JOAN CORBELLA ROIG
Vivir sin miedo
Autor: Corbella Roig, Joan
©1989, Folio
ISBN: 9788422630951
Generado con: QualityEbook v0.86
Generado por: Silicon, 22/05/2018
Dr. Joan Corbella Roig
Vivir sin miedo
DISEÑO: EMIL Tróger
Ilustración: La danza, de Henri Matisse
Círculo de Lectores, S.A.
Valencia, 344 − 08009 Barcelona
1357909028642
© Dr. Joan Corbella Roig, 1989
© Ediciones Folio, S.A., 1989
Depósito legal: NA. 30-1990
ISBN: 84-226-3095-8
Deseo agradecer a la psicóloga María Sánchez su inestimable colaboración en revisar, corregir y aportar sus valiosas sugerencias en la elaboración de este libro.
INDICE
INTRODUCCIÓN
VIVIR SIN MIEDO
HISTORIAS DE MIEDO
MIEDO A LA PALABRA
MIEDO A LA RELACIÓN INTERPERSONAL (CONTACTO FÍSICO)
MIEDO A LA AMISTAD
MIEDO A AMAR
MIEDO AL SEXO
MIEDO A LA SOLEDAD
MIEDO A LA PÉRDIDA DEL RECUERDO
MIEDO A LA POBREZA
MIEDO A LO IMPREVISTO
MIEDO AL RIESGO
MIEDO A LOS CAMBIOS
MIEDO AL CASTIGO
MIEDO A LOS CONFLICTOS
MIEDO AL FRACASO
MIEDO AL DESORDEN
MIEDO A LA ENFERMEDAD
MIEDO A LA VEJEZ
MIEDO A LA MUERTE
MIEDOS SIN HISTORIA
LA FELICIDAD NO ES IMPOSIBLE (A modo de epílogo)
INTRODUCCIÓN
SI EXISTE un miedo al silencio personal del que surgen los impulsos más internos y propios, si existe un miedo a encontrarse con la propia identidad y con las respuestas íntimas a acontecimientos del entorno, existe también un miedo a vivir: a afrontar el fenómeno de la existencia con la plenitud de posibilidades que un ser humano puede ofrecerse a sí mismo. «No existe nada de mayor riqueza que un hombre ni nada más apasionante que una vida» decía en mi libro “Miedo al silencio”. Encontramos en nuestro entorno vidas muy poco apasionantes, no tanto por su contenido como por la actitud personal frente al hecho de “vivir”. Se renuncia a la capacidad de gozar, sentir y conocer cuanto acontece, mientras se tiende a limitar los acontecimientos que pueden emocionar, para ir en busca de la comodidad, la seguridad y la eliminación del riesgo.
El libro que el lector tiene en sus manos podría haber tenido otros títulos, todos relacionados con el miedo: “Miedo a la palabra”, “Miedo al sexo”, “Miedo a la enfermedad”, “Miedo a la soledad”, “Miedo al riesgo”, “Miedo a amar”, “Miedo al descontrol”, “Miedo al desorden”, y un largo etcétera. Cada uno de estos títulos se convertirá en un epígrafe de los siguientes capítulos, pues en cada uno hallaremos razones para justificar una actitud timorata respecto a la posibilidad de encontrar en la vida resortes entusiasmadores y fenómenos existenciales capaces, en sí mismos, de generar una sensación de vida.
Lo vital, lo vitalista, la vitalidad, y cuantas expresiones derivan de la palabra “vida”, tienen en su significación contenidos de equivalencia a entusiasmo, felicidad y capacidad para el gozo. La vida puede ser contemplada siempre como el aspecto positivo de lo que le sería antagónico: la “no vida”, la renuncia a lo vital. Sin embargo, a menudo se unen a la palabra vida calificativos como difícil, aburrida, monótona, cara, y otros igualmente peyorativos. Estas expresiones no están sólo en boca de quienes han tenido que afrontar en su existencia situaciones estimablemente angustiosas o razonablemente difíciles; forman parte del contenido cultural y son emitidas sin rubor por personas que podrían rendir un homenaje a la vida. La existencia de estas, personas sería diferente si fueran capaces de encontrar aquellos aspectos favorables, que por otra parte son notorios y evidentes, y no vivieran tan obsesionados por las posibles adversidades, miedos y aspectos menos agraciados de su realidad que, por otra parte, siempre están presentes en cualquier vida.
¿Tiene sentido vivir? ¿Merece la pena tener hijos? ¿Puede considerarse la vida como un bien de forma absoluta? En mi opinión, la respuesta a todas estas preguntas es SÍ, siempre que se entienda la vida como el curso de una existencia en la que se puedan experimentar con plenitud todas aquellas sensaciones, emociones, pensamientos y sentimientos que el ser vivo es capaz de producir apoyándose en su realidad psicológica y en los acontecimientos que rodean su circunstancia.
La vida supone una sucesión de fenómenos interconectados entre sí por la realidad de uno mismo. El substrato de todas las reacciones es la propia constitución, tanto en el aspecto físico-biológico como en el bio-psicológico. Este substrato recibe impulsos modificadores y potenciadores durante la educación, tanto por parte de padres y maestros, que son quienes atienden esta función, como por la multitud de hechos fortuitos que van enriqueciendo la estructura personal, en la medida que van acumulándose sensaciones, emociones y conocimientos, todos ellos siempre íntimamente unidos entre sí. La emoción que produce un sentimiento altera la capacidad para conocer determinada realidad: lo que percibimos como objetivo está siempre condicionado por la subjetividad. El ser humano integra siempre el entorno sin límites específicos y con interrelaciones muy sutiles. Las vivencias constituyen el substrato de la vida, entendiendo como vivencia no solamente lo que ocurre, sino también lo que se vive, cómo llega a concienciarse, cómo se responde emocionalmente y la sensación final que deja en el individuo. En la suma de estas sensaciones podremos encontrar la respuesta al supuesto grado de intensidad vital. Si la sensación final es repetidamente placentera, tenderá a sentirse feliz, y si no lo es, encontrará motivos para la desdicha.
Como hemos visto, la sensación final no depende solamente del tipo de acontecimientos que se presentan a lo largo de una vida, sino que interviene, de forma decisiva, la actitud personal ante cada uno de ellos. Esta actitud se apoya en la estructura de la personalidad, en la experiencia y también, y ahí radica la responsabilidad de cada uno para consigo mismo, en el deseo formulado, asumido e integrado de aspirar a reaccionar positivamente ante cada situación. Según sea la actitud vital del individuo, el acontecimiento del vivir cobra dimensiones diversas: existen vidas que se sufren, vidas que se pasan, vidas que se viven. Propongo optar con plenitud por esta tercera opción; de lo contrario, si no hay decisión previa, se producirá una de las otras dos alternativas, sin que medie posibilidad alguna de control por parte del interesado. En el caso de quien se resigna a simplemente dejar pasar la vida, acabará inexorablemente sufriéndola o, en el mejor de los casos, no viviéndola, no dándose cuenta de su “existir”.
Resultaría demagógico no dar importancia a los “contenidos” de la realidad existencial. Obviamente existen vidas que resultan mucho más difíciles de vivir que otras. Cuando la enfermedad, la soledad o la pobreza imponen sus limitaciones, resulta muy difícil el ejercicio de voluntad que supone una opción vitalista. De todos modos, a menudo, en situaciones precarias, donde parece que estarían más justificadas la desesperación y el desánimo, aparecen posturas de entereza, coraje y vitalismo. Estas reacciones todavía hacen más difícil aceptar y comprender aquellas actitudes que traducen un sentido trágico de la existencia, sin ningún elemento que lo justifique. Cierto es que los estados depresivos no necesitan justificación para que produzcan efectos negativos en el pensamiento del individuo e incapacidad para sustraerse a ellos. Al margen de la depresión, que constituye una enfermedad por sí misma, clínicamente delimitada y con posibilidades de curación en un porcentaje notablemente alto, existen posturas personales que flirtean permanentemente con estados depresivos. Son personas que sitúan su impulso vital bajo mínimos y tienden a fijar siempre su atención, la de sus análisis y la de sus reacciones emotivas, en aquellos aspectos de sus circunstancias que son menos favorables.
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