Apéndice I
Tabla cronológica
Apéndice II
Relato del incidente del Brattholm publicado en un periódico alemán (Deutsche Zeitung in Norwegen, 8 de junio de 1943)
UN BARCO PESQUERO CON UN EXTRAÑO CARGAMENTO
Desarticulado un grupo de saboteadores procedente de Gran Bretaña en la costa de Noruega
A l atardecer de un día de primavera, una embarcación de pesca de buen tamaño equipada para navegar por alta mar zarpa pausadamente del pequeño puerto de las islas Shetland. La bandera militar noruega, izada tan solo cuando el barco abandonaba el puerto, ondea con la suave brisa marina. No se ha descuidado ninguna medida de seguridad. Ya antes de zarpar se ha hecho todo lo posible para que nadie se acerque inoportunamente al barco o a su tripulación. Al fin y al cabo, que un pesquero se ponga a punto para viajar a Noruega no es algo que ocurra todos los días, ni siquiera en Inglaterra. No es de extrañar que se haya puesto el máximo esmero para que la operación empiece con buen pie.
Doce hombres componen la tripulación de este barco que navega con rumbo este. Cualquiera que oyera sus voces podría establecer enseguida que todos están hablando en noruego. Al frente de la expedición se encuentra un tal Sigurd Eskesund. Nació en una región montañosa de Noruega, pero sus padres fallecieron prematuramente siendo él muy joven, así que abandonó su país y, como tantos otros en esa época, puso rumbo a Estados Unidos. En Norteamérica se enfrentó al hambre y fue de un lado para otro probando suerte durante años, hasta que por fin encontró techo, comida y otras necesidades básicas en una granja. Con el estallido de la guerra regresó la amenaza del desempleo, y entonces le animaron a viajar a Inglaterra y alistarse en el Ejército noruego. Pasó dos días considerándolo, pero el tiempo le había ayudado a tomar una decisión. El espectro del hambre volvía a cernerse sobre él, a lo que se sumaban nuevas acusaciones de las que era objeto por ser extranjero, de modo que se presentó en el centro de reclutamiento. Poco después llegó a Inglaterra, donde recibió su formación militar, asistió a una escuela de sabotaje y fue entrenado para ser paracaidista. Pasaron meses, tiempo que en Londres y Escocia se empleó para fraguar planes, no relacionados con la audaz invasión de la que siempre se hablaba, sino tan solo con la decisión de dónde, cómo y cuándo utilizar las unidades de sabotaje noruegas. Ahora, por fin, una de estas operaciones está en marcha.
Han transcurrido cuatro días. Tres hombres miran hacia el este desde la cubierta superior del barco noruego. Hoy van vestidos de civiles, de acuerdo con las órdenes que han recibido. Son los tres miembros del equipo de sabotaje; los tripulantes de verdad ya no tienen permitido salir a asomarse. A su entender, una vez más se han tomado todas las precauciones necesarias. «Espero que nuestra costa esté detrás de ese banco de niebla», dice uno de los hombres, Harald, pues ya tendrían que haber llegado a su destino. Ayer tuvieron problemas con el motor que les obligaron a reducir la velocidad.
Llegan a una pequeña isla alejada del continente y solo habitada por unos cuantos pescadores. Debería ser perfecta como escondite. Esperan que lo sea, pues ya ninguno se siente a gusto en su embarcación averiada, sobre todo cuando hay un avión alemán haciendo un vuelo de reconocimiento que constantemente desciende hacia ella. En los rostros de los doce hombres a bordo del pesquero Brattholm hay gestos de consternación: ¿nos han reconocido? Es cierto que ahora la bandera militar noruega está arriada, pero aún cabe el riesgo de que los alemanes no estén del todo satisfechos.
Los tres miembros del equipo de sabotaje tienen una cosa clara: nada más desembarcar, instalarán su radiotransmisor e informarán a Londres de que las operaciones de reconocimiento aéreo y las defensas costeras de los alemanes son bien eficaces. No hay forma de burlarlas. Ni siquiera un pesquero ingeniosamente camuflado tiene ninguna posibilidad, aunque bien sabe Dios que lleva un buen número de barriles de arenques a bordo para disimular. No hay más que desmontarlos, sin ningún miedo a mojarse las botas con agua de mar o a que algún pescado escurridizo se escape retorciéndose. No, basta con abrir esos barriles para encontrarse con unas excelentes ametralladoras bien engrasadas. Lo mismo ocurre con las cajas de pescado, solo que estas contienen granadas de mano.
Ahora la costa se revela entre la niebla. Escogen una pequeña bahía que queda protegida por altas rocas: es probable que allí puedan ocultar bien el barco. Algo reconfortados, aunque igual de tensos y nerviosos, los miembros del equipo de sabotaje reman hasta la orilla en un bote. Es una distancia considerable, por lo que se alegran cuando por fin tocan tierra y saltan a la playa. ¡Después de tantos años vuelven a pisar suelo noruego!
Se ponen en marcha hacia un lugar del que ven salir humo. Una anciana se acerca a ellos: ¡su primera compatriota en su propio país! ¿Cómo los recibirán en esta remota islita? Empiezan a hacerle preguntas: están buscando a alguien que entienda de motores y que pueda ayudarles a reparar el de su barco. Pero la anciana no quiere ayudarles. Después encuentran a un muchacho que accede a ir a buscar a su padre, que es pescador. Les dice que por allí apenas se ven extranjeros. Harald mira a Sigurd, pero este actúa como si no hubiera oído al muchacho. Intenta negociar con el pescador, que le dice que no les puede aconsejar. Su breve conversación con ellos le ha bastado para formarse una opinión sobre estos intrusos. Sigurd se pregunta qué está pasando.
Siguen intentándolo, como mendigos desairados en una tierra extraña. Uno tras otro, los habitantes de la isla se encogen de hombros y les dicen que no pueden ayudarles. Llegados a este punto, los tres hombres empiezan a ofrecer dinero y, más tarde, alimentos, traídos expresamente para utilizar como soborno. Pero ni siquiera eso funciona.
Sin haber cumplido su misión, no les queda más remedio que volver a su barco refunfuñando y cansados. Maldita sea, ¿qué van a hacer ahora? Allí el barco ya no les sirve para nada. Tienen que esconder su preciado cargamento. Llevan mil kilos de dinamita en la bodega, ¿dónde van a meterla? «En primer lugar —dice Sigurd—, regresemos al barco a consultar los mapas otra vez y a pensarlo». No se imaginan la sorpresa que les espera.
Desanimados por la frialdad con que los han recibido en lo que un día fue su patria y por el fracaso de sus ruegos e intentos de soborno, de nuevo se hacen a la mar en el bote. Apenas han alcanzado a ver su barco cuando ven un buque de guerra alemán a corta distancia. Dan la vuelta para volver a dirigirse hacia la orilla. Aún hay una opción: ¡huir! Pero entonces oyen cómo les dan el alto. Los tres reman con todas sus fuerzas. Una ráfaga de fuego de ametralladora procedente del buque alcanza la superficie del agua. «¡Adelante!», grita Sigurd. Una nueva ráfaga destroza el costado del bote, que empieza a llenarse de agua. No queda otra que intentar llegar nadando hasta la orilla. Entonces ven que desde el buque alemán se han echado dos barcas al agua. Están intentando cortarles la retirada. ¡Es una decisión a vida o muerte! El agua está fría y paraliza el corazón.
Cuando por fin llegan a tierra, los está esperando un grupo de soldados y marineros alemanes. El largo trayecto a nado por el agua fría, la fuerte corriente y quizá también la experiencia en la isla los han debilitado más de lo que pensaban. Impotentes, temblando de frío y despojados ya de toda fuerza de voluntad, suben al muelle de piedra arrastrándose y se dejan apresar. La operación de sabotaje «M» ha quedado desarticulada. Los noruegos, que creían estar ayudando a liberar su país, han sido cruel e inútilmente sacrificados por Inglaterra una vez más. Cuando esos compatriotas que contribuyeron a su captura oyeron el comunicado de la Wehrmacht, expresaron su veredicto con una sola palabra: «Engañados».