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Máximo Pradera - Tócala otra vez, Bach: Todo lo que necesitas saber de música para ligar

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Máximo Pradera Tócala otra vez, Bach: Todo lo que necesitas saber de música para ligar
  • Libro:
    Tócala otra vez, Bach: Todo lo que necesitas saber de música para ligar
  • Autor:
  • Editor:
    Malpaso Ediciones
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    2016
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Tócala otra vez, Bach: Todo lo que necesitas saber de música para ligar: resumen, descripción y anotación

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Tócala otra vez, Bach

Todo lo que necesitas saber de música para ligar

Máximo Pradera

ÍNDICE OBERTURA POSTUREA QUE ALGO QUEDA Cuando Malpaso me planteó la - photo 1

ÍNDICE

OBERTURA: POSTUREA, QUE ALGO QUEDA

Cuando Malpaso me planteó la posibilidad de escribir otro libro dedicado a mis incesantes devaneos con la música (en el año 2005 publiqué un ensayo de apreciación musical que lleva por título De qué me suena eso ), contesté que con un semitratado sobre la materia era más que suficiente. Al poco tiempo, sin embargo, se me ocurrió que podía abordar el mismo tema desde una perspectiva radicalmente distinta. Acababa de entregar el manuscrito de Madrid confidencial , que habla mucho y mal del ínclito Gallardón y tenía muy fresco a tan siniestro personaje, sobrino bisnieto de Isaac Albéniz, que, a falta de una identidad propia, se construyó una ficticia donde la música le proporcionaba la pátina de distinción intelectual que su gigantesca vanidad tanto (y tan infructuosamente) anhelaba.

Sí, estaba decidido: escribiría un libro sobre la música «culta» como ornamento y barniz de la personalidad, un ensayo en el sentido más literal de la palabra, un breviario informal, a veces casi gamberro, sobre la música clásica convertida en instrumento para el postureo social. Y, por esa vía, también una modesta reflexión sobre las presunciones humanas.

Desde Diógenes el Cínico hasta hoy no han faltado censores de la pedantería, pero el rey contemporáneo de la burla contra la fatuidad cultural quizá sea Woody Allen. Su escarnio del dómine engolado sigue siendo uno los mejores gags de toda su filmografía. Recordemos la escena de Annie Hall por si alguien no la ha visto (ceguera imperdonable) o la ha olvidado (olvido improbable): Woody está con Annie en la cola de un cine y tienen detrás a un pelmazo que pontifica en voz alta sobre Federico Fellini, una de las figuras que más admira. Su creciente indignación estalla cuando el sabihondo cita a Marshall McLuhan; entonces se dirige al espectador y consigue que el propio McLuhan aparezca como por arte de magia para dejar en evidencia al pedante: «¡Usted no sabe nada sobre mí, no sé cómo le dejan dar clase!».

También resulta entrañablemente ridículo el personaje de Joe en Everybody Says I Love You (interpretado por el propio Allen), que se aprende en una noche una monografía sobre Tintoretto para impresionar a Julia Roberts.

El lector encontrará otros ejemplos de postureo cultural en Hannah y sus hermanas o Sueños de seductor.

La risa contra la ostentación ha dado lugar a deliciosas patrañas en, sin ir demasiado lejos, el campo de las artes plásticas. Recordemos, por ejemplo, a Nat Tate, un pintor abstracto, desdichado y suicida que en 1998 deslumbró a la crema de la intelectualidad neoyorquina durante una fiesta perversamente orquestada por William Boyd, David Bowie, Gore Vidal y John Richardson. Pero el camelo más sangriento y divertido tal vez sea el de Pierre Brassau, cuya obra fue expuesta en una galería de Gotemburgo allá por 1964. «Un pintor que actúa con la delicadeza de un bailarín, que acomete la pincelada con furiosa meticulosidad», escribió el gran crítico Rolf Anderberg. Ese delicado artista era un chimpancé de cuatro años.

El exhibicionismo es, como vemos, una tediosa dolencia que mortifica todos los territorios de la cultura, pero diría que en la música destaca por la virulencia de sus infecciones (o por el dolor que esas infecciones me producen). En el caso del rock o el pop, los hipsters más obstinados (y menos cautos) son capaces de jurar sobre los Evangelios que conocen a grupos ficticios. Durante un concierto de pop, cierta revista preguntó a los asistentes por artistas imaginarios. Con tal de no parecer unos ignorantes delante de su pandilla, algunos entrevistados dieron respuestas como «no puedo opinar mucho porque sólo he escuchado un par de canciones» o «están bien, pero no son de mi estilo».

Aquí vamos a ofrecer suficientes temas de conversación sobre música clásica para dejar atónitas a las víctimas potenciales de un seductor o seductora sin escrúpulos, pero también suministraremos la otra cara de la moneda, el antídoto contra la impostura intelectual en forma de preguntas tramposas para cazar a farsantes contumaces.

Por ejemplo: «¿Conoces a Petitchoux, el violinista enano de la corte de Luis XIV? ¡Tiene sonatas preciosas!».

Si el interrogado contesta que sí, ya sabremos que es un vulgar posturista porque ese músico de Luis XIV no componía sonatas sino óperas, no era enano sino calamitosamente torpe (murió de gangrena tras golpearse el pie con la barra de hierro que usaba para marcarle el compás a la orquesta) y no se llamaba Petitchoux sino Lully.

Si contesta que no, sabremos que es un individuo honesto interesado en la música como consuelo del alma o recreo del espíritu y no como herramienta de ostentación intelectual.

Ahora bien: dado que esta obra está llamada a convertirse en un bestseller atronador , también puede suceder que ambos cortejadores lleguen a la palestra con la lección bien aprendida y un perfecto dominio de las sinuosas técnicas que aquí desvelaremos por primera vez en la historia del fornicio. Si así fuera, se produciría un gran duelo de alardes soterrados, lo cual no deja de ser un buen estímulo para la concupiscencia, móvil de artimañas mucho más groseras que las expuestas en este compendio de sutilezas. La historia de la música, por otro lado, está plagada de desafíos, sobre todo entre virtuosos del teclado. Y así entramos en la primera ristra de anécdotas que cualquier perito en la seducción musical (o cualquier debelador de peritos) debe conocer al dedillo.

DUELOS Y QUEBRANTOS

El más famoso de esos desafíos fue tal vez uno que ni siquiera llegó a realizarse porque uno de los duelistas ahuecó el ala antes de la batalla. (Aunque fuentes muy rigurosas aseguran que jamás tuvo lugar porque la historia misma es ficticia. Da lo mismo.) Ocurrió (o no) a comienzos del siglo XVIII en la corte de Augusto de Sajonia, un rey algo estrambótico, amante de las artes y con fama de forzudo, fama que él mismo acreditaba por el procedimiento de doblar herraduras en público.

Augusto el Fuerte contrató a un clavecinista francés llamado Louis Marchand, una auténtica primadonna que consiguió poner de los nervios a su maestro de capilla (o sea, a su director musical), otro francés llamado Jean Baptiste Volumier.

Como su fornido patrón estaba muy encaprichado con Marchand, plantear un órdago frontal era impensable so pena de despertar la cólera del monarca. El taimado Volumier urdió entonces una añagaza y convenció a Augusto de que organizara un duelo musical entre Marchand y otro insigne virtuoso del clavecín: Johann Sebastian Bach. No sabemos si Marchand espió los ensayos de Bach durante las horas previas al certamen, pero estaba claro que le iba a resultar imposible salir airoso de aquel trance y, cuando llegó la hora señalada, el francés simplemente no compareció. Para no afrontar la ignominia que conlleva toda deserción frente al enemigo, puso pies en polvorosa y regresó de inmediato a París. Mil kilómetros de más que penosa diligencia.

Bach, por su parte, recicló el duelo en concierto e hizo las delicias del público. O eso cuentan.

¿Cuáles solían ser las reglas de un duelo como aquél? Básicamente, los duelistas intercambiaban retos. Bach le habría dado a Marchand un tema para que éste improvisara y viceversa.

Un duelo que sí llegó al showdown (como decimos los jugadores de póker) fue el de Händel contra Scarlatti organizado en Roma por el cardenal Ottoboni. Acabó en empate porque Händel era mejor organista y su rival se daba más maña con el clavecín.

Mozart tuvo que medirse en Viena con Muzio Clementi y ganó por 2-1: el público dictaminó que estaban igualados en arte (es decir, en técnica), pero que Mozart desplegaba un gusto más exquisito.

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