Elaine Morgan - Eva al desnudo
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- Libro:Eva al desnudo
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- Editor:ePubLibre
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- Año:1972
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Eva al desnudo: resumen, descripción y anotación
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Un enfoque crítico frente a las ideas antropológicas dominantes en la vida académica, como el papel preponderante del varón en la evolución humana y la vida en la sabana, frente a la que propone una fase acuática o semiacuática por la que pasaron nuestros antepasados homínidos.
Elaine Morgan
ePub r1.3
Darthdahar20.10.13
Título original: The descent of women
Elaine Morgan, 1972
Traducción: Marta Guastavino
Retoque de portada: Darthdahar
Editor digital: Darthdahar
ePub base r1.0
ELAINE MORGAN (1920-2013) es escritora y, desde hace varias décadas, defensora de la teoría del simio acuático, planteada por vez primera por Alister Hardy en los años 60. El planteamiento defiende que, antes de ‘saltar’ a tierra para caminar erguidos, los homínidos permanecieron un largo periodo en ambientes semiacuáticos. Por ese motivo, defiende la escritora, nuestro organismo difiere tanto del resto de mamíferos terrestres y es tan similar al de los mamíferos acuáticos.
[1]
Ni siquiera el aroma de las rosas
es lo que ellos se imaginan
y sólo Dios sabe
lo desnarigado que es el hombre.
EL PRESENTE Y EL FUTURO
Parece, pues, que la relación maternal les ofrece a muchas mujeres una gratificación biológica inmediata pero disminuida debido, en gran parte, a que el contexto ambiental le es hostil.
Pero sin duda la contrario es válido para sus relaciones con el varón. Para la mujer, el acto sexual debería ser —y lo es por lo común— mucho más placentero de lo que fue a lo largo de muchas generaciones para su predecesoras. Se ha visto aliviada de buena parte de la carga de vergüenza y de culpa, artificiales e innecesarias, que se asociaban con lo sexual, y no tiene precedentes la atención que últimamente se ha dedicado a las sensaciones, reacciones y respuestas femeninas. Se podría esperar que todo esto abrumara a las mujeres con sentimientos de gozosa gratitud. En la actualidad, la totalidad de la relación entre hombres y mujeres debería estar inmersa en una atmósfera, nueva y cordial, de calor, camaradería y mutua estimación.
No me cabe duda de que en algunos casos individuales es así. Pero únicamente un optimista podría afirmar que el resultado neto de las recientes modificaciones ha sido que en general hombres y mujeres se gusten recíprocamente más de lo que solía sucederles antes, bajo regímenes menos tolerantes. Infinidad de signos indican que, de múltiples maneras, sienten en realidad menos atracción, respeto y admiración recíproca de lo que experimentaban nuestros bisabuelos, en los días en que, como afirmaba la vieja fórmula, los hombres eran hombres y las mujeres lo celebraban; y en que la castidad no había pasado de moda; y en que el sexo estaba tan cercado de tabúes que, como escribió Thurber: «Las cosas eran tales que, al hablar del nacimiento y de otros fenómenos naturales, a menudo las mujeres daban la impresión de estar refiriéndose a alguna otra cosa, a una Madonna de Rafael o a la aurora boreal».
No nos interesa volver a eso. Es mucha la gazmoñería que se ha dejado de lado, y se han reducido drásticamente los dominios de la experiencia humana de los cuales no se puede hablar, y nada de todo ello puede ser considerado de otro modo que como valiosos logros. La única ventaja del sistema antiguo era que en lo esencial, había venido funcionando durante un tiempo bastante largo; la gente estaba acostumbrada a él, sabía el lugar que le correspondía y el rol que tenía que desempeñar, y para nueve personas de cada diez eso es siempre muy consolador.
Los roles que desempeñaban se basaban en un libreto construido en torno de unos pocos axiomas básicos. Uno de ellos era que los hombres fueron creados dominantes, y que siempre seguirían siéndolo, merced a su superioridad en fuerza y en sabiduría, y porque tal era la voluntad de Dios. (Milton: «Él, solamente para Dios; ella, para Dios que está en él»). Pero en una era secular y mecánica, el Dios de Milton está pasado de moda, el poder de los músculos tiene aparentemente cada vez menos importancia, e incluso la sabiduría superior del varón ha dejado de ser la proposición de suyo evidente que antes supo ser.
Otro axioma era la división del trabajo. La mujer no era apta para enfrentar las ásperas realidades de la vida económica, de modo que su lugar estaba en la cocina y en el cuarto de los niños. En tanto que no hubo forma de salir de allí, la mayoría de las mujeres se adaptó bastante bien, y se enorgulleció de ello, y la familia nuclear (basada desde el comienzo más sobre la división del trabajo que sobre el sexo) siguió manteniendo su coherencia. En la actualidad, la mayor parte de las mujeres afrontan en algún momento de su vida las ásperas realidades de la vida económica, y se encuentran con que no son tan intolerables. También han descubierto que el predominio masculino no se basaba tanto en el hecho de que el varón tenía más músculos y más sabiduría, sino en la circunstancia de que mientras ella se quedara en la cocina, el que tenía todo el dinero era él.
Un axioma más venerable todavía, que se remontaba directamente al Jardín del Edén, era: «Con dolor parirás los hijos». Una de las reglas eternas imponía que todo acto sexual podía ser (dentro del matrimonio) «bendecido» o (fuera de él) «castigado» con el embarazo. Ahora los nuevos métodos anticonceptivos, aunque estén todavía en la infancia, han empezado a socavar esa regla, y la mecha, que es larga, se está quemando, sin que haya estallado todavía la bomba evolutiva que hay al final.
Al ver que tantos bastiones de su estatus dominante se le escurrían de bajo los pies, el hombre se cogió firmemente del único símbolo del cual nadie podía privarlo. Al menos seguía teniendo su pene. Por más serena y eficiente y económicamente independiente que pudiera ser una hembra, si alguna vez él tenía un asomo de duda de que valía por tres de ellas, no tenía más que recordar que por debajo de tan elegante exterior había una hembra desnuda y con todo su equipo sexual habitual. Si se le ocurría preguntarse cuál debía ser la posición de la mujer, siempre podía dar —aunque fuera para sus adentros— la respuesta de Stokely Carmichael: «Prono». (Nunca estuve muy segura de si el señor Carmichael tenía algún prejuicio sexual contra la posición convencional, o si simplemente no sabía la diferencia entre decúbito «prono» —de bruces— y decúbito «supino» —de espaldas—, pero a todo el mundo le resultó obvio lo que quiso decir).
Claro que esta reacción no es típica de todos los hombres, ni siquiera de la mayoría. La mayor parte de los hombres bien adaptados, especialmente si son inteligentes, han recibido bien en general la emancipación de las mujeres, aunque no sea más que porque tienen que pasar por lo menos parte de su tiempo con mujeres y en contextos no sexuales —incluso el contexto conyugal es no sexual durante la mayor parte de las veinticuatro horas— y es menos aburrido hablar con las mujeres desde que tienen algunos temas de conversación.
Sin embargo, creo que tal reacción es uno de los factores que contribuyen al sorprendente boom de lo sexual y lo pornográfico. No es un interés nuevo; existió siempre, pero parece que la reciente ola de obsesión por el tema en los países occidentales fuera nueva, y la queja de las liberacionistas en el sentido de que las mujeres son consideradas cada vez más como «objetos sexuales» tiene gran parte de verdad.
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