Paloma Díaz-Mas - Lo que aprendemos de los gatos
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- Libro:Lo que aprendemos de los gatos
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2014
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Lo que aprendemos de los gatos: resumen, descripción y anotación
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Los seres humanos —piensa el gato— tienen una irremediable tendencia a entender las cosas al revés. Por ejemplo, si ven un libro que se titula Lo que aprendemos de los gatos, probablemente creerán que trata de lo que los humanos pueden aprender acerca de los gatos, para conocerlos mejor (cosa que, dicho sea de paso, tampoco estaría de más); sin embargo, para cualquiera que sea capaz de pensar con claridad, resulta evidente que Lo que aprendemos de los gatos significa otra cosa: lo que los humanos pueden aprender a partir de los gatos, es decir, lo que los gatos pueden enseñarles. Este tipo de errores se producen porque los humanos parten de la absurda creencia de que son animales superiores, cuando todo el mundo sabe que los animales superiores son los gatos. Los gatos —piensa la autora de este libro— tienen mucho que enseñarnos, pero para ello hace falta que estemos atentos y dispuestos a aprender. Son cariñosos, pero nunca sumisos, así que nos enseñan a pactar nuestra convivencia día a día. Confiados solo si sabemos ganárnoslos poco a poco, ejercitando la virtud de una conquista paciente. Domésticos e independientes, como fieras aclimatadas a nuestro hábitat. Los creemos indefensos, pero en realidad están mucho más preparados para sobrevivir que nosotros. Bajo su piel de seda se ocultan las garras de una fiera y un cuerpo atlético envidiable. Y, cuando los vemos jugar, exhibiendo su magnífica forma física, o dormir plácidamente sobre nuestro sillón favorito (sí, ese sillón donde los gatos nunca nos dejan sentarnos) envidiamos también su capacidad para vivir intensamente ese instante; sin atormentarse, como hacemos nosotros, por un pasado que ya no existe y un futuro que tal vez no llegue. Un libro que es una joya para cualquier buen lector, y desde luego absolutamente indispensable para todos los amantes de los gatos.
Paloma Díaz-Mas
ePub r1.0
Titivillus 12.11.15
Paloma Díaz-Mas, 2014
Diseño de cubierta: Titivillus
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Arrancados bruscamente de su hábitat y arrojados en un territorio desconocido, tal vez hostil, los gatos comprendieron que tenían que salir de su encierro para buscar un rápido refugio.
En el lugar anterior, el que conocían y dominaban, habían empleado meses para establecer los hitos de su territorio: pasando el lomo por todas partes, habían ido dejando restos de grasa y pelos de su piel; habían escarbado en los lugares blandos para mullirlos y hacerse una cama que enseguida quedaba gratamente impregnada del sudor de sus pulpejos. Tenían, también, un lugar donde hacer sus necesidades limpiamente, donde enterraban las deyecciones que, no obstante, les enviaban continuas referencias del olor de sus glándulas anales: aquel era su sitio y de nadie más, aunque generosamente toleraban la presencia de otros seres vivos en el mismo territorio, solo con la condición de que no les usurpasen el terreno ni las presas.
Aquí, en cambio, nada olía a ellos, nada tenía sus marcas; no había ni una señal de la grasa de su piel, ni un olor familiar, ni en ninguna parte se podían encontrar un pelo que les sirviese de referencia. Estaban en mitad de ninguna parte.
Pero tampoco podían quedarse ahí, encerrados, expuestos a cualquier ataque desde el exterior o, simplemente, a que la cárcel se cerrase de nuevo, como ya había sucedido antes, privándoles definitivamente de su libertad. Había que salir.
Lo hicieron con rapidez y sigilo, esperando que no se diese cuenta nadie. Las patas muy cortas, el cuello largo y las orejas alerta, casi reptando, con un movimiento rápido —más parecido al deslizarse o al discurrir del agua derramada—, se separaron en distintas direcciones para, haciendo un trayecto corto y veloz, refugiarse cada uno en un lugar que parecía seguro y discreto. Nadie podía verles allí.
Estuvieron casi un día inmóviles, acechando cada ruido. En el exterior, grandes predadores se movían de un lado a otro. Buscaban, sin duda, alguna presa para poder comer. Los gatos escuchaban sus pisadas, sentían sus movimientos sin verlos, atisbaban desde su escondrijo las sombras de los animales enormes, los oían revolver en búsquedas infructuosas; incluso los oyeron comer. Pero las guaridas resultaban seguras, con huras demasiado pequeñas como para que se introdujese en ellas ninguno de los predadores, y su interior de madera era abrigado y cómodo y guardaba un calor agradable. Sabían que podían aguantar bastante tiempo sin comer ni beber si se mantenían así, inmóviles, reservando energías; por tanto, procuraron relajarse y adormecerse un poco, sin perder, no obstante, esa cualidad del gato que le permite estar dormido y alerta a un tiempo: los ojos semicerrados, las orejas enhiestas, prestas para captar cualquier sonido. Era cuestión de no moverse ni hacer ningún ruido.
Anocheció y los grandes predadores se retiraron a dormir. Los gatos, cuando estuvieron seguros de que los predadores dormían —una cosa que supieron porque de la guarida salían unos sonidos que solo hacen los grandes animales cuando duermen—, se atrevieron a asomarse tímidamente y, con pasos aterciopelados, mudos, buscaron comida y agua y aprovecharon para reconocer un poco aquella tierra incógnita. El nuevo territorio era enorme, pero no tan árido como temían: afortunadamente, encontraron pronto agua y algo que comer. Luego volvieron a sus seguras guaridas, dispuestos a hacer lo que todos sus antepasados habían hecho desde el principio: descansar de día en un lugar abrigado y salir de noche a buscar agua y alimento. Se habían dado cuenta de que los grandes predadores eran cazadores diurnos y, probablemente, veían muy mal de noche, lo cual otorgaba a los gatos una gran ventaja.
A la mañana siguiente, los grandes predadores despertaron, se pusieron en pie y empezaron a buscar a los gatos. Primero otearon el entorno, buscando cualquier señal de su presencia; después empezaron a hacer ruido para intentar sacarlos de sus refugios, pero los gatos, sabiamente, permanecieron quietos y en silencio. Entonces los predadores empezaron a revolverlo todo, a levantar lo que estaba a su alcance y mirar debajo, a hurgar en los sitios más recónditos. Al final, uno de los predadores dijo: «Tris está debajo de la mesa del rincón, junto al radiador, y Tras se ha escondido detrás del televisor».
Desde sus refugios seguros, ahora inesperadamente descubiertos, nos miraron con sorpresa un par de ojos dorados y otros de color aguamarina.
Paciencia, esa es la virtud que de nuevo nos enseñan estos dos gatos recién llegados. Porque, acostumbrados a la inmediatez, queremos tenerlo todo enseguida: la gracia de sus movimientos, la suavidad de su piel. Querríamos poder cogerlos ya, acariciarlos, acunarlos en nuestros brazos, hacerlos jugar con esta pelotita de colores o con el hilo de algodón en cuyo extremo hay un ratoncito de lana tan bien hecho que parece de verdad. Pero ellos imponen el ritmo de su primera desconfianza.
Cualquier paso en falso es un paso atrás y nuestra precipitación puede retrasar su confianza días o semanas. Así que tenemos que fingir que no los vemos, que no sabemos que están. Espiar con disimulo los rincones en los que, prudentes y recelosos, han ido a refugiarse. Una vez que los hemos localizado, los miramos como si no los viéramos: ellos seguramente se creen invisibles tras la cortina a través de la cual se transparentan, al contraluz de la ventana, las orejas puntiagudas en una cabecita erguida sobre un cuello exageradamente alargado; quizás piensan que, cuando atardece, no vemos en la penumbra del salón en el que todavía no se han encendido las lámparas la negra sombra que se acomoda en un rincón. Sin duda, si meten la cabeza debajo del radiador, seremos incapaces de ver el resto del cuerpo que sobresale: unas ancas de un blanco nacarado, la curva del lomo como el inicio de una interrogación. Hacemos, por tanto, como si fueran invisibles, y confiamos en que ellos crean serlo.
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