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Michael Moss - Adictos a la comida basura

Aquí puedes leer online Michael Moss - Adictos a la comida basura texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2013, Editor: ePubLibre, Género: Ordenador. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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  • Libro:
    Adictos a la comida basura
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2013
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Adictos a la comida basura: resumen, descripción y anotación

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AGRADECIMIENTOS

Los datos que me llevaron a escribir este libro surgieron durante tres comidas fabulosas, empezando por el crujiente festín de rape que Ben Cawthon y yo disfrutamos en Marilyn’s Deli, un restaurante de carretera en la State Route 52 en el sur de Alabama. Ben es un generoso defensor de los derechos civiles de la localidad cercana de Blakely (Georgia), donde un brote letal de salmonela provocada por unos cacahuetes fue lo que despertó mi interés inicial por los fabricantes de alimentos. Me enseñó que las fábricas que elaboran los alimentos que consumimos en Estados Unidos —en absoluto las fortalezas que yo imaginaba— están dotadas de personal con principios, bastante dispuestos a señalar como responsables a sus jefes, aun a riesgo de perder su medio de vida. Para mí es un honor haber conocido a Ben, y le deseo todo lo mejor en sus permanentes luchas por los derechos de los ciudadanos.

La segunda comida fue un almuerzo en un hotel de Washington, donde lo que me abrió los ojos no fue la hamburguesa, sino la manera de pedirla. Mi anfitrión era Dennis Johnson, un amable defensor de la industria bovina de quien se dice, como obvia exageración de la realidad, que es propietario del Departamento de Agricultura de Estados Unidos (USDA). Lo que sí tiene, desde luego, es una visión precisa y desde dentro del riesgo que supone ingerir carne picada de vacuno que no esté lo bastante hecha. «La mía me gusta muy hecha», le pidió Dennis al camarero, lo que me impulsó a empezar a preguntar a los representantes de las compañías alimentarias sobre sus propios hábitos dietéticos en relación con la sal, el azúcar y la grasa.

Y para la tercera comida, un pícnic a orillas del lago Washington, al norte de Seattle, el mero acto de ir a comprar al súper con Mansour Samadpour bastó para enviarme a buscar un desinfectante de manos. Mansour, uno de los científicos más lúcidos que conozco, realiza pruebas y controles de patógenos para los mayores mataderos del país y también para fincas agrícolas de hortalizas, y utilizó las bolsas de plástico de la sección de verduras del súper para coger los fiambres envasados que compramos, para no contaminarse las manos con patógenos. Pero a Mansour no sólo le preocupaban los microbios de la carne de buey. Fue el primero en sugerirme que me fijara en lo que las compañías añaden intencionadamente a sus productos, como la sal, y le estoy muy agradecido por su orientación. Entre los otros expertos en carne con los que estoy en deuda están Carl Custer, Jeffrey Bender, Gerald Zirnstein, Loren Lange, Craig Wilson, Ken Peterson, Kirk Smith, James Marsden, Felicia Nestor, Dave Theno, Charles Tant, Michael Doyle… y Bill Marler, el apasionado y principal litigante del país en defensa de los ciudadanos que han sufrido patologías por contaminación alimentaria, y que abrió grandes puertas a mi investigación. Una de sus clientas, Stephanie Smith, es la persona más valiente que he conocido.

Las grandes comidas —y la buena compañía— no acabaron aquí. En Filadelfia, Leslie Stein me llevó a un restaurante coreano de guisos en el que hablamos del Monell Chemical Senses Center, donde ella y otros científicos me regalaron su tiempo con una enorme generosidad. Quiero darles las gracias especialmente a Julie Mennella por sus explicaciones sobre el punto de éxtasis en los niños, y a Marcia Pelchat, Danielle Reed, Karen Teff, Michael Tordoff, Paul Breslin, Robert Margolskee, y a Gary Beauchamp, su intrépido director, y también a dos exalumnos del centro que acabaron siendo estrellas en el mundo de las ciencias alimentarias, Dwight Riskey y Richard Mattes. En otras instituciones, Anthony Sclafani y Adam Drewnowski fueron enormemente útiles y pacientes.

Nada fue capaz de igualar los Cheez-Its que Kellogg me preparó para demostrarme lo mucho que dependen de la sal, y agradezco a sus técnicos, además de a los técnicos de Kraft, Campbell y Cargill, que me prepararon joyas similares sin sal para provocarme arcadas. Hubo muchos, muchísimos más científicos y especialistas en marketing del sector que fueron increíblemente generosos con su tiempo, pero deseo dar las gracias especialmente a Al Clausi, Howard Moskowitz, Michele Reisner, Jeffrey Dunn, Bob Drane, Bob Lin, Jim Behnke, Jerry Fingerman, John Ruff, Daryl Brewster, Steven Witherly, Parke Wilde y Edward Martin. Ninguno me dio tantos ánimos como Deb Olson Linday, un genio del marketing que lideró algunos de los primeros esfuerzos por disparar el consumo del queso, pero desarrolló grandes recelos sobre esta iniciativa. «Te deseo mucha suerte en la redacción del libro —me dijo en una nota, después de comer juntos en el Pad Thai, al norte de Chicago—. ¡Hazles pasar un mal rato!».

Conocí a Andy Ward, de Random House, frente a un plato de fideos en el centro de Manhattan, y supe de inmediato que era un editor capaz de inspirar a los escritores para que hablaran por los codos. Pero darle las gracias se me hace extraño. Desde el concepto, pasando por el pulido, hasta la clarificación de las frases en sus sorprendentemente dotadas manos, Sal, azúcar y grasa se convirtió en su libro tanto como el mío, de modo que es con una gran admiración —como socio— que espero un día tener la suerte de embarcarme con él en otra aventura. A quien sí puedo dar las gracias sinceras de Random House es a Susan Kamil, por su apoyo incondicional, y también a Tom Perry, Gina Centrello, Avideh Bashirrad, Erika Greber, Sally Marvin, Sonya Safro, Amelia Zalcman, Crystal Velasquez y Kaela Myers, profesionales incomparables, todos y cada uno de ellos. También deseo dar las gracias a Anton Ioukhnovets por la genial ilustración de cubierta, y a Martin Schneider por su corrección excepcional.

Scott Moyers, Andrew Wylie y James Pullen de la Wylie Agency me ofrecieron su ayuda y su consuelo en los momentos adecuados, y no podría ni imaginar un equipo más eficiente. Cuando Scott regresó a la edición, Andrew estuvo a mi disposición, al instante, siempre que lo necesité, y le estoy muy agradecido.

Este libro no se habría materializado nunca sin mis editores y colegas en The New York Times, empezando por Christine Kay, que fue la primera en sugerirme —allá arriba, en la cafetería del Times, por supuesto— que investigara un poco sobre los cacahuetes y luego, mucho más tarde, me ayudó a plantear la organización de este libro y aplicó sus exquisitas manos de editora a algunas de las primeras versiones en bruto. Como siempre, estoy sinceramente en deuda con Matt Purdy, el brillante editor de periodismo de investigación en el periódico, por su amistad, sus ánimos, y por concederme todo el tiempo que necesité lejos de sus presiones. También le doy las gracias a la editora del periódico, Jill Abramson, que fue la primera en sugerirme que escribiera un libro sobre alimentación, y a su predecesor, Bill Keller, que me advirtió de que me llevaría más tiempo del que yo preveía… lo que, por supuesto, fue así. Me siento humilde y agradecido por haber conocido a Gabe Johnson, uno de los mejores videoperiodistas del negocio que me acompañó en los inicios de mi investigación, aportando su talento, su pasión y su ojo clínico por los buenos locales de restauración mientras viajábamos. También me gustaría dar las gracias a mi heroína del periodismo alimentario, Kim Severson, y a Barry Meier, cuyos trabajos en el periódico me dejan siempre boquiabierto. Gracias también a mis colegas Tim Golden, Walt Bogdanich, Stephanie Saul, Debbie Sontag, Paul Fishleder, David McGraw, Andrew Martin, Andrea Elliott, Jim Rutenberg, Jim Glanz, Louise Story, Ginger Thompson, Mike McIntyre, Michael Luo, Jo Becker, David Barstow, Nancy Weinstock, Tony Cenicola, Jessica Kourkounis, Joel Lovell, Mark Bittman, Tara Parker-Pope, Jason Stallman, Debbie Leiderman, y al fabuloso escritor Charles Duhigg, mi guía en todo lo que publico, con quien estoy eternamente en deuda. Fuera del periódico, quiero dar las gracias a David Rohde y a Kristen Mulvihill, a Kevin y Ruth McCoy por su amistad y comidas, a Laurie Fitch por sus presentaciones en Wall Street, a Ellen Pollock por hablarme del poder de los Stacy’s Pita Chips, y a la chef y escritora Tamar Adler, por haberme preparado una comida deliciosa que me demostró cómo la sal en la cocina es algo bueno para comer saludable. También doy las gracias a las indomables Laura Dodd y Cynthia Colonna por sus investigaciones y otras ayudas, a Kristen Courtney y Julia Mecke por poner orden en la retaguardia, y a mi vecino Gordon Pradl por su meticulosa y amable lectura de capítulos.

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