Lawrence Osborne - El turista desnudo
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- Libro:El turista desnudo
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2006
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El turista desnudo: resumen, descripción y anotación
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El escritor Lawrence Osborne en Bangkok,
ciudad donde reside, en 2016.
La vida es un hospital donde cada enfermo está poseído por el deseo de cambiar de cama; este querría sufrir delante de la estufa y el otro cree que sanará junto a la ventana. Siempre me ha parecido que estaría bien donde no estoy, y de esta cuestión del desarraigo hablo sin cesar con mi alma.
CHARLES BAUDELAIRE, «Donde sea, fuera del mundo»,
El spleen de París
Me asaltó de pronto, como un trastorno mental desconocido por la psiquiatría: el deseo de detenerlo todo en la vida cotidiana, desarraigarme y partir. Esa necesidad de abandonar el mundo tal y como es para buscar otro lugar quizá sea una enfermedad de inicios de la madurez, un atisbo prematuro de senilidad. Y entonces se hace el equipaje con un fatalismo amargo, como si supiéramos que ha llegado el momento de volver a ponerse en marcha y regresar al nomadismo. Se hace el equipaje, pero no hay ningún sitio adonde ir. Es como vestirse para una fiesta mucho después de que el salón de baile haya quedado reducido a cenizas. El deseo sigue ahí, pero el objeto del deseo ha dejado de existir.
Visité cientos de páginas web —agencias de viajes, folletos oficiales, informes, relatos de viajeros—, pero el problema del viajero actual es que no le quedan destinos. El mundo entero es una instalación turística y el desagradable sabor a simulacro se eterniza en la boca. Busqué por todas partes, pero ningún lugar satisfacía mi necesidad de salir del mundo. Me planteé fugazmente registrarme en un hotel de Hawái y pasarme dos semanas sentado delante del televisor. Quizá un sitio como el Hilton Waikoloa, donde pudiese holgazanear en una playa artificial y desplazarme a la discoteca del hotel en monorraíl. Eso sería más interesante que dedicarme al senderismo en grupos reducidos por la Patagonia, o sobrevolar en funicular la selva tropical de Costa Rica. También podía quedarme en Nueva York y desplazarme en metro hasta la abandonada casa de Edgar Allan Poe en el Bronx. Nadie va allí. Eran posibilidades exóticas, pero no eran muy exóticas… Y yo quería algo exótico de verdad.
Recordar la sensación infantil de subir al coche familiar y partir a lugares desconocidos nos demuestra cuán difícil es recuperar la dimensión interna de la aventura. El viaje actual es como la comida rápida: incursiones breves e intensas que no dejan huella. En nuestra época, el turismo ha transformado el planeta en un espectáculo uniforme y nos ha convertido en extranjeros perpetuos que deambulan por la imitación de la imitación de un lugar al que una vez quisimos ir. Es la ley de los rendimientos marginales decrecientes.
Llevaba ya mucho tiempo queriendo largarme del Planeta Turismo y encontrar uno de esos lugares que de vez en cuando aparecen en las páginas centrales de los periódicos de ciudades lejanas, donde —se nos dice— acaban de descubrir a un loco solitario que ha vivido desconectado del mundo actual. Inevitablemente, tarde o temprano este deseo pasará a incluirse en el Manual diagnóstico y estadístico de la Asociación Americana de Psiquiatría como el «síndrome de Robinson Crusoe». Sin embargo, a veces estas historias son reales. ¿Quién no recuerda a los soldados japoneses que salieron de las junglas del Pacífico cincuenta años después de la rendición de su país? ¿En qué islas fabulosas habrían estado perdidos? En una ocasión en que sobrevolaba Indonesia, el periodista de Yakarta que me acompañaba señaló unos imponentes archipiélagos de islas paradisíacas próximos a las Molucas y me aseguró que un grupo de alemanes había navegado hasta una de ellas en 1967 y nunca se los había vuelto a ver. Lo único que se sabía de ellos era que una pequeña aerolínea local les lanzaba cerveza cada pocos meses. Había tantísimas islas que los teutones errantes simplemente habían desaparecido. Pero yo quería saber en qué isla estaban, si resultaba que existían de verdad. Porque la promesa de abandonar el mundo es una idea potente, aunque sepamos que se trata de un mito.
El turismo es la principal industria mundial; genera unos beneficios anuales de 500 000 millones de dólares y determina la economía de innumerables naciones y ciudades de todo el planeta. Entre 1950 y 2002 el número de viajeros internacionales, incluidos los que viajaban por negocios, pasó de 25 a 700 millones anuales, lo que supone una transformación inmensa en el funcionamiento del mundo. Hoy en día la principal ocupación de cientos de millones de seres humanos consiste sencillamente en entretener a cientos de millones de otros seres humanos. En cuanto al viaje recreativo, su crecimiento se debe, supongo yo, a que estamos aburridos, a que queremos vivir una experiencia transformadora del tipo que sea en un lugar que no sea nuestra casa. Queremos una experiencia nueva…, pero también queremos que esté mercantilizada, que pueda comprarse con dinero contante y sonante, y que sea segura.
El turismo ha generado asimismo numerosas profesiones suplementarias. No solo agentes de viajes, hoteleros y directores de complejos turísticos, sino también lo que se conoce siniestramente como «escritor de libros de viajes». A la cultura tecnocrática le gusta añadir una coletilla al sustantivo «escritor» para cerciorarse de que el mentado individuo no es un charlatán, es decir, un solitario con voz, ni tampoco —¡horror de los horrores!— simplemente un escritor. Si alguien publica algo sobre una ciudad extranjera, aunque sea una sola vez, se convierte automáticamente en un «escritor de libros de viajes». De ahí que en más de una ocasión se me haya calificado así (sea lo que sea eso) y que, en consecuencia, a veces me haya decidido a vivir de eso, lo que lamentablemente me ha llevado a una prolongada connivencia con las fuerzas del turismo global, a larguísimas peregrinaciones sin rumbo por continentes enteros y a 1034 habitaciones de hotel de 204 países distintos. Pasar así el tiempo es una novedosa forma de demencia. Todos los hoteles tienen el mismo aspecto porque los dirigen las mismas personas; todos los sitios se parecen porque se han concebido en función de los mismos intereses económicos. Todo se parece a todo lo demás, porque así se ha diseñado. Un día, el mundo entero será un gigantesco complejo turístico interrelacionado, llamado «Cualquier parte».
El teórico marxista Guy Debord dijo en una ocasión: «Cuando el espectáculo está en todas partes, el espectador no se encuentra cómodo en ninguna». Sin embargo, en la vida del patético cronista de viajes, del hombre que viaja para escribir y escribe para viajar, también se produce un punto de inflexión, cuando el mundo que se ha pateado durante media vida empieza a parecerle irreconocible. Quiere marcharse, pero no sabe dónde. Quiere trascender al turista que es en realidad y convertirse de nuevo en un auténtico viajero.
En cierto modo, es un estadio que alcancé bastante pronto porque no tengo casa desde hace décadas. Un nómada es el turista perfecto, aunque también el más desencantado. El cronista de viajes que llevo dentro inició su declive casi en cuanto nació, pero me proporcionó la voluntad y los medios necesarios para elaborar una especie de Grand Tour a mi medida, como despedida de una «literatura de viajes» en la que ya no tengo demasiada fe. Pero ¿cómo se redescubre el verdadero viaje?
El término inglés travel, es decir, «viaje», es sorprendentemente antiguo. Se remonta a 1375 y deriva del verbo francés travailler, «trabajar», que a su vez deriva de la palabra latina tripalium, o triple estaca, que se utilizaba para designar un instrumento de tortura. Por consiguiente, el concepto de viaje nació como algo sumamente desagradable: emprender un desplazamiento difícil. Se trata de una noción medieval que tiene su origen en las peregrinaciones. El sufrimiento se da por sentado, porque viajar en el año 1375 era sufrir, y mucho. Pero se consideraba un sufrimiento transformador, una evasión del aburrimiento de la vida cotidiana. Posteriormente, con el
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