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José Miguel Parra - La vida cotidiana en el antiguo Egipto

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José Miguel Parra La vida cotidiana en el antiguo Egipto
  • Libro:
    La vida cotidiana en el antiguo Egipto
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2016
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La vida cotidiana en el antiguo Egipto: resumen, descripción y anotación

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El campesino que cultivaba en las orillas del Nilo recibía la visita regular del recaudador de impuestos, quien necesitaba del escriba para que nada se le escapara y todos pagaran lo que debían, de lo cual rendía cuentas al visir. Éste era el responsable de hacerse cargo de todo en nombre de su señor, el soberano de la Dos Tierras, el faraón, a quien informaba en profundidad y a diario de lo que sucedía en el país…

Soldados, esclavos, sacerdotes, reinas, madres, estudiantes, embalsamadores, criminales… la sociedad egipcia era un mosaico complejo de hombres, mujeres y niños. El día a día a orillas del río era un ciclo en el que se relacionaban un montón de piezas que de algún modo encajaban las unas con las otras, manteniendo en pie la estructura social de aquellos que vivían bajo la atenta mirada del dios Amón Ra.

José Miguel Parra nos ofrece en este libro una reconstrucción lo más cercana posible a la realidad cotidiana de lo que fue una de las culturas más apasionantes de la historia: la faraónica.

José Miguel Parra La vida cotidiana en el antiguo Egipto El día a día del - photo 1

José Miguel Parra

La vida cotidiana en el antiguo Egipto

El día a día del faraón y sus súbditos a orillas del Nilo

ePub r1.0

Titivillus 15.10.17

José Miguel Parra, 2016

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

I EL CAMPESINO LOS FRUTOS DE LA TIERRA NEGRA No cabe duda de que los antiguos - photo 2

I. EL CAMPESINO. LOS FRUTOS DE LA TIERRA NEGRA

No cabe duda de que los antiguos poseían una visión idílica de Egipto y los maravillosos dones que les proporcionaba el Nilo sin esfuerzo alguno. Una idea que Heródoto expresa a la perfección: «Ellos, sin lugar a dudas, recogen el fruto de la tierra con menos fatiga que el resto de la humanidad…». Por desgracia, los egipcios sabían que las cosas no eran nunca tan sencillas. Cierto que el agua del Nilo siempre estaba allí y se renovaba con regularidad una vez al año, pero lo que los extranjeros no sabían es que no siempre llegaba en la cantidad deseada. En realidad, ser campesino en el valle del Nilo no era la labor sencilla y relajada que todos creían, sino tan cruel y fastidiosa como en cualquier otro lugar del mundo. Eso sí, matizada por las particulares idiosincrasias de la corriente de agua que les permitía irrigar sus campos.

El Nilo que atraviesa Egipto es, en realidad, el resultado de la suma de varios ríos que le aportan su caudal y explican las variaciones de este a lo largo del año. El Nilo Blanco, que nace en el río Kagera y luego en el lago Victoria, supone el 80 por ciento del caudal de agua del río durante la temporada seca, gracias a las lluvias constantes de la región ecuatorial de África donde nace. Este porcentaje cambia radicalmente durante la crecida, cuando se invierte por completo, pasando a ser solo el 10 por ciento del total. El responsable, tanto de la crecida como de las inmensas cantidades de limo en suspensión que arrastra, es el Nilo Azul, que nace en el lago Tana de Etiopía y recoge y da salida a las aguas caídas allí durante el monzón. Se une al Nilo Blanco en Jartum, aportándole el 68 por ciento de su caudal durante la inundación. El 22 por ciento restante del caudal en época de crecida lo aporta, por último, el Atbara, que se une al Nilo a trescientos kilómetros al norte de Jartum.

Por otra parte, como la pendiente del Nilo es tan nimia, la crecida nunca se convertía en una carga arrolladora de aguas embravecidas. Al mismo tiempo, al ser el río tan largo, si bien la inundación comenzaba a notarse en la isla de Elefantina (la frontera sur de Egipto) a mediados de junio, tardaba unas seis semanas en alcanzar Menfis (la capital del país). A mediados de septiembre las aguas alcanzaban su altura máxima —¡de hasta ocho metros!—, la crecida se interrumpía y todo el país quedaba cubierto durante varias semanas. Seguidamente, el nivel del agua comenzaba a descender lentamente hasta llegar a su mínimo en mayo-junio, cuando el ciclo se repetía de nuevo. Una regularidad de la cual el campesino sabía sacar buen provecho, para envidia de otros pueblos de la Antigüedad.

Era entonces, con el Nilo llevando tan poca agua que casi daba lástima verlo, cuando el campesino daba comienzo a su arduo trabajo anual. Poco importaba que los terrenos de los cuales se ocupaba prácticamente nunca fueran suyos, sino siempre de la corona, del templo o de un alto funcionario del soberano; todo lo más, si tenía suerte, unos pocos miles de metros cuadrados que a duras penas le permitían sobrevivir rozando el nivel de la desnutrición. Como su padre antes que él, cuando los sacerdotes le comunicaban la proximidad de la crecida, el campesino sacaba y revisaba sus aperos de labranza para comenzar la tarea de preparar los campos para recibirla y contenerla, algo para lo cual obtenía la inestimable ayuda de la propia geografía del río.

Dado que las orillas del Nilo se encuentran unos centímetros por encima de la llanura inundable que las flanquea, según se iban retirando, las aguas de la inundación dejaban tras de sí montones de barro de entre uno y tres metros de altura que formaban largos montículos paralelos al río. Buenos observadores de la naturaleza como eran, los egipcios idearon entonces un sistema de cultivo por inundación muy efectivo y que se aprovechaba de esta característica. No tenían más que levantar otros montículos perpendiculares a los primeros para tener todo el territorio dividido en estanques. Unos contenedores que se llenaban de agua de forma automática con cada nueva crecida. El agua retenida en ellas no solo empapaba el sediento terreno, sino que al quedar detenida permitía que se depositara sobre el suelo el fértil limo en suspensión que transportaba, además de disolver las posibles sales que hubieran aparecido y evitar así que los campos se echaran a perder. Un problema que los mesopotámicos eran incapaces de evitar debido a las salvajes, imprevisibles y rápidas crecidas de sus ríos.

No obstante, no conviene considerar que las crecidas del Nilo eran eventos pacíficos, más bien al contrario. La inundación no alcanzaba siempre la altura perfecta, sino que era bastante irregular y ello suponía graves problemas para los egipcios. Una crecida demasiado alta significaba que las aguas lo cubrían todo, incluyendo los núcleos de población, cuyas casas, al ser de adobe, podían llegar a disolverse; sin contar las personas y animales domésticos que fallecían ahogados. En cambio, cuando la crecida era demasiado baja había muchos terrenos que se quedaban sin irrigar, lo cual limitaba mucho la capacidad de los campesinos para producir todo el alimento necesario para que no estallara una hambruna en el país.

En cualquier caso, fiados en la bondad de Hapy, el dios de la inundación, los campesinos reparaban siempre los muretes de barro que cuadriculaban sus terrenos para tener así dispuestos los estanques que se llenarían de agua a las pocas semanas. La llegada de la inundación se esperaba con ansia por muchos motivos, entre ellos porque ese día señalaba el comienzo del nuevo año. Tras la fiesta con la cual lo celebraban, a los egipcios les esperaban tres estaciones de duro trabajo: akhet (la «inundación»), peret (la «salida», la época de la siembra) y shemu (la «sequía», la época de la cosecha). Cada una de ellas estaba dividida en cuatro meses y cada mes en tres semanas de diez días cada una; pero los egipcios sabían que el año era más largo que estos 360 días, por lo cual al final de él sumaban otros cinco llamados epagómenos, con lo que completaban un año de 365. Desgraciadamente para ellos, no fueron capaces de calcular ese cuarto de día extra que en realidad tiene un año solar, de modo que cada cuatro años la fecha del comienzo de la inundación y la del comienzo del año se separaban un día. Solo al cabo de 1.460 años volvían a coincidir. Un desfase que podía crear cierta confusión a quienes se guiaban por el calendario civil en vez de por el mero paso de las estaciones, como queda claro en el papiro Anastasi IV: «Ven a mí, ¡oh, Amón! Sálvame de ese año malo. Con el sol ha sucedido que no se ha levantado, el invierno ha venido en verano, los meses transcurren en sentido inverso, las horas caen en desorden».

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