Luis Sagasti
UNA OFRENDA MUSICAL
En el siglo XVIII el conde Keyserling le encarga a Bach una composición para poder conciliar el sueño. Bach, superando cualquier expectativa, compone un aria con treinta variaciones que luego se conocerá como las Variaciones Goldberg , en honor a su primer ejecutante, el clave encargado de tocar la pieza todas las noches hasta que el conde se durmiera.
Con esta historia comienza Sagasti una narración hipnótica y contrapuntística que, al igual que las Variaciones y La ofrenda musical −la obra que Bach anciano compone a pedido de Federico el Grande−, propone seguir las vueltas de una melodía para llegar al aria final donde todo vuelve a comenzar.
Así como Goldberg narra una y otra vez las mismas historias para que el conde reciba su pequeña muerte nocturna, como una suerte de Sherezade invertida, Sagasti nos cuenta una y mil historias, y de Bach nos lleva a las interpretaciones de Gould, que parece tocar incluso durante los silencios entre una variación y otra; y de Gould a Sgt. Pepper’s , el primer disco de la historia que no tiene pausas entre los temas, como si todo fuera una sola y gran composición; y de ahí a la música en los campos de concentración, a 4’ 33’’ de John Cage, a los conciertos de The Who, y así hasta el infinito.
¿Dónde poner punto final a una historia? ¿Cuándo se canta la última canción de cuna? Para Thoreau, la música es continua, solo la atención no lo es. Para Sagasti, el orden cósmico es, sin dudas, un orden musical.
Luis Sagasti
UNA OFRENDA MUSICAL
Para Adriana
He oído que existe un acorde secreto
que David solía tocar, y que agradaba al Señor.
Pero tú realmente
no le das mucha importancia a la música, ¿verdad?
LEONARD COHEN , Hallelujah
El sonido sordo y cauteloso del fruto
que cae del árbol.
En medio de una incesante melodía
del profundo silencio del bosque…
OSIP MALDELSTAM
LULLABY
No se saben las causas por las cuales un conde del siglo XVIII , sin más problemas que los que su condición conlleva –intrigas palaciegas, los celos de alguna doncella, el tedio como condición de protocolo–, no es capaz de hacer las paces con su conciencia y conciliar el sueño por las noches como Dios manda y él mismo quiere. Como todos, el conde de Keyserling entiende que es un castigo eso de velar sin luz cuando todos ya han partido hacia la infancia. Una pena que iguala, el insomnio no hace distingos a la hora de purgar culpas. Keyserling ataca el síntoma y no su causa (la nobleza siempre ha actuado de ese modo): le encomienda al cantor de la iglesia de Santo Tomás de Leipzig, que no es otro que Johann Sebastian Bach, una composición con la que pueda por fin dormirse. A cambio entrega una copa de plata rebosante de luises de oro. No hacía falta tal exceso, después de todo fue él mismo quien le consiguió al músico el cargo de compositor de la corte de Sajonia. Sobrepasando la altura de las circunstancias, Bach compone un aria a la que le añade treinta variaciones posibles. No será la melodía el patrón común de las composiciones sino la línea del bajo, la base armónica.
El encargado de darle al conde estas píldoras musicales será un asombroso clave que no solo toca a primera vista lo que enfrente se le ponga sino que, además, puede leer una partitura patas para arriba como un rockero toca con su guitarra en la espalda. Se llama Johann Gottlieb Goldberg. Es joven, es decir, veloz y pretencioso. Sin embargo, para evitar cualquier sorpresa, ensaya en la tarde previa los pasajes más difíciles. A la vez procura conseguir el tempo adecuado para que el noble entre al sueño.
Sin más mérito que el celo con que las ha abordado, la posteridad ha bautizado esta serie de composiciones como Variaciones Goldberg en honor a su primer ejecutante.
Un estrecho de Magallanes que se cruza a nado, la interpretación más famosa pertenece al pianista canadiense Glenn Gould. En verdad hizo dos; lo que hay en medio de ambas es parte de un planeta de veintiséis años. La primera versión es urgente y flamígera hasta donde lo permite el barroco y se grabó en 1955 (Gould contaba con veintitrés años); la segunda la edita poco antes de morir de un derrame cerebral a los cincuenta, en 1981. Con toda su genialidad, Gould no puede escapar al destino de los sabios: la lentitud de la última ejecución es la de quien sabe que de un círculo solo se sale antes de dar el primer paso.
Pese a la impronta de su apellido, el conde es ruso, y es el embajador ante la corte de Sajonia. Hay una inmunidad tranquilizadora, hay tertulias (o mejor: en palacio se vive en estado de tertulia), hay jabalí y confites por las noches, hay insomnio. Keyserling tiene un valet que es casi su confidente. Se llama Vasya y solo habla ruso. Por la puerta abierta del cuarto, junto al frío entrará también la música, y con ella, se espera, el sueño. Vasya debe cerrarla una vez que escuche roncar al conde.
Spokoynoy nochi , saluda pasadas apenas las diez.
El valet se aleja del cuarto y se lleva consigo la luz hacia la habitación contigua donde Goldberg aguarda. Deja el candelabro y con un movimiento de cabeza indica que se debe iniciar la ejecución.
Keyserling abre los ojos, observa la penumbra del cuarto de donde brota la música, y los vuelve a cerrar. Tapado hasta la barbilla y con un gorro en la cabeza.
Vasya, de pie a la derecha, observa las manos de Goldberg; Goldberg, la partitura.
Al otro día el conde hará una observación que es casi una orden: la distancia guardada entre variación y variación deberá ser más breve: cuando se produce ese hueco de silencio es expectativa lo que lo habita y así no hay forma de entrarle al sueño, claro. Lo cierto es que en esa primera noche Vasya escucha los ronquidos del conde antes de que se llegue a ejecutar la séptima variación. Cierra entonces la puerta del cuarto; Goldberg, el clave. En una bifurcación del pasillo se despiden en ruso y en alemán. El valet desciende las escaleras. Goldberg se dirige hacia la otra ala en busca de vino y conversación.
Las pausas entre cada variación no son un asunto menor, como no lo es en verdad ninguna pausa, y eso es algo que Glenn Gould sabe mejor que nadie. Se ha dado cuenta, y tal vez con el correr de las noches Goldberg también, de que en verdad no hay ninguna interrupción entre los temas: mora allí la música que solo se alcanza con el tacto. Cuando Gould finaliza cada una de las variaciones su cuerpo continúa agitado, se ve bien en los videos; ciega, la mano izquierda tiembla y mueve el brazo: una libélula sin desmayo palpa de la música lo que es pura simiente aún. Toca sin partitura.
En ese intersticio, en la grieta que separa cada variación, aparece la música que hace dormir al conde. Podemos adivinar que Gould repite los movimientos de Keyserling cuando se está por quedar dormido. Estos módicos espasmos, que acaso ocurran en las pausas, reciben el nombre de mioclono. Se trata de una contracción seguida de un relajamiento del músculo que experimentamos durante las fases iniciales del sueño.
En su práctica Goldberg ha encontrado que el espacio entre las variaciones no debe ser uniforme: por ejemplo, entre la número trece y la catorce apenas debe haber un respiro, entre la séptima y la octava se impone un silencio más frondoso. No es así cómo las ejecutará: la idea es lograr que el conde se duerma cuanto antes, las pausas debían ser breves, fue muy claro al respecto (es él quien paga, después de todo). En esta segunda noche el conde no reconoce la melodía; tiene oído para la música y buen gusto, según adulan, pero no una memoria prodigiosa como para darse cuenta si la música es la misma; eso es algo que advertirá mucho más tarde. Los ronquidos llegaron en el octavo tema.