El mundo de la bicicleta siempre ha atraído a intelectuales, artistas, filósofos y poetas. O mejor aún, hace aflorar las facetas más sensibles de quienes se aproximan decididos a él. Sentir la bicicleta. Un artefacto lleno de racionalidad pero lleno de sutilezas que nos oculta su alma. Su flexibilidad y su robustez son conceptos difíciles de cuantificar y, en todo caso, imposibles de caracterizar en toda su complejidad. ¿Y quién siente la bicicleta?
Las sutilezas de la bicicleta se manifiestan en cada uno de sus componentes y en el conjunto de todos ellos.
JAVIER RUI-WAMBA
Fundación Esteyco
La ingeniería de la bicicleta
ePub r1.4
Matt 03.12.2014
Título original: La ingeniería de la bicicleta
Fundación Esteyco, 2010
Ilustraciones: Andreu Estany, Ana Mª Frenández y Roger Besora
Editor digital: Matt
ePub base r1.2
Presentación
La semilla de este libro, que tanto tiempo ha tardado en germinar, se sembró hace muchísimos años. En un terreno fértil, desde luego. Gernika, el pueblo en el que tuve el privilegio de nacer, en el que viví 7 años y al que siempre he sentido como mío, tiene, como todo el País Vasco, una especial relación con el ciclismo. En nuestra casa familiar, la bicicleta, siempre tuvo una presencia destacada. Y, ya en Bilbao, las apasionadas discusiones que tenían por protagonistas a Bahamontes y a Loroño, los ídolos de entonces, prolongaban con frecuencia almuerzos que parecían condimentados con la salsa del ciclismo.
Lo cierto es que aquellos entornos debieron contribuir a que teniendo yo, tal vez, quince años, utilizase la bicicleta para hacer el primer viaje de mi vida, desde Bilbao a Madrid. Un mes de julio, en periodo de vacaciones estivales, cinco o seis compañeros del Colegio de los Jesuitas de Indautxu, debidamente tutelados, recorrimos en 2 o 3 semanas más de 2.000 kilómetros por las precarias y poco transitadas carreteras de la época. Fue, también la primera de las innumerables veces que atravesé el desfiladero de Pancorbo. Burgos fue el final de la primera etapa y la segunda nos llevó hasta Valladolid, al día siguiente. En el Colegio en el que los Jesuitas nos dieron pan y cobijo, probé mi primer «gazpacho», un insustancial caldo coloreado, que no quise volver a probar hasta que al cabo de muchos años me enamoré del auténtico. Desde Madrid bajamos luego hasta Murcia. Subimos después por la costa mediterránea hasta Tarragona, y desde allí, obviando Barcelona, nos dirigimos a Lérida. Camino de Zaragoza, padeciendo el viento tan habitual en el Valle del Ebro y un calor sofocante, cruzamos el triste y yesífero desierto de los Monegros. Días después, ya bastante justos de fuerzas, llegamos a nuestro acogedor Bilbao, concluyendo felizmente la aventura en la que nos habíamos embarcado.
Mi bicicleta de carreras, probablemente una BH, había sido un regalo de mi padre. El mejor que podría haberme hecho como premio por las buenas notas que había obtenido aquel curso, tal vez, el de quinto de bachillerato. Recuerdo muy bien que la elegimos juntos, en Ciclos Langarika, la tienda que tenía, si no recuerdo mal, aquel tenaz y querido corredor, de nombre Dalmacio, frente a la Iglesia de San José en la calle de Iparraguirre. Salí a la calle con la bici en mi mano, tratándola con tanto mimo que nada más montarla tuve que volver a la tienda para decirles, preocupado, que el cambio de marchas no funcionaba. Supongo que me sonrojé cuando amablemente me explicaron que para conseguirlo tenía que dar vueltas a pedales. Lo que yo no me había atrevido a hacer por temor a estropear aquel objeto tantas veces soñado.
Fueron unos pocos años con muchas salidas en bicicleta por el entorno de Bilbao. Buscando unos días recorridos exigentes, que incluían, en ocasiones, la subida de Santo Domingo y disfrutando otros del plácido itinerario que discurría por la margen derecha de una Ría, abarrotada de industrias variopintas, hasta el punto que la carretera pasaba bajo alguna imponente embarcación que se construía en algún astillero que optimizaba así sus modestas pero eficientes instalaciones de ribera. Participé también en algunas de las competiciones ciclistas que, por las fiestas mañanas de mayo, se organizaban en el Colegio por un circuito que daba vueltas alrededor de San Mamés, el campo del Atleti.
Pasamos algunos veranos familiares en Haro y allí gané las primeras cien pesetas de mi vida.
En las fiestas del pueblo, en las que se festejaba la vendimia, se celebraban exigentes competiciones ciclistas. Corrí en una de ellas. Fueron más de 70 kilómetros. Y yo, muy probablemente, el más joven de los participantes. Quedé el anteúltimo, pero me concedieron el premio de veinte duros que habían asignado para el primero de los corredores del pueblo. Y a mí me consideraron uno de ellos. He traspapelado una preciosa foto, en blanco y negro, en la que se me veía, entre dos hileras nutridas de gente y la inevitable pareja de la Guardia Civil, soltándome un rastral cuando cruzaba la línea de meta.
Desplazarme a los 17 años a Madrid para estudiar Caminos me hizo renunciar en gran medida a la bicicleta, a la que, sin embargo, nunca le he dado la espalda del todo. Ahora, de vez en cuando, en Formentera, donde me escondo con frecuencia, utilizo la modesta híbrida que poseo para pasear por la isla y, de vez en cuando, demostrarme que todavía soy capaz de subir a la Mola. Y en Queralbs, otro de mis refugios, utilizo también una sencilla bicicleta de montaña para «pujar» a Serrat y retornar a casa, con el corazón desbocado y la lengua fuera.
Con tales antecedentes, a nadie extrañará que cuando nos reunimos, con una antelación que nunca es suficiente, para decidir el tema del libro que editaríamos en la Fundación para estas Navidades, la bicicleta y su ingeniería fuese el escogido. Entonces comenzó una nueva epopeya editorial, y ya son 18, para la que nos reunimos veteranos y nuevos protagonistas. Todos amantes de la bicicleta: Paco, Alex, Oriol, Jordi, Cris, y como asesores, Patricia, Pilar, Andreu, Carlos, Miguel Angel, José, Mario y Jesús. Cuatro arquitectos y siete ingenieros de caminos, entre ellos, muchos de la casa. Todos amigos. Con Alex como relevante descubrimiento. Al final, se nos incorporó también mi hermano Miguel Angel, «txirrindulari» que antes de hacerse santo y sabio, pecó montando una bicicleta, que quizás compartió conmigo y con la que compitió también en alguna ocasión.
Paco, al que es difícil verle sin su Brompton cerca, ha querido compartir con nosotros lo que sabía y lo que ha aprendido de la rica historia de la bicicleta. Quien no se encuentre con fuerzas para leer lo que yo he escrito podrá limitarse a ojear el texto y a leer el colofón que preludia el siguiente capítulo elaborado por Alex, que sabe de bicicletas, que las siente y que nos descubre la esencia de algunos de sus componentes. Oriol forma parte de la nutrida saga de ingenieros de caminos que adoran la bicicleta. Y que, con frecuencia, se trasladan a los Pirineos, a los Alpes o a los Dolomitas para escalar las montañas míticas del Tour o del Giro captando paisajes que ha querido compartir con nosotros. Jordi es un referente profesional en la ingeniería del transporte y sostiene, como tantos otros, que la bicicleta debería ser, cada vez más, un valioso instrumento al servicio de la movilidad. Cris, tras dar muchas pedaladas a su cerebro, entre tantas cosas que tenía para contarnos, se decidió por seleccionar textos que merecen la pena ser leídos y atractivas imágenes que no dejan indiferentes. Mi hermano Miguel Angel, adorador de Spinoza y pensador muy viajado que sabe de ciudades, nos ha brindado, inesperadamente, el epílogo de un libro en cuyo formato y contenidos, Andreu, discretamente, como tantas veces, ha sido, como siempre, decisivo. Y que, a mí en concreto, me ha ayudado a pulir y dar coherencia a los croquis que yo había preparado para acompañar mi texto. Y, como siempre, Pilar se ha ocupado de la composición y de la edición de este nuevo libro que siendo de todos, es, como todos los que editamos, muy suyo también.