguno osara quebrantar este mandato,
será castigado junto con toda su familia.

El primer año de Queycho,
a los diez días de la undécima luna .


José Miguel Cejas

Los cerezos en flor

Relatos sobre la expansión del Opus Dei en Japón


I. SANGRE...

La sangre de los mártires...

ANTES DE COMENZAR

Durante el verano de 2009 sostuve largas conversaciones en diversas ciudades japonesas –Tokio, Ashiya, Kioto, Oita y Nagasaki– con las personas que ofrecen su testimonio en este libro.

En su mayoría son hombres y mujeres cristianos que, tras recibir la gracia de la conversión, se esfuerzan por vivir su fe a través del espíritu del Opus Dei; o personas de diversas religiones que cooperan con los apostolados de la Obra.

Naturalmente, este conjunto de relatos no pretende ofrecer un cuadro general y exhaustivo de la realidad del Opus Dei en Japón, ni del apostolado de sus fieles. Son narraciones independientes que muestran cómo el espíritu de la Obra da respuesta a la sed de Dios que experimentan tantos corazones de este país de Oriente.

El primer encuentro

Para entender con mayor hondura el sentido de estos relatos resulta útil conocer de antemano algunos rasgos generales de la historia de la Iglesia Católica en Japón, un país que tuvo su primer encuentro con Occidente –según los datos de que disponemos– en 1543, cuando un navío portugués a la deriva arribó hasta la pequeña isla de Tanega.

El 15 de agosto de 1549, solo seis años después de la llegada de aquel navío, san Francisco Javier desembarcó en el sur de Japón, hasta donde había navegado a bordo de un junco chino, tras sufrir mil peripecias durante su travesía.

La acogida de las gentes del país –a pesar de las dificultades propias de cualquier comienzo– fue formidable. En 1582, treinta años más tarde, Japón contaba, según algunos autores, con unos 150.000 cristianos, 82 misioneros jesuitas y unas 200 iglesias.

Este panorama esperanzador se quebró de pronto, por diversas causas de carácter político y cultural, cuando el regente imperial Toyotomi Hideyoshi (1537-1598) promulgó en enero de 1597 un edicto en el que prohibía la actividad misionera.

Este libro comienza con la transcripción de ese edicto, que constituye el primer punto de inflexión en la historia del naciente cristianismo en aquellas islas remotas. Fue una tempranísima prueba de fuego para los primeros cristianos del país. El título del primer capítulo –«Sangre»–, alude a la sangre derramada por cientos y cientos de mártires japoneses.

Tras el edicto del regente Hideyoshi, el primer relato que ofrezco al lector es el que escribió, camino del martirio, san Pedro Bautista, uno de los veintiséis cristianos crucificados en Nagasaki el 5 de febrero de 1597.

Viene luego una descripción de los veintiséis mártires, escrita por Juan Pobre, que fue testigo directo de los hechos. Había entre ellos seis franciscanos, como Pedro Bautista; tres jesuitas, como Pablo Miki; y diecisiete laicos que ejercían las profesiones más diversas: forjadores de espadas, fabricantes de arcos, médicos, farmacéuticos, comerciantes... Algunos eran padres de familia, y otros muchos, jóvenes y adolescentes, como Tomás Kozaki, que tenía unos catorce años; o niños, como Luis Ibaraki, que posiblemente no había cumplido los doce.

He querido comenzar estas páginas con un recuerdo a esos mártires, porque su sangre, vertida por amor a Jesucristo, fue –como decía Tertuliano–, junto con la sangre de los numerosos cristianos japoneses que dieron su vida por Dios durante esa primera evangelización, semilla de cristianos al cabo de los siglos. El desarrollo actual de la Iglesia en Japón no se entiende sin su entrega plena y generosa.

Tiempo de silencio

Durante el Periodo Edo, que duró más de dos siglos y medio, desde 1603 hasta 1868, los cristianos japoneses padecieron un larguísimo calvario. Se sucedieron los edictos de persecución, se prohibió el culto cristiano y en 1614 se ordenó la salida del país de todos los misioneros.

Al mismo tiempo, el país se cerró a las influencias externas; y en 1635 las autoridades prohibieron a los japoneses viajar al extranjero. Con el paso del tiempo se fueron institucionalizando algunas costumbres anticristianas: por ejemplo, cada Año Nuevo los habitantes de muchos pueblos eran obligados a pisar imágenes de Cristo, de la Virgen María y de otros santos, para demostrar que no eran cristianos.

Durante los años posteriores prosiguieron las persecuciones y los cristianos no tuvieron más remedio que refugiarse en islas y lugares apartados. Allí se fue transmitiendo la fe de padres a hijos, generación tras generación, siempre de forma oculta y clandestina, a lo largo de varios siglos.

Aparentemente, hasta bien entrado el siglo XIX, el catolicismo había desaparecido por completo de Japón, que seguía cerrado al exterior. Esta situación continuó hasta el 8 de julio de 1853, cuando el comodoro norteamericano Mattew Perry arribó con su escuadra de buques hasta la bahía de Edo (actual Tokio). Fue el comienzo del periodo Bakumatsu, una época de apertura a Occidente, que comenzó aquel año y concluyó en 1867.

Gracias a ese cambio de situación pudieron ir estableciéndose gradualmente en tierras niponas algunos sacerdotes y religiosos extranjeros, convencidos de que no quedaba rastro alguno de la primera evangelización. En 1863 llegaron dos sacerdotes franceses de la Sociedad de Misiones Extranjeras de París, Louis Furet y Bernard Petitjean, que construyeron una iglesia en honor de los mártires. El año anterior, el 8 de junio de 1862, había tenido lugar en Roma la canonización de los 26 mártires de Nagasaki.

Los cristianos ocultos

Y así se llegó a una fecha decisiva de la historia del cristianismo en Japón. El 17 de marzo de 1865, tras varios siglos de clandestinidad, los «cristianos ocultos» se manifestaron públicamente como bautizados. En ese día se celebra, en el calendario litúrgico nipón, la Memoria de Santa María del encuentro con los fieles japoneses. Key Koriyama –una de las testimoniantes de este libro– narra con detalle este suceso.

Dos años después, el 7 de julio de 1867, Pío IX beatificó en Roma a otros 205 mártires que murieron a causa de su fe en diversos lugares del país, quemados o decapitados, entre los años 1617 y 1632. Algunos eran religiosos –dominicos, agustinos, jesuitas, franciscanos, alcantarinos– y otros muchos, fieles laicos.

La era Meiji

El Japón moderno comenzó con la Era Meiji, que duró desde 1868 hasta 1912. Durante ese periodo el emperador impulsó decididamente la occidentalización del país.

Tras la Era Taisho (1912-1926) el príncipe regente Hirohito fue investido como nuevo emperador. Con él se inició la Era Showa, que cubrió un amplísimo periodo del siglo XX: desde 1926 hasta 1989.

Durante ese periodo fueron «regresando» numerosas instituciones de la Iglesia Católica al Japón. Por citar solo algunos ejemplos, en 1908 llegaron tres jesuitas: un francés, un alemán y un norteamericano. Los salesianos se establecieron en 1926 y las primeras carmelitas en 1933. Y fue creciendo, año tras año, el número de conversos y bautizados.

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