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José Miguel Parra - La historia empieza en Egipto

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José Miguel Parra La historia empieza en Egipto

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Índice

Para Karen porque a veces las cosas no basta sólo con decirlas - photo 1

Para Karen, porque a veces las cosas

no basta sólo con decirlas

Agradecimientos

Quisiera agradecer a Nacho Ares, José Manuel Galán, María Belchi, M.ª Fernanda Sancho Suárez, Richard Parkinson, M.ª Rosa Valdesogo y Andrés Diego Espinel las imágenes que me han permitido publicar graciosamente; y a este último, además, su disponibilidad para pasarme la bibliografía y responder preguntas intempestivas. También a Cristina Carracedo, quien por motivos de fechas de entrega no pudo leerse el manuscrito para ayudarme a corregirlo, como suele hacer con tanta atención y como me hubiera gustado que hiciera. A mis compañeros de Memoria de Madrid (www.memoriademadrid.es), por los tiempos muertos y todas las cañitas. Asimismo debo dar las gracias a todo el equipo de la Editorial Crítica, cuyo trabajo, buen humor y numerosas sonrisas hacen que la ardua tarea de publicar un libro sea un verdadero placer.

Introducción

Seguramente, a muchos de los lectores les suene el título de la obra que tienen en sus manos. Tienen toda la razón. No se trata de una coincidencia, sino de los deseos del autor de que «la belleza se pegue» y esta obra se asemeje tanto en su capacidad divulgativa como en su éxito —siquiera un poco— al estupendo La historia empieza en Summer, del norteamericano Samuel Noah Krammer.

Todo un clásico entre los libros dedicados al mundo antiguo, la obra de Kramer destaca no sólo por la interesante información que ofrece sobre una de las más antiguas civilizaciones del mundo, la mesopotámica, sino también por resultar una lectura atractiva y llena de conocimiento. Recurriendo a lo que algunos llamarían «lo anecdótico», presentado en capítulos de sugestivos títulos, permite que cualquiera interesado en el tema llegue a conocer uno de los períodos más interesantes de la historia de la humanidad sin el lastre del lucimiento académico, tan presente en las obras destinadas a los especialistas.

Mi deseo al ponerme a escribir ha sido seguir los pasos del maestro, pero centrándome en otra de las grandes civilizaciones de la Antigüedad, la faraónica. Además, por supuesto, de mis ganas de contribuir y tomar parte, a favor de los egipcios, claro está, en esa inofensiva e incruenta «guerra académica» existente entre sumerólogos y egiptólogos al respecto de quién fue el primero... en utilizar la escritura, en tener un Estado, en usar la diplomacia, en contar con un cuerpo médico que no pudiera calificar a sus miembros de matasanos, etc.

En idéntico sentido va también el subtítulo del libro, tomado asimismo de otro clásico de la historiografía, aunque algo menos conocido, Eso ya existió en la Antigüedad, del alemán Pieter Coll. Centrado más en el origen de ciertos elementos tecnológicos que hoy se tiende a considerar inventos modernos —como las tuberías de desagüe, los grandes barcos de carga o las casas de varios pisos—, el libro sigue las pautas marcadas por el de Kramer en cuanto a divulgación del mundo antiguo y sus «maravillas». ¿Cómo no apropiarme entonces de unos títulos tan adecuados y a la vez rendir homenaje a dos precursores de la divulgación histórica? Que se me perdone la osadía si el intento se demuestra fallido.

El objetivo de esta obra es ofrecer al lector una serie de pequeñas ventanas desde las cuales asomarse a la vida en el valle del Nilo cuando la civilización faraónica estaba en su apogeo. Por ello trato temas tan variopintos como la presencia de médicos junto a los trabajadores que construían las pirámides de Guiza (capítulo V), la función de los templos egipcios —a la vez tan visibles por la gentes del común y tan por completo fuera de su alcance— (capítulo XIII), o las razones que hacen que el arte egipcio sea un antecedente del cubismo (capítulo XX).

Excepto el primero, dedicado al origen del mundo tal cual lo entendían los egipcios, y el último, dedicado a lo que ha llegado hasta nuestro mundo desde las lejanas orillas del valle del Nilo faraónico, los cuales parecían perfectamente adecuados para encuadrar el resto, el orden de los capítulos es completamente aleatorio. Sólo he intentado que no hubiera dos consecutivos dedicados a temas similares, como pudieran ser el dedicado a la escritura (capítulo XIX) y el dedicado a la literatura (capítulo XV). Todos son completamente independientes, de modo que el lector tiene plena libertad para comenzar la lectura por aquel que más le pueda llamar la atención y, desde allí, ir saltando al siguiente de su interés; hasta completar lo que espero sea un recorrido interesante e ilustrativo por la vida faraónica. Dentro de cada capítulo se encontrarán referencias cruzadas a otros apartados del libro donde se trata de forma más amplia o diferente una cuestión concreta.

Cada capítulo, donde he transcrito numerosos documentos originales, viene acompañado por varias ilustraciones destinadas a completar las descripciones del texto, así como de una amplia bibliografía específica, situada al final del volumen. En ella no sólo menciono las obras utilizadas durante la redacción de cada apartado, sino también otros títulos referidos al tema. El objetivo es que el lector encuentre en ellos material para profundizar en las cuestiones que más le interesen.

Comprobar que ya en el lejano Egipto faraónico existían instituciones, sentimientos, servicios y comportamientos fácilmente reconocibles hoy día, permitirá a quien lea las páginas que siguen darse cuenta de que el mundo tal cual lo conocemos empezó a gestarse hace cinco mil años, a orillas de varios ríos que hoy continúan fluyendo, si bien mucho más contaminados.

I
Y Dios dijo: «¡hágase la luz!»

La creación de la burbuja tranquila

Al contrario que otras muchas civilizaciones, la faraónica no contó con un único relato de la creación, sino con muchos. Prácticamente, todos los dioses egipcios terminaron teniendo —o formando parte de— un relato mítico en el que participaban de forma directa en la cosmogonía de Egipto. De este modo se convertían en el dios creador del mundo, el demiurgo; al menos en el entorno inmediato de la ciudad de donde procedía su culto, y donde radicaba su templo principal. Los miembros de su clero sabían que de este modo incrementaban la confianza de los habitantes de la ciudad en el dios patrono de la misma, a la par que daban mayor relevancia al culto que se encargaban de mantener.

Como resulta lógico, los egipcios no conocían las cosmogonías de todos sus miles de dioses; sólo las de algunas deidades que alcanzaron relevancia en todo el valle del Nilo pasaron a formar parte de la memoria colectiva faraónica. Por extraño que pueda parecer, que dioses diferentes crearan el mundo de formas diferentes no suponía mayor problema teológico para los egipcios. Al contrario que los occidentales —herederos directos como somos del cartesiano y lineal modo de entender el mundo de los griegos y después los romanos—, los egipcios se enfrentaban al mundo utilizando un modo de pensar y ver las cosas que se ha dado en llamar «multiplicidad de aproximaciones». Nuestro pensamiento avanza dando pequeños saltos lógicos, hasta alcanzar un resultado final que es consistente con el punto de partida y todos los pasos intermedios que han conducido a él. Es el conocido desarrollo lógico que dice que si A es mayor que B y B es mayor que C, C siempre es menor que A en todas y en cada una de las circunstancias. Para los egipcios, esto era verdad sólo en el momento en que estaba sucediendo, porque al mismo tiempo y en otras circunstancias, A podía ser mayor que B y B mayor que C, pero C mayor que A. Es un modo de pensar que, por poner sólo un ejemplo, les permite ver en Seth una manifestación del caos a quien se tenía que derrotar y, al mismo tiempo, situarlo en la barca solar de Ra ayudándolo a matar a la serpiente Apofis, manifestación de ese mismo caos. Por eso no tenían problemas en aceptar como ciertas todas las cosmogonías y no encontrarlas incompatibles entre sí.

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