Prologo
A principios del nuevo milenio, dos jóvenes microbiólogos inter–cambiaban con cierta asiduidad correos electrónicos desde sus respectivos centros de trabajo localizados a 2000 km de distancia, en la Universidad de Utrecht en Holanda y en la Universidad de Alicante en España. Ambos investigan sobre un tipo de secuencias repetidas de función desconocida, localizadas en regiones no codificantes del ADN de distintos procariotas. El grupo al que pertenece el holandés (Ruud Jansen) tiene un largo recorrido en el uso de estas regiones repetidas para discernir entre distintas cepas de la bacteria causante de la tuberculosis. El equipo del español (autor de este prólogo) aspira a averiguar la razón de ser de estas repeticiones, a encontrar una explicación a su extendida presencia tanto en bacterias como en sus parientes lejanos, las arqueas. El interés de Ruud también va más allá del uso de las enigmáticas repeticiones como dianas para diagnóstico microbiológico. Durante meses compartimos y discutimos resultados no publicados obtenidos por ambas partes. La coincidencia de opiniones e inquietudes nos llevó a plantearnos aunar esfuerzos y presentar un proyecto con el fin de abordar su estudio, intención que se frustró cuando finalizó el contrato laboral que ligaba a Ruud con su grupo de trabajo en la universidad. Ruud tuvo que buscar fortuna en otro lugar y abandonó la línea de investigación que tanto lo fascinaba. Poco antes de tan desafortunado desenlace, Ruud me hizo partícipe de su descubrimiento más significativo, uno de los grandes hitos en el desarrollo del incipiente campo CRISPR. A finales de 2001, el grupo de Ruud se percata de que, junto a las regiones de las repeticiones de su bacteria predilecta, hay hasta cuatro genes distintos que se encuentran también presentes en un puñado de otros procariotas. La observación de que los cuatro genes estaban invariablemente situados en las inmediaciones de las repeticiones sugería que podrían estar relacionados funcionalmente con ellas. Había que dar un nombre a estos genes y, como paso previo, nos propusimos pactar un acrónimo para las repeticiones. Este tenía que ser distinto a los previamente propuestos de manera independiente por ambos grupos, los únicos aparentemente interesados en el estudio de estas secuencias desde su descubrimiento más de una década antes. Debía ser original, único y no coincidir con ningún otro término utilizado en el ámbito científico. Tras recopilar las principales características descriptivas de estas repeticiones (agrupadas, de pequeño tamaño, parcialmente simétricas —palindrómicas— y dispuestas a espacios regulares), y barajando las letras iniciales de sus términos en inglés (repeats, clustered, short, palindromic, regularly interspaced), surgió la combinación CRISPR. A Ruud le encantó la propuesta: «Qué buen acrónimo es CRISPR… Tiene gancho… Además, no carece de importancia el hecho de que es una entrada única en MedLine». (Med–Line era la base de datos de bibliografía más utilizada por entonces, al menos en el ámbito de la medicina y áreas relacionadas.) Ruud y sus colaboradores en Utrecht describieron los genes vecinos de las repeticiones como «asociados a CRISPR» y los denominaron con la abreviatura «cas», por su significado en inglés (CRISPR–associated), en un original que publicaron en 2002 donde se utilizó por primera vez el acrónimo CRISPR. Desde entonces y hasta junio de 2018, el número de artículos que citan CRISPR en MEDLINE/PubMed es de casi 10 000. En aquella época no habría sospechado que ese «crujiente» acrónimo, hoy considerado por muchos «inapropiado» como término científico, llegara a hacerse tan popular en los laboratorios de todo el mundo. Ni me podía imaginar que algún día se escribiría un libro de divulgación en el que se mencionara, menos aún que fuera el actor principal. Seguro que Ruud tampoco era consciente de la trascendencia que iban a tener nuestras conversaciones: los buscadores de internet encuentran a día de hoy decenas de millones de páginas web cuando introducimos la palabra clave «CRISPR», como si se tratara del nombre de un jugador de fútbol, y eso que CRISPR no mete goles en los estadios de fútbol (aunque en cierta manera sí lo hace en otro terreno de juego, el del conocimiento). El taxista que hace unas semanas me trasladaba de Vilna a Trakai pronunciaba perfectamente el término CRISPR y era consciente de la envergadura del trabajo que se estaba haciendo con estas secuencias; el pasajero del asiento junto al mío en un vuelo a París de hace unos meses me confesó que era un fan de las CRISPR y que retuitea habitualmente noticias sobre los últimos avances; en un popular videojuego interactivo estadounidense incluyen el significado de las siglas entre sus preguntas; se habla de CRISPR en series de televisión, en la gran pantalla, en los parlamentos, en las plazas de los pueblos…
Pero de lo que se habla no es precisamente de la función biológica que desempeñan las CRISPR. La mayor parte de los cien millones de páginas web, los 300 000 vídeos y los 10 000 artículos de investigación que citan las CRISPR están fechados en los últimos cinco años, a partir de 2013, diez años después de que averiguáramos que las CRISPR son parte esencial de los sistemas de defensa de los procariotas. La razón de este alboroto no es otra que el desarrollo, a partir de 2012, cuando se llegó a esclarecer el mecanismo del sistema de defensa CRISPR, de unas herramientas extraordinarias, denominadas genéricamente «tecnología CRISPR», que utilizan sus componentes para editar el genoma de los seres vivos, desde el de las bacterias hasta el de los humanos.
Este libro trata sobre la tecnología CRISPR, la que sacó del anonimato a algunos de los microbiólogos, bioinformáticos, genetistas, bioquímicos y biólogos moleculares, todos estudiosos de los procariotas que, desde sus respectivas especialidades, habían contribuido a gestar esta revolución tecnológica, sin ser plenamente conscientes de la repercusión que su búsqueda del conocimiento iba a tener. Entre estos afortunados se encuentra el que suscribe. Y no es precisamente por el prestigio de las revistas en las que mi grupo de investigación publica habitualmente sus hallazgos (bastante alejadas de las «top 10»), ni siquiera bastó la repercusión internacional de nuestra investigación. Tampoco ha sido por pertenecer a una de las instituciones académicas más reconocidas del mundo (los rankings mundiales de universidades asignan puestos modestos a la de Alicante), ni por ocupar el más alto puesto en la escala académica (soy profesor titular de universidad). La salida a la luz de esta historia fue el resultado del empeño de unos pocos en que así fuera. El primero en intentarlo en España fue uno de mis directores de tesis, el Dr. Francisco E. Rodríguez Valera, a través de una nota que publicó en mayo de 2014 en el boletín electrónico mensual de la Sociedad Española de Microbiología, con el título «Nuestra ciencia: un triunfo español, el sistema CRISPR». Pero no tuvo mucho eco que digamos. Al segundo lo conocí a finales de ese mismo año, cuando me seleccionaron por un proyecto que el Ministerio de Economía y Competitividad me había concedido como investigador principal tres años antes para que informara sobre sus progresos en persona ante un panel de evaluadores y expertos. Unos meses más tarde recibí, redirigido por uno de sus muchos destinatarios, un correo electrónico escrito por un investigador cuyo apellido me era algo familiar. El mensaje hacía referencia al trabajo pionero de mi grupo de investigación sobre las CRISPR, ¡y el autor decía conocerme! En internet estaba la respuesta. Asociado a su nombre apareció el rostro de uno de los expertos de ANEP, el que se sentaba en la mesa justo en la esquina opuesta a la mía, el mismo que nada más terminar mi exposición formuló una de esas preguntas que evidencian un buen conocimiento del tema. Indagando, averigüé que era fundador de la Sociedad Internacional de Tecnologías Transgénicas (ISTT), miembro del Comité de Dirección del Centro de Investigación Biomédica en Red en Enfermedades Raras e investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) en el Centro Nacional de Biotecnología, en cuyo servidor tenía nada menos que una página web sobre las CRISPR ( http://www.cnb.csic.es/~montoliu/CRISPR/ ). Trabajaba en genética y terapia de enfermedades raras utilizando ratones editados con CRISPR. ¡Era un usuario de la técnica, en España, ya en 2014! Este biotecnólogo de profesión es el autor de este libro, el Dr. Lluís Montoliu.