Álvaro Pombo
Contra natura
(c) 2009
Javier Salazar se dio claramente cuenta aquella tarde de finales de noviembre de que, por primera vez en su vida, se encontraba realmente hallado y cómodo en la sala de estar de su propio piso. Y esto le hizo sonreír, porque ese sentimiento, para un hombre que, como él, se tenía por casero -sus amigos, además del propio Salazar, siempre le habían tenido por un hombre interior y de interiores, casi agorafóbico-, resultaba ser una paradoja incomprensible. Hasta entonces, durante casi toda su vida adulta, este hombre de interiores había vivido en oficinas, salas de reuniones, clubes, incluso selectas tertulias en hoteles de lujo de Barcelona o de Madrid o de Nueva York, pero rara vez se había quedado a pasar las tardes en casa, ni siquiera los fines de semana. Tenía, sin embargo, fama de hombre introvertido. Y lo era. Esta paradoja -que Salazar reconocía, pero en cuyo examen no solía detenerse- le dejaba, en ocasiones, mal sabor de boca. Llevaba toda aquella tarde ya instalado en su sillón de orejas situado junto a la puerta-ventana que daba a la terraza. Dos lámparas iluminaban la habitación, la mayor de las cuales, de latón y cristal, iluminaba ahora una novela de Antonia Byatt y un jarrón rojo de tulipanes rojos abiertos todavía, no obstante haber durado toda una semana, que resplandecían aún entre sus ondulantes tallos verdes y carnosos y sus anchas hojas aún aparentemente frescas. Había Salazar interrumpido la lectura sólo una vez, a las seis y media, durante una hora, con idea de darse un rápido paseo por Rosales. La tarde se iba enfriando deprisa. Las temperaturas nocturnas alcanzaban esos días los cero grados. Sentirse cómodo consigo mismo y en su casa a los sesenta y cuatro años hacía que Salazar no sólo se sintiera sino que también pareciera más joven, casi diez años más joven. Salazar arrastraba en invierno el sillón de siempre hasta la puerta-ventana de su sala abierta de par en par, para aspirar el olor del otoño primero, a mediados de noviembre, y luego el olor escarchado y neblinoso del invierno, el olor a hoguera del invierno, durante todo diciembre y enero y febrero, hasta finales de marzo. Todo hacía de Javier Salazar un príncipe de este mundo. Su principado no era fastuoso, pero tenía la firmeza y la flexibilidad de un bienestar económico de toda la vida que, unido a sus trabajos como investigador, y durante algunos años editor de una colección de textos de filosofía e historia, le mantenían muy por encima de la media, en ese agradable estrato de los ilustrados que han vivido siempre como quisieron vivir y que se sienten, al rondar la jubilación, profesionalmente satisfechos. De hecho, la jubilación era una mera referencia nominal para Salazar, que seguía trabajando a su aire en diversos temas de su interés. (¿Qué hacía Salazar durante todo el día, una vez jubilado? Ninguno de sus amigos es íntimo. Así que nadie, realmente, salvo por una curiosidad momentánea, se haría esta pregunta. Pero es una pregunta adecuada, es una pregunta, a estas alturas, que queda pendiente y en su barrio ningún quiosquero o propietario de ultramarinos, o ferretero o pescadero que tenga a Salazar entre sus más distinguidos clientes se ha atrevido a hacerle: ¿Qué hace usted durante todo el santo día aparte de leer los periódicos nacionales y extranjeros que suele llevar bajo el brazo mientras hace sus compras a media mañana?) Le gustaba sentarse al calor de la camilla y contemplar su terraza encharcada y su nuevo árbol-jazmín goteando agua, la lluvia cayendo estrespitosamente en el suelo rosado de la terraza, el tamborileo papirofléxico de la lluvia cuando deja de llover y se hace una pausa airosa y luego vuelve a llover.
En Madrid, los otoños, la hora de merendar es las seis, o de tomar, por supuesto, el té, o un chocolatito a la francesa, o un perfecto gin fizz más bien dulce: a esa hora los chicos parecen más altos, menos cenizos y muchísimo más guapos, piensa Salazar. Y la niebla es dulce a esas horas y no es grávida, sino ligera: una asonancia neblinosa entre los olmos dorados y las caídas hojas de los paseos en el Parque del Oeste, en Rosales y a lo largo de todo el Viaducto y los Jardines del Moro y el Palacio Real que nadie ocupa, por fortuna, excepto a veces el Dios de los hallazgos y de los encuentros: fue con un tiempo así, por estas fechas, cuando se encontraron Salazar y Ramón Durán, en una vaguada del Parque del Oeste: estaban ellos dos, ellos solos, a ratos lloviznaba, a ratos escampaba, y Salazar dijo:
– Nos vamos a mojar.
Y Ramón Durán dijo:
– Esto lo arreglo yo con un buen cóctel.
– ¿Y qué cóctel tomarías tú ahora?
– Un mismo Bloody Mary muy sencillo.
– ¿Conque un Bloody Mary, eh?
– ¿Y por qué no? Petiot y yo empezamos a servirlos en el bar del Sheraton de Nueva York, como usted sabrá.
– Un poquito joven me pareces para los Bloody Marys del Sheraton.
– Puede que parezca y puede que no parezca yo tan joven. Puedo parecer lo que yo quiera -declaró con seguridad Ramón Durán.
Habían ido avanzando hasta el Paseo de Camoens. Y Salazar, tras pensarlo unos segundos, comentó, con un tono de voz muy reducido, casi neutral, que reflejaba un punto de indecisión por su parte y un esfuerzo por vencer su indecisión y retener al muchacho:
– Podríamos tomarnos un cóctel, si tú quieres, ahora.
– Estoy canino.
– ¿Qué significa eso?, ¿que tienes hambre? ¿Hambre canina?
– Es carcelario. Significa estar sin chapa.
– Seguro que esto lo aprendiste en Alcatraz.
– Sí. He estado en varias cárceles.
– Pues pareces un estudiante de informática ahora.
– Yo no soy un estudiante, ni lo soy ni quiero serlo. Soy barman, aquí donde me ve.
– Es decir, que entre el Sheraton y Alcalá Meco has estado haciendo muchas barras.
– Sí, a ambos lados de la barra: detrás cócteles y delante chapas.
Habían ido subiendo a buen paso, porque el sirimiri los iba calando y los dos iban a cuerpo.
– Podemos acercarnos al Charing Cross, si quieres, si tienes tiempo -dijo Salazar-. Nos hacen unos Bloody Marys, y hay muy buena tortilla de patatas.
Esta escena inicial, en la memoria de Salazar, no contiene apenas nada. En todo caso, un cierto aire anticuado, una seducción demodé, más característica de los años oscuros de la juventud de Salazar que de los años posmodernos de homosexualidades liberadas del nuevo siglo. Naturalmente, al recordarla, Salazar modifica esta escena: ahí, en esa primera escena, aparece Durán de improviso, en un parque otoñal, el Parque del Oeste. Durán habla inmediatamente de sí mismo, pero no como quien proporciona información, sino como quien, contando con su atractivo físico, omite toda información positiva, para sugerir, como en broma, una tras otra, varias interpretaciones de sí mismo, unas anacrónicas, como lo de barman en el Sheraton, otras agresivas o chulescas, como lo de chapero, otras, por fin, casi metafísicas, como decir: «Puedo parecer lo que yo quiera.» Que un joven guapo, que no contaría a la sazón ni treinta años, asegurara que podía parecer lo que quisiese, le pareció a Salazar fascinante: una declaración de alma gemela.
Aquella primera escena, fuese o no tan completa como Salazar la recordaba, tuvo una continuación sumamente precisa, que no sólo Salazar sino también Durán recordaba y era aficionado a repetir con gran frecuencia: después de los Bloody Marys y un paseo hasta el Palacio Real y otro par de whiskys por la zona de las Vistillas, Salazar y Durán se acostaron juntos esa noche. Y he aquí que la estructura comunicativa de esta primera noche fue notable, aunque también muy confusa. A Salazar le pareció que Durán, desnudo, en pie delante de él, era hermosísimo. Y la belleza del muchacho, su erección, su ternura al menos momentánea, cohibió a Salazar, que sólo se atrevía a acariciarle el pene con la cara y llevar la punta a los labios sin decidirse a hacerle correrse o a correrse él mismo.
Página siguiente