Angel María De Lera - Tierra Para Morir
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Tierra Para Morir: resumen, descripción y anotación
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Angel Mª de Lera
LIBRERIA EDITORIAL ARGOS, S.A. Barcelona
Sobrecubierta: Carlos Rolando Asociados
Primera edición de bolsil o: mayo de 1978
© Angel Mª de Lera, 1978
Librería Editorial Argos, S. A.
Aragón, 390, Barcelona-13 (España)
ISBN: 84-70 17-313—0
Depósito legal: B-16.569-1978
Impreso en España-Printed in Spain
Impreso por Publicaciones Reunidas, S. A.
Alfonso XI , s/n Barcelona (Barcelona)
* * *
EN RECUERDO DE
ANGEL y MARIA,
MIS PADRES,
QUE ME ENSEÑARON A AMAR
TODO LO HUMANO DE ESTE MUNDO
AL cal ar la motocicleta tras unos gruñidos finales, el aire se aquietó y el silencio volvió a condensarse. El hombre montó las ruedas traseras
en el triángulo de hierro y se sacudió las manos después. Luego, acuciado sin duda por un deseo de fumar, largamente reprimido, sacó la
cajetil a y encendió un cigarril o canario. Y, al tiempo de expulsar la primera bocanada, miró a su alrededor.
Estaba junto a la puerta de la iglesia, cerrada. Casas desiguales y oscuras formaban una plazuela informe. Las puertas y las ventanas eran
solamente recuadros más negros que las fachadas, como ojos cerrados. La noche caía de lo alto, grávida y opulenta. No se veían estrel as. En el
cinturón del pueblo, los ladridos enrabiados se interrumpían ya y se apagaban, como una polvareda que vuelve a posarse.
Cuando el hombre echó a andar hacia la única esquina donde alumbraba una luz colgada de una palomil a de hierro, una sombra ondulante,
a ras del suelo, cruzó la plaza y se detuvo a oliscar la motocicleta. Pero el hombre ya había embocado la empinada cal eja. A ambos lados, casas
achaparradas, de grandes puertas cerradas y con ventanas negras bizqueando sin orden en las paredes de piedra bruta. Ni un filo de luz por
ninguna parte.
El hombre iba como contando las puertas y andaba vacilante sobre los pedruscos del pavimento. Tuvo que trepar por la escalinata de
peldaños derruidos. Ya la luz de la esquina se había quedado atrás y hasta el final, en lo alto de la cuesta, no se percibía otra. El hombre pasaba
de un lado a otro, zigzagueando, para poder examinar cada una de las puertas y, de vez en vez, se detenía para orientarse. El perro de la plaza
pasó rápido y en silencio rozándole las piernas y se perdió, cuesta arriba, confundido con las sombras. Sólo la punta roja del cigarril o fulgía de
cuando en cuando en medio de la oscuridad.
Se detuvo. Una de las puertas, partida por la mitad, tenía abierta hacia dentro la parte superior. Apoyó las manos en la parte inferior y asomó
medio cuerpo al portal. La madera se le pegaba a la piel y la oscuridad a los ojos. Olía a paja vieja, a polvo y a soledad.
—¡Eh!—gritó a medias.
Pero la voz fue absorbida inmediatamente, sin ecos y todo quedó sordo y plano otra vez. El hombre entonces tiró con rabia el cigarril o, que
chisporroteó igual que su cólera, y siguió, más de prisa, sin mirar ya a los lados. Pero, de pronto, se detuvo nuevamente. De algún sitio salía un
rumor de voces, apagado y triste, como un lamento. Una de las casas sacaba la barriga hasta la mitad de la cal e, lo que le obligó a describir un
pequeño rodeo, y, cuando salvó la curva, la melopea le l egó a los oídos más clara y punzante. Enfrente, haciendo esquina con otra vía transversal,
se abría otra media puerta, dejando ver dentro una mancha de difusa claridad. Se dirigió hacia al í decididamente, pero antes de poner su mano
en el tablero, oyó una grave voz de hombre que le preguntaba:
—¿Es usted don Pedro, el médico nuevo?
—Sí —respondió, añadiendo seguidamente su pregunta—: ¿Y es ésta la casa del señor Claudio?
—Pase. Temí que no acertara con el a.
En ese momento, la claridad que, junto con el rumor de rezos, l egaba de la cocina inmediata, descubrió la figura de un hombretón en
mangas de camisa y chaleco.
—El camino no puede estar peor —comentó el recién l egado.
Ya el otro había abierto la puerta y el médico pudo entrar en el portal.
—Por eso le mandé el recado con el Manquil o, que lo conoce como pocos, y le dije que le acompañase.
—No estaba yo en casa y tuvo que buscarme. Y yo no me atreví a traerlo conmigo en la moto, de noche y por caminos tan malos.
—Bueno; no hay por qué apurarse. El Manquil o es buen andarín.
La claridad cogió de frente a Claudio y dejó ver su rostro de fuerte traza: mandíbulas duras, cejas enmarañadas, ojos metálicos. Su barba sin
rasurar, como el pelo de su corto flequil o, eran entrecanos; y la boca de labios firmes mostraba dientes parejos y grandes. Por la garganta le
corrían fuertes tendones que se le abultaban al erguir la cabeza.
—Antes teníamos médico propio en el pueblo; pero ahora… —murmuró sin mirar a don Pedro como si le avergonzara decirlo.
—Sí, ya sé.
Claudio señaló el arranque de la escalera.
—Por ahí, don Pedro. Cuando guste.
Pero el médico no se movió. Seguía el rezo, con voces de mujer, entre suspiros y bostezos.
—Y la enferma, ¿cómo está? —preguntó.
Claudio se le quedó mirando, como sorprendido.
—¿No se lo ha dicho el Manquil o? Me creo que en las últimas.
El médico se contrajo y dijo, desabridamente:
—Podía haberme avisado antes.
Y, sin mirarle, dio un par de pasos hacia la escalera. Claudio permaneció quieto.
—Este sufrimiento de mi mujer viene de largo, ¿sabe? Ya no es cosa de medicinas. Todo tiene su fin, y no hay por qué echárselo en cara a
nadie. Otra vez me tocará a mí.
Entonces se movió, pero el médico, vuelto hacia él, le miró a los ojos, cubiertos por las sombras de las pestañas. Tras una vacilación, se
contuvo, diciendo solamente:
—Bueno, vamos a verla.
Pero de repente pareció sentir como un aguijonazo y le preguntó:
—¿Por qué reza tan alto esa gente?
El dueño de la casa se encogió de hombros.
—¿Le molesta a usted?
—No. A mí, no. Pero no creo que le haga mucha gracia a la enferma si lo oye. ¿Comprende?
Sin replicar, Claudio se asomó a la puerta de la cocina y desde al í ordenó, autoritariamente:
—¡Bajar la voz! ¿Es que hasta para rezar tenéis que armar escándalo?
Instantáneamente se cortó el rezo, para seguir después como un murmul o apagado.
Los escalones de roble crujieron bajo el peso de los dos hombres. Mientras subían, preguntó el médico:
—Es usted el alcalde, ¿no?
—Sí, ya va para diez años que lo soy, los peores. Parece que ha caído la negra en el pueblo desde que cogí la vara.
Claudio empujó la puerta entreabierta de la alcoba. El ocupó un momento todo su vano y, al apartarse para dejar paso a su acompañante,
dijo:
—¡El médico!
Entonces quedó a la vista la cama matrimonial, de grandes dimensiones, muy alta de colchones y almohadas. La luz de la mesita de noche,
velada por un trapo rojo, dejaba la habitación sumida en leve resplandor encarnado.
El médico se acercó lentamente al lecho, al tiempo que oía una voz dulce y contenida, que le saludó:
—¡Buenas noches!
—¡Buenas noches!— repitió él mecánicamente, y, al mirar hacia donde había salido la voz, distinguió en la sombra la figura de una mujer
joven, en pie junto a la cama, con las manos cruzadas bajo el pecho, que le miraba con ojos asustadizos. Entonces, añadió—: ¡Perdón! No la
había visto.
La muchacha parpadeó y movió los labios, pero no dijo nada. Don Pedro había ya descendido su mirada al lecho y pudo entrever la faz de la
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