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Cesar Vidal - El aprendiz de cabalista

Aquí puedes leer online Cesar Vidal - El aprendiz de cabalista texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2004, Editor: www.papyrefb2.net, Género: Historia. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Cesar Vidal El aprendiz de cabalista
  • Libro:
    El aprendiz de cabalista
  • Autor:
  • Editor:
    www.papyrefb2.net
  • Genre:
  • Año:
    2004
  • Índice:
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El aprendiz de cabalista: resumen, descripción y anotación

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Enfrentado con Francia, Carlos V decide recurrir a las artes mágicas para asegurarse la victoria. Sin embargo, Hayim, el instrumento elegido por el joven emperador, no es un mero taumaturgo sino un prestigioso cabalista, expulsado de España en 1492 y dotado de un conocimiento oculto y prodigioso. Las órdenes imperiales brindarán a Hayim la oportunidad de cambiar la Historia pero, sobre todo, la de alterar su propia existencia.

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Enfrentado con Francia, Carlos V decide recurrir a las artes mágicas para asegurarse la victoria. Sin embargo, Hayim, el instrumento elegido por el joven emperador, no es un mero taumaturgo sino un prestigioso cabalista, expulsado de España en 1492 y dotado de un conocimiento oculto y prodigioso. Las órdenes imperiales brindarán a Hayim la de cambiar la Historia pero, sobre todo, la de alterar su propia existencia.

Autor
CÉSAR VIDAL Licenciado en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid es - photo 1
CÉSAR VIDAL
Licenciado en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid, es en tertulias en TeleCinco y Antena 3.
Dedicatoria
A Sagrario. Sin ella, este libro
no se hubiera escrito. Ni siquiera
habría podido nacer en mi imaginación.
Italia, 1525
I
El rabí Hayim Cordovero siguió contemplando el suelo mientras notaba cómo iba en aumento el dolor que se le había enroscado con insoportable potencia en la ya un tanto encorvada espalda. Lamentablemente, los soldados que le habían arrancado de su morada se habían negado a escuchar sus protestas. Por supuesto, había alegado que era un judío situado bajo la protección directa del papa y que, precisamente en virtud de esa peculiar circunstancia, no tenían ningún derecho a menoscabar su hacienda, a maltratarlo y, mucho menos, a detenerlo. Podían ser brutos, pero hasta el más ignorante católico sabía que la palabra de la Santa Sede tenía la fuerza casi mágica de la ley y que, entre sus decisiones reiteradas pontificado tras pontificado, estaba la de disponer de judíos propios a los que otorgaba una cúratela ocasionalmente similar a la que disfrutaban las niñas de sus ojos.
En honor a la verdad había que reconocer que los soldados no se habían burlado de él ni tampoco habían tratado de golpearlo. Más bien, en todo momento, sus rostros se habían asemejado a una máscara de frialdad y dureza surcada esporádicamente por una mueca de desprecio. A pesar de todo, no había podido evitar que lo prendieran.
-El cesar Carlos requiere tu comparecencia -era todo lo que le habían dicho antes de montarlo a horcajadas en un corcel y obligarle a cabalgar por aquella parte perdida pero singularmente hermosa de la península italiana.
No hubiera podido precisar con exactitud el tiempo que les llevó el inesperado viaje, pero sí era consciente de que no se habían detenido en ningún momento ni porque comenzara a llover -¿llover?, ¡diluviar más bien!- ni porque los caballos estuvieran a punto de reventar. De hecho, cada vez que las bestias que cabalgaban parecían a punto de exhalar el último aliento, alcanzaban alguna posta inesperada donde eran cambiadas por monturas frescas, una circunstancia que les había permitido no interrumpir el trayecto más que unos instantes.
El rabí Hayim Cordovero no tenía la menor idea de dónde podía alojarse en aquellos momentos el emperador. Tampoco poseía ningún conocimiento preciso del tipo de soberano que era. Sabía -eso sí- que para lograr que lo eligieran ocupante del trono alemán el jovencísimo Carlos había repartido sobornos a manos llenas. Si era cierto lo que se rumoreaba, al final no había sido su condición de nieto de Maximiliano, el anterior emperador, sino aquel deslumbrante derroche de oro lo que le había otorgado la codiciada corona venciendo a pretendientes tan importantes -y ambiciosos- como Francisco I de Francia o Enrique VIII de Inglaterra.
Endeudado hasta las cejas debía de encontrarse aquel monarca, eso era verdad, pero aparte de ese dato, el rabino no disponía de ninguna opinión bien fundamentada sobre la conducta que podía seguir para salir bien parado de un encuentro con sus funcionarios. Precisamente por eso, no le sorprendió el hecho de que, tras molerle los huesos con aquella interminable cabalgada, los soldados le condujeran hasta una chorreante tienda de campaña en lugar de a las cercanías de alguno de los múltiples palacios que había desperdigados por aquellas tierras. Cuando penetraron en aquella morada destinada a servir de albergue provisional y castrense el rabí Hayim Cordovero experimentó la primera humillación seria desde que había dado inicio aquel agotador viaje. Apenas había traspasado el umbral de tela empapada de la tienda, uno de los sudorosos soldados le propinó un inesperado empujón que lo catapultó contra el suelo, y cuando intentó ponerse en pie notó que unas manos de hierro se clavaban en sus hombros sujetándolo como si de garfios se tratara.
-Mantente de rodillas, judío -oyó que susurraba sobre su nuca una voz empañada de asco y soberbia a la vez que teñida de un pesado acento germánico.
Por si malinterpretaban cualquiera de sus gestos y procedían a golpearlo, el rabí Hayim Cordovero ni siquiera osó levantar la inclinada cerviz. Al principio, aquella postura forzada le pareció llevadera. No era cómoda pero, desde luego, resultaba muchísimo mejor que arriesgarse a recibir una patada o un puñetazo. Incluso intentó relajar los músculos y aprovechar para que su posición le sirviera de descanso de la espantosa cabalgada a que se había visto obligado en las horas precedentes. Sin embargo, a medida que la espera se fue dilatando notó con desaliento cómo las articulaciones comenzaban a dolerle en penosa sucesión. Primero, el foco de dolor sordo se despertó en la nuca, doblada y encogida. Luego, compañeros de aquel primer punto agónico aparecieron en los hombros y el inicio de la espalda. Finalmente, como si de hongos que salpicaran el suelo de un bosque se tratara, la desazón se extendió ardiente e insoportable a los brazos, las piernas y, sobre todo, las rodillas.
Quizá otro en su situación se habría quejado o, al menos, habría dejado escapar un suspiro de dolor. El rabí se cuidó mucho de permitirse semejante muestra de debilidad. La experiencia le había enseñado que los gemidos paridos por el sufrimiento provocan ocasionalmente la compasión pero también pueden ser los padres de un maligno sentimiento de diversión en el que los oye. En ese caso concreto, no actúan como barreras frente a nuevas agresiones sino más bien como acicates para que éstas se cometan, y eso era lo último que deseaba que le sucediera.
Para entretener la angustia que había comenzado a anidarle en el pecho, el rabí Hayim Cordovero decidió reflexionar sobre las razones que habían podido ocasionar aquella ingrata situación. ¿Para qué podía desear convocarle ante su presencia el flamante y jovencísimo emperador? Cuanto más se formulaba aquella pregunta más recordaba los rumores bien fundados acerca del método que había empleado para que la corona imperial se ciñera sobre sus sienes. ¡Dinero! ¡Siempre dinero! Si resultaba cierta semejante información -y el rabí Hayim se temía que lo fuera-, era muy posible que el emperador deseara utilizarle como una vía para sangrar una vez más a los judíos. Sí. Era cierto que él mismo no tenía ningún caudal salvo sus libros y que carecía asimismo de influencia sobre las comunidades hebreas que residían en Italia, al menos sobre la decisión de financiar al cesar Carlos. Sin embargo, cualquiera que conociera la historia de los judíos sabía que los monarcas que habían intentado robarles no siempre contaban con una información fidedigna acerca de su auténtica fortuna. Más bien actuaban impulsados por la creencia en las riquezas supuestamente fabulosas de los judíos, una idea no por absurda menos repetida y menos creída.
«Bien», se dijo Hayim, «supongamos que el emperador Carlos desea obtener dinero de mí. ¿Qué voy a contarle?»
Iba a intentar responderse a esa pregunta cuando percibió un entrechocar de armas que tenía lugar a su espalda. Dedujo que había llegado alguien importante y, por prudencia, decidió mantener su actitud servil.
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