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Paloma Gómez Borrero - De Benedicto a Francisco: El cónclave del cambio

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    De Benedicto a Francisco: El cónclave del cambio
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    Editorial Planeta
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    2013
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De Benedicto a Francisco: El cónclave del cambio: resumen, descripción y anotación

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Así llegó Benedicto XVI

Los últimos días de Juan Pablo II

Las condiciones de salud de Juan Pablo II empezaron a decaer agudamente a finales del año 2004. Todos sabíamos que su voluntad y su vocación de servicio ya no podrían tirar mucho más de un cuerpo que se iba consumiendo por las enfermedades. La restricción del habla, que ahora se sumaba a sus muchas dolencias, era, además de un empeoramiento de sus condiciones, una profunda limitación para quien tenía el diálogo y la comunicación por bandera. Mis fuentes médicas vaticanas me explicaban que el párkinson se había extendido a los músculos respiratorios, que no conseguían expandirse y llevar aire a los pulmones y las cuerdas vocales, poniendo así en riesgo la función respiratoria e incluso la de masticar.

La noche del 24 de febrero de 2005 el papa fue internado en el policlínico Gemelli por segunda vez en pocos días. Sobre todo como precaución frente a un conato de ahogo que había sufrido, y ante la posibilidad de que un obstáculo le obstruyera las vías respiratorias. Aun así, el anuncio de la posterior traqueotomía y la inserción de una cánula nos echó un nuevo peso en el corazón. Cierto que médicamente era una buena solución, pues liberaba el paso del aire y no perjudicaba necesariamente su actividad. Sin embargo, al mismo tiempo suponía dejar más abierto a las infecciones el tejido interno. Poco después se supo que además se le había puesto una sonda nasogástrica porque tenía muchas dificultades para ingerir alimentación sólida. Y qué decir de las dificultades para comunicarse, que nos angustiaban a todos, y a él en primer lugar. Pudo hablar desde el propio hospital tras el ángelus del 13 de marzo, pero cuando el miércoles 30 salió a su ventana de San Pedro no fue capaz de articular una palabra audible en cinco minutos y cuatro segundos que estuvo asomado. Sin embargo, el mensaje, terrible, descorazonador, nos llegó clarísimo a todos. Era una despedida.

Ya no volvimos a verle. Sabemos ahora que nunca perdió el conocimiento. No pasó de él aquel amargo cáliz. El fiel Stanisław Dziwisz no le dejó ni durante el sueño, le cambiaba de posición en la cama cada hora para aliviar sus dolores, y le hablaba como siempre en polaco, su lengua primera y la última que le acompañó hasta el final. El viernes 1 de abril se nos dijo que el papa «había asistido a la misa en su habitación», frase que descifrada del vaticanés significaba que ya no podía concelebrarla como siempre. Desde aquella tarde una pequeña muchedumbre, sobre todo de jóvenes, montó una improvisada vigilia bajo su balcón, y sus cánticos alcanzaron el lecho del moribundo: «Os he buscado, y ahora habéis venido a mí. Os lo agradezco», fue la frase que nos refirió Joaquín Navarro-Valls. Y así conoció que la misma juventud que le había aclamado en cada visita venía a darle ánimos en la hora final.

«Juan Pablo II ya ve y toca al Señor», había dicho el cardenal Camillo Ruini, presidente de la Conferencia Episcopal Italiana. Así lo decía él mismo, porque las últimas palabras que nos dejó ya no pedían más que una cosa: «Dejadme ir a la casa del Padre». Así llegó el sábado 2 de abril, primero del mes y segunda víspera de la Divina Misericordia, a la que tanta devoción tenía, con medio mundo pendiente de la plaza de San Pedro. Anochecía y yo estaba trabajando en el estudio montado por TV Azteca de México, en un edificio de la plaza del Risorgimento con una espléndida y estratégica terraza frente al palacio apostólico. Iba a enviar mi crónica radiofónica de aquella espera inevitable poco después de las 21.30 horas cuando, de repente, todas las luces de la habitación del papa se encendieron, como un faro que diera noticia de un naufragio.

Ya no había que preocuparse en no molestar a un enfermo.

Mientras yo llamaba frenéticamente por teléfono a la COPE, la agencia italiana ANSA ponía por escrito la noticia en su teletipo. Monseñor Leonardo Sandri, que había sido «la voz del papa» en aquellos últimos tiempos, y que dirigía en aquel momento el rezo del rosario en San Pedro, fue quien envió al mundo entero las palabras que reflejaban el sentimiento de todos: «Nuestro amado Santo Padre Juan Pablo ha vuelto a la Casa del Padre».

Ya se ha contado innumerables veces la pequeña historia de los días posteriores, que bien puede llamarse el primer milagro de Juan Pablo II. El Vaticano y sus alrededores del barrio del Borgo, cubiertos de cientos de miles de peregrinos que hicieron desaparecer aceras y calzadas bajo su lento paso, como una inmensa procesión, mientras los coches eran expulsados de una amplia zona de la ciudad. Los trenes especiales y los vuelos chárter que llegaban uno detrás de otro. Dentro de la basílica, un goteo con prisa y sin pausa, porque nadie se paraba ni dos segundos ante el féretro, para dar salida al torrente de millones de personas de toda Italia, de toda Europa, del mundo, con una calma y un buen sentido que nadie se hubiera esperado en una aglomeración de tales proporciones. Un «jubileo organizado en cuarenta y ocho horas», como lo definió el alcalde Walter Veltroni, donde todo funcionó. El servicio público de transporte, la policía urbana, los carabinieri, Protección Civil, el Ejército y voluntarios de todo tipo se volcaron en una acogida gentilísima en las formas e impecable en el fondo. De la noche a la mañana se levantaron campamentos de acogida en los estadios Olímpico y Flaminio, o en la Esposizione Universale Roma (EUR). La explanada de la Universidad de Tor Vergata revivió la acampada de la Jornada Mundial de la Juventud (JMJ) de 2000. La estación Termini, convertida en una inmensa oficina de acogida. Los aparcamientos especiales para autobuses del jubileo del 2000, ocupados por pullman de toda Europa, sobre todo de Italia, Polonia y España… La urbe resistía en pie orgullosamente el pacífico asalto.

¿Y yo? Las páginas y las palabras que le he dedicado en todos los años de «nuestro» pontificado son mi mejor testimonio del cariño y la admiración que siempre le he tenido, y que le sigo teniendo. Por eso deseaba con todo mi corazón despedirme de él. Lo pedí como favor especial, y el lunes 4 de abril tuve acceso a la sala Clementina, donde reposaba antes de ser expuesto en la basílica, y donde sólo tenían acceso los cardenales y los trabajadores vaticanos. Me quedé casi una hora rezando. Un poco a la derecha del féretro estaba lo que podríamos llamar «la familia pontificia»: las cuatro monjas que habían cuidado de él, su mayordomo Angelo Gugel, el doctor Buzzonetti, su médico personal, y su secretario don Stanisław Dziwisz. A él me acerqué discretamente unos minutos. Tenía los ojos rojos, de quien no había dormido, y recuerdo cómo me decía, con insistencia: «¿Le ves sereno?»

Yo no quería llorar, aunque a veces tenía que enjugar las lágrimas. Y recordé aquella vez que, en los primeros años de pontificado, el papa había dicho: «Quiero ser el barrendero del mundo, para dejar los caminos limpios para que pase la paz, el amor y la acción de Dios». Y mirando aquellas manos afiladas por la debilidad de un cuerpo consumido por el sufrimiento, le dije al marcharme de la sala:

—Santo Padre, ¡ahora barres el cielo!

Y cuando unos minutos más tarde hablé en directo para la radio desde el patio de San Dámaso, no pude contener las lágrimas.

La mañana del viernes 8 de abril de 2005 despertó con un cielo nuboso por el que de vez en cuando se filtraba el sol. Las calles de Roma eran un espectáculo insólito, que nunca he visto ni creo que vuelva a ver, sin coches, casi desiertas, cuyo silencio era roto sólo por las sirenas de las motos de la polizia abriendo paso a los automóviles de las delegaciones extranjeras. Bush padre e hijo, Clinton, Tony Blair, Kofi Annan, Gerhard Schröder, Jacques Chirac, los reyes de España… Todo el perímetro metropolitano de la Ciudad Eterna cerrado al tráfico desde las dos de la madrugada hasta las seis de la tarde, sin ningún tipo de privilegios. Sólo el transporte público, las fuerzas del orden, los vehículos sanitarios y los de las comitivas oficiales estarían autorizados a circular. El espacio aéreo de Roma restringido al máximo… Había pantallas gigantes de televisión en diversos puntos de la ciudad (Pirámide, el Coliseo, los estadios, Tor Vergata…) para evitar que toda la multitud convergiera en San Pedro, en cuyos alrededores apenas se podría acoger a unas trescientas mil personas, la gran mayoría de las cuales no podrían ver nada. Muchos habían atravesado Europa sólo para ver el funeral en aquellas televisiones. Más de noventa países e innumerables canales lo ofrecían en directo.

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