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Sara Mesa - Perder el miedo

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Sara Mesa Perder el miedo
  • Libro:
    Perder el miedo
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    2020
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Perder el miedo: resumen, descripción y anotación

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Un texto que echa luz a la oscuridad del miedo.

Un iluminador ensayo que te ayudará, temeroso lector, a vivir con más sabiduría y tranquilidad.

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SARA MESA

Nació en Madrid en 1976 pero reside en Sevilla desde niña. Publica sus libros habitualmente en la Editorial Anagrama, donde han aparecido las novelas Cuatro por cuatro, Cicatriz la recuperada Un incendio invisible y Cara de pan, así como el libro de cuentos Mala letra y el breve ensayo Silencio administrativo.

Algunos de los más perspicaces escritores y críticos literarios han dicho sobre ella cosas como:

“Desde una inquietante visión de la contemporanidad, Sara Mesa levanta una literatura de alto voltaje trabajada con precisión de orfebre” (Rafael Chirbes); “Una verdadera revelación” (José María Guelbenzu); “Una escritura desnuda y fría, repleta de imágenes poderosas que desasosiegan en la misma medida que magnetizan” (Marta Sanz); “Los lectores nos sentimos atrapados por esta fascinante escritura que es, a un mismo tiempo, oscura y luminosa” (Juan Antonio Masoliver Ródenas).

Sara Mesa acaba de publicar Un amor, una novela perturbadora y extraordinaria sobre el difícil encaje con los otros, sobre el interés y el intercambio en el sexo, en el amor, en la vida de comunidad.

Ahora nos entrega, en exclusiva para los amigos de la Fnac, un texto que echa luz a la oscuridad del miedo.

Un iluminador ensayo que te ayudará, temeroso lector, a vivir con más sabiduría y tranquilidad.

1. La almendra del miedo: una introducción

Piense en una almendra. En el tamaño y la forma de una almendra. En esas dimensiones tan pequeñas caben nuestros miedos más grandes. Mezclados, eso sí, con otras muchas emociones humanas como la satisfacción, la ira, la tristeza, el deseo, la frustración o la alegría. Una almendrita que está ahí, alojada en el cerebro reptiliano, el más profundo, animal e inaccesible. Una almendrita que se llama amígdala y que nos maneja como quiere. Usted va por la calle, está oscuro, una cosa negra y veloz cruza corriendo por delante, da un respingo. ¡Qué rápida, la amígdala, que ha actuado antes de que el resto del cerebro se posicione y le haga ver que eso que creyó una rata era, en realidad, un lindo gatito!

¿Quién querría prescindir de su preciada amígdala cerebral? Es un mecanismo perfecto de protección y defensa. Igual que avisa de la presencia de la rata (o gatito), puede avisar de peligros mayores. Nos permite estar muy alertas, todo por nuestro bien. Nos dice: «¡Corre, coge un cuchillo, tírate al suelo, escóndete!». Hasta se comunica con la musculatura facial para que se nos ponga la típica cara de terror: ojos como platos, pupilas dilatadas, boca abierta, cejas hacia arriba. Pensemos, por ejemplo, en la expresión de Shelley Duvall en El resplandor mientras el filo del hacha de Jack Nicholson asoma por la puerta… Claro que el miedo de la Duvall era muy muy real, pero ¿todos los miedos lo son? ¿Y si detrás de muchos de nuestros terrores no hay más que… un lindo gatito? ¿Dónde empieza lo patológico, lo neurótico, lo exagerado? ¿En qué momento la dichosa almendrita se excede en sus funciones y nos hace sufrir un poquito de más? ¿Cuándo deja de ser útil porque nos paraliza, nos inutiliza, nos convierte en marionetas ridículas, asustadizas e incluso aterrorizadas por tonterías? ¿Cuándo —también— nos convierte en una amenaza para otros, al exacerbar injustamente nuestro sentido de la supervivencia?

Ahí está la cuestión: esa almendrita, esa amígdala, ¿siempre es infalible? ¿Qué ocasiona sus fallos? ¿Puede manipularse? ¿Hay miedos aprendidos? ¿Hay miedos inducidos? ¿Cómo puede existir tanta complicación en el tamaño y la forma de una almendra?

La gama de los miedos es infinita. Algunos son tangibles y otros imaginarios. La división no es tajante: casi todos combinan un poquito de ambas cosas, es decir, se basan en una realidad que la imaginación agiganta y deforma. También hay diferentes intensidades en el miedo: del susto a la aprensión, el rechazo, el terror y, por último, el odio. No en vano, las denominaciones científicas de miedos patológicos incluyen el término fobia, como aracnofobia (miedo a las arañas), claustrofobia (a estar encerrados), agorafobia (a los espacios multitudinarios), herpetofobia (a las serpientes) o cinofobia (a los perros). Hay miedos muy comunes (a la muerte, a la soledad, al ridículo, a las alturas…) y otros de una particularidad que, en sí misma, asusta (la fogonofobia es el miedo a las personas con barbas largas y, agárrense, la consecotaleofobia es el miedo a los palillos… chinos). Hay gente que se asusta por todo y vive en un estado permanente de miedo y otra que, debido a la mutación de un cromosoma en la amígdala cerebral (enfermedad de Urbach-Wiethe), se vuelve imprudente, temeraria y hasta agresiva, pues no le tiene miedo a nada.

Este librito es demasiado pequeño para analizar toda esta casuística. Aunque no lo parezca, es infinitamente más pequeño que una almendra. Es, digámoslo ya, un libro abocado al fracaso. Pero, como decía John Cale en la canción del mismo título, «Fear is a man’s best friend». Amigo y enemigo, añadiría yo, querido John, así que ¿cómo no intentarlo al menos? Vamos a ello.

2. Las edades del miedo

No hay etapa de la vida en la que no nos asalten los miedos. Aunque ¿son siempre los mismos? ¿Puede haber coincidencias entre los miedos de una niña de seis años y los de, por ejemplo, un anciano de noventa? ¿O, al igual que pasa con nosotros, con nuestros cuerpos, los miedos cambian, se arrugan, encanecen, se quedan calvos, pierden la memoria?

Volvamos la vista atrás para recordar a los niños que fuimos. ¿Qué nos aterraba? La oscuridad, las brujas, los monstruos que acechaban agazapados debajo de la cama a la espera de que nos levantáramos para atraparnos por los tobillos y comernos vivos… El escenario del miedo era casi siempre el dormitorio. El momento, la noche. A veces, bastaba con taparse hasta la nariz o incluso por completo para quedar medio sofocados y caer dormidos, lo cual no deja de ser curioso: una manta, o una simple sabanita, podía servir de escudo ante los malos.

Pero al crecer el miedo imaginario se va convirtiendo en un miedo real. En la adolescencia todo se hace un poco más difícil porque ya no hay sabanita que valga. El hombre del saco y la niña de El exorcista recogen su carta de despido y a cambio aparece, con todo su armamento, otro potente ejército de miedos: al ridículo, al rechazo, a los cambios del cuerpo (¡los granos!, ¡las tetas!, ¡los pelos!), a todo lo que se nos viene encima: esa extensión de vida por delante que no sabemos cómo podremos manejar.

Sin embargo, cuando alcanzamos la madurez, sucede justamente lo contrario. De pronto, ya no es el miedo a lo que viene, sino a lo que se va, todo eso que se nos escurre entre los dedos irremediablemente y que ya nunca va a volver. Bienvenidos a la crisis de los cuarenta. Hacemos visera con la mano y miramos atrás para comprobar que el tiempo ha pasado muy rápido y nuestros sueños y aspiraciones se convirtieron en humo, en polvo, en sombra, en nada… Aunque si cambiamos de dirección y miramos hacia delante, el panorama no se presenta mucho mejor. La madurez es un lugar de encrucijada en el que muchos miedos pierden del todo su irrealidad. No, no es que tengamos miedo de que nos consideren feos…, es que, definitivamente, nos hemos vuelto feos.

Y qué decir de la vejez, que hasta tiene su propio miedo etiquetado: gerontofobia, miedo a envejecer, como si acaso pudiéramos evitarlo. Por no hablar de que, más allá, cada vez más de cerca, nos observa Bengt Ekerot, ese señor serio y de rostro muy pálido, cubierto con su larga capa negra, que aparecía en la película El séptimo sello de Ingmar Bergman. Con él, nos guste o no, deberemos jugar nuestras (últimas) partidas de ajedrez.

No obstante, hay que reconocer que esta descripción de las edades del miedo, del paso de lo irreal a lo real, es simplificadora e incluso tramposa (por benévola). Para muchos niños, en efecto, los monstruos no son seres fantásticos con ojos sanguinolentos, dientes afilados, manos con garras, aliento fétido y voz de ultratumba, sino otro tipo de monstruos mucho más crudos y amenazantes como, por ejemplo, las bombas. O el padre que pega. O el hambre. Esto nos lleva a una importante conclusión: los miedos, cuanto más imaginarios sean, tanto mejor. ¿Quién podría discutirlo?

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