Byung-Chul Han
Muerte y alteridad
Traducción de
A LBERTO C IRIA
Herder
Título original: Tod und Alterität
Traducción: Alberto Ciria
Diseño de la cubierta: Gabriel Nunes
Edición digital: José Toribio Barba
© 2012, Wilhelm Fink, Paderborn
© 2018, Herder Editorial, S.L., Barcelona
ISBN DIGITAL: 978-84-254-4102-8
1.ª edición digital, 2018
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Índice
Introducción
El sueño de mi muerte en esta noche: hasta entonces yo
era el héroe del libro; tras mi muerte ya solo soy su lector.
P ETER H ANDKE , El peso del mundo
En el drama de Ionesco El rey se muere , el rey moribundo llama quejumbrosamente a los muertos:
Vosotros, los innumerables que moristeis antes que yo, ¡ayudadme! Decidme cómo lograsteis morir. Cómo lograsteis consentir en morir. […] Ayudadme a cruzar el umbral que habéis cruzado vosotros. […] ¡Ayudadme! Vosotros, que tuvisteis miedo y no quisisteis. ¿Cómo fue? ¿Qué os dio fuerzas? […] Y vosotros, que sois fuertes y valerosos, que indiferentes y alegres consentís en morir, enseñadme la indiferencia, la alegría y la serenidad.
En lugar de ceder, en lugar de desistir, el rey moribundo se aferra compulsivamente a sí mismo. Ante la inminencia de la muerte se produce una hipertrofia patológica del yo. La estrategia de la supervivencia consiste en que todo cuanto existe debe hacerse yo:
Ay, deberán recordarme. […] Todos tendrán que aprenderse mi vida de memoria. Todos tendrán que imitarla. […] Que caigan en el olvido los demás reyes, soldados, poetas, tenores y filósofos. En la conciencia solo quedo yo. ¡Un único nombre y un único apellido para todos! […] ¡Que todas las ventanas iluminadas adopten el color y la forma de mis ojos! ¡Que los ríos tracen mi perfil en la llanura!
El rey reacciona con alucinaciones narcisistas a la muerte inminente. Le parece que la muerte es lo completamente distinto del yo, y para defenderse de ella agranda el yo hasta lo monstruoso. El yo lo cubre todo: «Me veo. Detrás de todo estoy yo. Por todas partes solo yo. Yo soy la tierra, yo soy el cielo, yo soy el viento, yo soy el fuego». La angustia ante la muerte, experimentada como el final del yo, se torna en una ciega cólera contra todo lo que no es el yo. Así, el rey ordena a su ama de llaves: «Date prisa y mata las dos arañas que hay en mi dormitorio. No quiero que me sobrevivan. ¡No, no las mates! Quizá tengan algo de mí». Hay que destruir todo cuanto no sea el yo para que nada ni nadie lo sobreviva. Pero el rey indulta a las dos arañas porque, después de haber pasado tanto tiempo en su dormitorio, se les podría haber pegado algo de él. Por culpa de su yo patológicamente hipertrofiado el rey no es capaz de percibir al otro en cuanto que otro. El otro es o bien la imagen reflejada del yo o bien el no-yo, que hay que negar. La revuelta contra la muerte, la hipertrofia del yo y la ciega negación de lo distinto se condicionan y se refuerzan mutuamente.
En lugar de desasirse, el rey moribundo se aferra a todo: «Cuando mueren los reyes se aferran a las paredes, a los árboles, a las fuentes, a la luna, se aferran…». El rey moribundo trata de retener el mundo entero en sus manos:
¡La mano!... El rey está indeciso . Simplemente no oye. No cierres la mano en un puño, estira los dedos. ¿Qué tienes en la mano? Ella abre su puño . Él tiene su reino entero en la mano. […] Te lo ordeno, abre la mano, suelta las llanuras, suelta las montañas. Como si todo fuera polvo.
El compulsivo aferramiento al mundo remite a las abrazaderas del yo. Aflojar estas abrazaderas del yo equivaldría a una forma de morir totalmente distinta de la forma en que mueren los «reyes».
La muerte que se avecina condena al rey a una impotencia total. Su entorno se autonomiza. Todo se sustrae a su poder. Nada ni nadie quiere obedecer sus mandatos. Lanza órdenes desesperadas:
Ordeno que en el suelo crezcan árboles. Pausa . Ordeno que el techo desaparezca. Pausa . ¿Qué? ¿Nada? Ordeno que llueva. Pausa . Sigue sin suceder nada . Ordeno que relampaguee y que yo sostenga el rayo en mis manos. Pausa . Ordeno que vuelvan a brotar hojas.
La muerte sería la imposibilidad de poder, pero el rey trata no obstante de ejercer potestad sobre ella. Decidirse a desistir revelaría mayor poder que padecer pasivamente la muerte: «No quiero morir. […] Los reyes deberían ser inmortales. […] Me han prometido que solo moriré cuando yo lo decida». La muerte se anuncia como lo distinto del poder. La resistencia a morir y las ansias de más poder se reflejan mutuamente. El incremento de poder se experimenta como una disminución de la muerte.
La reina María, el único personaje amoroso del drama, le suplica al rey moribundo que ame, que ame con locura. Su credo es que el amor es tan fuerte como la muerte:
Si amas con locura, si amas irrestrictamente, la muerte desaparece. Si me amas, si me amas a mí, si lo amas todo, la angustia desaparece. El amor te sostiene. Te entregas y la angustia te abandona. El mundo está a salvo, todo se hace nuevo, el vacío se torna en plenitud.
El amor pasa a ser una estrategia para sobrevivir. Cuando uno se pasa al otro, cuando uno es el otro, cuando uno ama olvidándose de sí , mi muerte ya no existe. Quien ama no muere. El miedo desaparece. María suplica al rey: «Pásate a los otros, sé los otros». Al parecer el rey no es capaz de amar olvidándose de sí y del miedo: «Tengo miedo, me estoy muriendo».
La muerte se irradia sobre el existir para el otro. Un cierto existir para morir corre parejo con un cierto existir para el otro. Por eso resistirse a morir conduce a una hipertrofia del yo, cuyo peso aplasta todo lo que no es el yo. Pero ante la inminencia de la muerte también puede despertarse un amor heroico, en el que el yo deja paso al otro. Tal amor también promete una supervivencia. De este modo, en torno a la muerte surgen complejas líneas de tensión que se entrecruzan entre el yo y el otro.
También la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo se puede interpretar atendiendo a la dimensión de alteridad inherente a la muerte. Según Hegel, al hombre le es inmanente el anhelo de afirmarse como totalidad exclusiva en la conciencia del otro y de ser reconocido como tal totalidad por el otro. Este anhelo no es la necesidad de anexionarse lo que no es el yo, sino que más bien busca reconocimiento y prestigio. Yo quiero que el otro me reconozca en mi derecho exclusivo de satisfacción. Este anhelo es constitutivo de la autoconciencia enfática. Pero como el otro tiene también el mismo anhelo, se produce forzosamente una «lucha entre dos totalidades». En este nivel de conciencia, en cierta manera, todo hombre sería un «rey», pero un rey que no teme a la muerte, pues el objetivo de esta lucha no es la autoconservación. No se trata de mantenerse con vida. Más bien, uno anhela el reconocimiento del otro. Uno quiere contemplarse como totalidad exclusiva en la conciencia del otro. Uno se expone voluntariamente al riesgo de morir. Se «arriesga» la vida. Si uno no se arriesga a morir se quedará atrapado en una existencia meramente animal, que carece de autoconciencia enfática.
La muerte que se padece en la lucha por el reconocimiento no es una necesidad biológica. Se sitúa en un nivel interpersonal. El otro queda circunscrito en ella. En cierto modo, esta muerte surge del ámbito intermedio , que al mismo tiempo es un margen de reconocimiento. Uno no puede decidirse por la muerte natural. Tal muerte es necesaria, no permite ninguna libertad. Por el contrario, uno es libre para arriesgarse a morir.
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