Las conversaciones del filósofo Peter Sloterdijk con el antropólogo Hans-Jürgen Heinrichs, agrupadas bajo el título de El sol y la muerte, no sólo lanzan una atrevida mirada a nuestro tiempo eclipsado, son también una inmejorable introducción a la obra y el pensamiento del autor de Esferas.
«Hay que mirar, pues, en el rayo de la catástrofe si se quiere apreciar lo que está realmente en liza en el asunto del ser y del hombre. “El sol y la muerte no se pueden mirar fijamente”, se dice en un conocido texto de La Rochefoucauld. Nuestra mirada no puede detenerse, fijamente, ni en el sol ni en la muerte. Según Heidegger, cabría añadir que tampoco puede fijarse ni en el hombre ni en el claro». Peter Sloterdijk
Peter Sloterdijk & Hans-Jürgen Heinrichs
El sol y la muerte
ePub r1.0
Titivillus 03.03.16
Título original: Die Sonne und der Tod. Dialogische Untersuchungen
Peter Sloterdijk & Hans-Jürgen Heinrichs, 2001
Traducción: Germán Cano
En cubierta: Peter Sloterdjik. Fotografía de © Isolde Ohlbaum y Oculus omnia videns (Carolus Bovillus, Liber de sapiente, 1510)
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
PETER SLOTERDIJK (Karlsruhe, Alemania, 1947), uno de los filósofos contemporáneos más prestigiosas y polémicos, es rector de la Escuela Superior de Información y Creación de Karlsruhe y catedrático de Filosofía de la Cultura y de Teoría de Medios de Comunicación en la Academia Vienesa de las Artes Plásticas. De su extensa obra pueden destacarse, entre otros, su novela El árbol mágico y sus libros ensayísticos El pensador en escena, Eurotaoísmo, Extrañamiento del mundo (Premio Ernst Robert Curtius 1993) y El desprecio de las masas.
I
Para una filosofía de la sobre-reacción
Tener oído para los terrores de la propia época
Hans-Jürgen Heinrichs Señor Sloterdijk, el título de su libro, Experimentos con uno mismo (1996), no deja de sugerirme algo inquietante: evoca la frialdad de un laboratorio en el que son posibles automutilaciones, tal vez incluso automortificaciones. Se me antoja una tentativa relacionada con un asunto de vida o muerte.
En los Écrits de Laure, la compañera sentimental de Georges Bataille, se nos cuenta la historia de una pequeña muchacha que suele colocarse a menudo enfrente del espejo de su madre. Dicho espejo se compone de tres partes, a las que se puede dar la vuelta de manera aleatoria. Con la ayuda de este mecanismo, ella despedaza sus miembros y los recompone una y otra vez. Ella comprende así esta experiencia existencial de despedazamiento y recomposición como una condición de su pensamiento y escritura. Si paramos mientes, por ejemplo, en los trabajos de Unica Zürn, de Hans Bellmer o en los propios escritos de Lacan, volvemos a toparnos con esta dimensión de la autodescomposición, del cuerpo mutilado y desmembrado. ¿No se retrotrae también a estas fuentes, a esta experiencia personal con el desgarramiento y la integridad, su propia manera de filosofar?
Peter Sloterdijk Seguro que sí, pues, privada de este impulso existencial, la filosofía degeneraría en un asunto trivial. Por otra parte, creo que usted, al hacer referencia al contexto designado por la expresión «experimentos con uno mismo», ha ido un poco más lejos de lo que yo trataba de apuntar. La verdad es que no soy muy aficionado al expresionismo alemán, donde era moneda corriente mantener una posición filosófica de vida o muerte. Quizá este gesto tuviera algún sentido en el año 1918, cuando la gente salía de las trincheras y albergaba la sospecha de que nunca más volvería a casa, como Hermann Broch pone en boca de uno de sus personajes en Los sonámbulos. Cuando yo hablo de «experimentos con uno mismo», no pienso en un experimento de vivisección en las propias carnes, ni tampoco en la psicosis romántica del psicoanálisis francés. Con esta expresión no trato de aproximarme a Camus, quien afirmaba que sólo existía un problema filosófico real: el suicidio; ni tampoco a Novalis, de quien procede la sugerente observación de que el suicidio es el único acto «genuinamente filosófico». Hago referencia más bien a un fenómeno perteneciente a la historia de la medicina moderna, el movimiento homeopático, que se remonta a Samuel Hahnemann. En el año 1796, ya hace más de doscientos años de ello, esta sorprendente cabeza formuló por primera vez el principio del remedio terapéutico efectivo. Asimismo, él fue uno de los primeros curadores en tratar el nerviosismo moderno de sus pacientes con propuestas médicas adecuadas. Estaba convencido de que el médico estaba obligado a intoxicarse a sí mismo con todo lo que él más tarde iba a prescribir a los enfermos. De esta reflexión procede el concepto de experimento con uno mismo: quien quiera ser médico necesita previamente ser cobaya.
La razón más honda de esta transformación encaminada a la experimentación con el propio cuerpo hay que encontrarla en la idea romántica de la relación activa entre la imagen y el ser. Hahnemann consideraba que los efectos de las dosis en el hombre sano y en el enfermo se reflejaban de manera especular. Es aquí donde se origina una ambiciosa semiótica de la medicación farmacológica. El gran pensamiento optimista de la medicina romántica pertenece esencialmente a la homeopatía; es más, reside en el hecho de que hay que presumir una relación de reflejo entre lo que es la enfermedad como fenómeno global y los efectos que un medio puro provoca en el cuerpo sano. La homeopatía piensa en el plano de una inmunología especulativa. Y en la medida en que los problemas inmunológicos son considerados cada vez más aspectos prioritarios de la terapéutica y la sistemática del futuro, hemos de vérnoslas aquí con una tradición muy actual, por mucho que el funcionamiento de las dosis homeopáticas siga envuelto en un velo de oscuridad.
Vistas así las cosas, la expresión que da título a mi libro se inserta más bien dentro de la corriente de la filosofía naturalista romántica; dicho más concretamente, tiene más que ver con la metafísica alemana de la enfermedad que con el discurso francés en torno al cuerpo desmembrado. Ahora bien, como es natural, mi discurso tiene más afinidades con el de Nietzsche, quien en no pocas ocasiones jugó con metáforas homeopáticas o, más aún, inmunológicas. No es ninguna casualidad que él pusiera en boca de Zaratustra y en presencia de la multitud la frase: «Os inoculo la locura». Y eso por no hacer mención a su ominosa sentencia «Lo que no me mata me hace más fuerte», una expresión que hay que entender a todas luces en un sentido inmunoteórico. Nietzsche comprendía su vida toda como una suerte de inoculación de sustancias tóxicas de decadencia, y trató a su vez de organizar su existencia como una reacción integral de inmunización. No fue capaz de darse por satisfecho con esa ingenuidad blindada de los últimos hombres gracias a la cual éstos se protegían de las infecciones de sus contemporáneos y de la historia. De ahí que en sus escritos entrara en escena como un terapeuta de la provocación que trabajaba con intoxicaciones concretas. En fin, son todas estas connotaciones las que resuenan en mi título, lo cual no excluye que las imágenes o las asociaciones relacionadas con él puedan combinarse con otros ámbitos tonales y sean adecuadas para estas otras capas de sentido.