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Navegación estructural
ESPAÑA: La Gran Idea Diez años antes. Gran Canaria, septiembre de 2005.
M e detengo a respirar. Las cuestas son de aúpa al noroeste de la isla. Observo cómo la estrecha vía serpentea entre precipicios hasta desaparecer en el horizonte y Gran Canaria se transforma en un emergente dragón cuya cola golpea con furia el océano dejando atrás un rastro de espuma y sal.
Me quedan dos jornadas para finalizar el viaje. Después de 24 días, y casi 2500 kilómetros, he llegado hasta aquí viva tras recorrer las siete Islas Canarias. Me siento orgullosa, en primer lugar, por haberlo intentado y en segundo, por casi haberlo logrado. Ha sido duro, pero más fácil de lo que pensaba gracias al apoyo de la gente que me he encontrado por el camino. La verdad es que me ha sabido a poco. Cuando comienzo a disfrutar el trayecto, el final es inminente. Me pregunto cómo sería hacer esto a nivel mundial.
¿Habrá recorrido el mundo en bicicleta alguna canaria antes?, ¿Y alguna española? No estaría nada mal darle la vuelta al mundo con la misma inquietud que me ha llevado a recorrer las islas, promocionar los derechos de la mujer allá a donde voy.
Coloco la bicicleta contra el guarda raíles y me siento al borde de un despeñadero a contemplar el azul del mar mientras apuro una barrita energética entre sorbos de bebida isotónica. Pienso en la escasa experiencia que tengo viajando. Escasa y lejana en el tiempo, porque hace mucho que no salgo del archipiélago. Mis viajes fuera de las islas han sido siempre por estudios o por trabajo.
Con veintiún años me fui a Londres a trabajar. Aquella fue la primera aventura de mi vida. Nunca había dado mucho golpe en casa y ahora estaba limpiando hoteles, sirviendo croissants en una dulcería en plena City y limpiando baños en el Mc Donalds del céntrico Kensignton High Street de la capital británica.
Afortunadamente al año siguiente empezaría mis estudios de Periodismo en Madrid y pude escapar de aquel traumático paréntesis entre secundaria y la universidad. La segunda vez que salí de España fue para hacer un Erasmus en Bruselas, en cuarto curso. Lo pasé tan bien que cuando terminé no quería volver a Madrid para terminar mis estudios. Además, había conseguido un buen trabajo como analista de medios de comunicación españoles y portugueses en la Comisión Europea, al haber estado expuesta al luso desde mi nacimiento, ya que mi madre nació en Madeira y pasaba grandes temporadas en la isla de las orquídeas y las cascadas.
Cuando terminé mis estudios en Madrid, fui a ver a mi hermano a Nueva York, ciudad donde regentaba su propio negocio de pescado en Queens. Aguanté un mes viviendo en aquella nebulosa gris de caos y antipatía. Además, mi hermano creyó que ir a visitarlo significaba convertirse en mi dueño y señor y no me dejaba salir para nada que no fuera pasear con mi cuñada. Por lo visto veintisiete años en la chepa y haber vivido sola en Madrid y en Bruselas no eran suficiente garantía para dejarme a mi libre albedrío en la ciudad de los rascacielos. Tampoco tenía elección porque vivía en su casa y no tenía dinero, así que tuve que acatar sus reglas discriminatorias durante un mes.
Un viaje de este calibre por el mundo era un auténtico desafío, no sólo por mi falta de experiencia viajera, sino también por mi propio carácter moldeado bajo el paraguas de una familia muy convencional y protectora. ¿Cómo sería sentirse libre, deambular por la vida sin ataduras, sin obligaciones, sin un trabajo fijo y con la carretera como único aliado, viviendo en la incertidumbre día a día, sin ningún tipo de protección, sin apoyo técnico, pernoctando en mi tienda de campaña, enfrentándome a las inclemencias climatológicas día a día, evitando el peligro, hablando con desconocidos…? ¿Y si me pasa algo, si me roban o me violan por el camino? ¿Podré ir sola o debería llevar compañía?
Durante diez años, esta misma idea iba cobrando fuerza hasta que llegó un momento en el que el deseo de hacer algo con mi vida se hizo tan grande que me empujó a imprimirle algún sentido. No podía creer que yo estuviera aquí y ahora para vivir metida en una isla, viendo siempre las mismas caras, supliendo mi felicidad con cosas materiales, hoy era un plasma, mañana un coche, pasado una nueva bicicleta, la más cara porque yo lo valgo.
Además, mi trabajo como periodista me decepcionaba cada día más. Ruedas de prensa, presentaciones de memeces, vacías y robóticas declaraciones de políticos para los que en el fondo trabajábamos todos como títeres de un teatrillo dispuesto para hacer las delicias de unos pocos privilegiados.
Yo he estudiado periodismo para escribir sobre la vida, sobre los seres humanos, sobre el mundo y sus pequeños detalles, me he formado en la comunicación porque quiero contribuir a un mundo mejor desde mi letra y mi palabra. Día a día advertía que había algo dentro de mí, sin nombre, que quería salir y que no podía. Cada vez que intentaba plantearme en serio un viaje de esta envergadura dibujando trazos en un papel, anotando ideas y escribiendo números, acababa arrugando el folio y depositándolo en la papelera. Mis miedos, mi falta de autoestima y poca fe en mi misma me podían y frenaron mi salida durante mucho tiempo.
Por otro lado, también se me planteaba una gran duda. Debería buscarme una compañera dado que un hombre estaba descartado por la finalidad del viaje. Si quería llamar la atención de las mujeres sobre nuestro derecho a ser libres y sobre nuestras capacidades únicas para hacer frente a la adversidad, debían ser sólo mujeres las que reivindicaran sus derechos a través del ejemplo. Cuando le propuse a algunas amigas la idea me tacharon de lunática, así que cada día iba cobrando fuerza la idea de ir en solitario. Qué mejor que reivindicar la libertad para las mujeres sobre una bicicleta. La bicicleta me hace sentir libre y no hay nada que me haga más feliz que pedalear y descubrir el mundo pedaleando.
CANARIAS: Preparando el Sueño Nueve años después. Hospital Perpetuo Socorro, Las Palmas de Gran Canaria.
M e despierto con un tubo de oxígeno en la nariz. Estoy en la cama de un hospital y alguien me da tímidos cachetes en las mejillas.
—¡Cristinaaaaaa! ¿Cómo se encuentra? ¡Cristinaaaaa, reaccione! ¿Se siente bien?
Confusa y aturdida asiento a una enfermera que manipula el tubo conectado a la bolsa de suero intravenoso. A pesar de sentirme relajada, noto que mi estado laxo no es natural. Normalmente duermo las horas justas y salto de la cama nada más despertar. Sin embargo, ahora una fuerza artificial me lo impide.
Estoy envuelta en una sábana sobre la que descansa mi brazo derecho con una vía intravenosa. Intento mover el otro brazo bajo la cubierta. Dejo resbalar la mano hacia la zona baja del abdomen para rozar con las yemas de los dedos la gran secuela de una histerectomía.
“Ya está”, pienso. “Se acabó el sufrimiento de varios años”.
Entre visitas y comidas paso el resto de la semana ideando mi viaje, tomando notas, consultando mapas e información en mi ordenador portátil que conecto a internet a través del teléfono. Ya nada me frenará. La vida me ha brindado otra oportunidad y debo aprovecharla. Me canso rápidamente debido a la cantidad de analgésicos que me dan y a los efectos de la anestesia pero, aún así, intento aprovechar el tiempo y escribir todo lo que llevo pensando en estos diez años y que nunca me atreví a concretar en un proyecto físico. Rutas, posibles espónsores, contactos, formas de financiación,… Escribo correos electrónicos a entidades, a organizaciones, a empresas privadas solicitando patrocinio. Consulto equipamientos idóneos, leo blogs de otros viajeros europeos, norteamericanos y canadienses, busco información sobre nutrición deportiva, sobre los efectos secundarios de una intervención quirúrgica como la que he sufrido, me trago todo la que hay sobre visados, situación política de los países por los que tengo que pasar, calculo distancias, tiempos,…