Simon Levack
La sombra de los dioses
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La pluma no ussasse sino a quien los reyes
diessen licencia por ser la sonbra do los señores y reyes.
Fray Diego Duran,
Ritos y fiestas de los antiguos mexicanos
Al igual que en Sangre azteca, la acción de este libro transcurre en América Central a principios del siglo XVI, poco antes de la llegada de los europeos.
En aquel entonces esa zona estaba dominada por una nación guerrera: los aztecas. Cuando hicieron su primera aparición en algún momento del siglo XIII no eran más que otra de las numerosas tribus nómadas que compartían una lengua y una historia común, pero a lo largo de los doscientos años siguientes su evolución fue imparable. Se instalaron en una isla pantanosa y desierta en mitad de un lago, y la convirtieron en una fortaleza; construyeron islas artificiales, las chinampas, para disponer de campos de cultivo, y la utilizaron como base de sus guerras de conquista.
Los aztecas se llamaban a sí mismos «mexica», y dieron este nombre a la ciudad que fundaron: México. La parte sur de la ciudad se llamaba Tenochtitlan, y la parte norte Tlatelolco. La actual Ciudad de México se levanta en el mismo lugar.
En su momento de mayor esplendor, durante el reinado del emperador Moctezuma II, la Ciudad de México era probablemente la urbe más poblada del mundo, fuera de Asia. Era la capital de un imperio que se extendía por el este hasta las costas del Caribe, por el oeste hasta el Pacífico y por el sur hasta la moderna Guatemala. Como cualquier otra ciudad era un lugar bullicioso y lleno de vida, centro de comerciantes, artesanos, guerreros, sacerdotes, nobles, mendigos y ladrones.
Sabemos más de los guerreros y sacerdotes, debido a la práctica azteca de sacrificar a los prisioneros de guerra, junto con otras víctimas. Nadie que escriba sobre este período puede pasarlos por alto, pero en este libro ceden el protagonismo a los comerciantes y los artesanos, y en particular a los plumajeros, cuyo arte no tiene un equivalente en ninguna otra parte: los objetos hechos con plumas.
Tuve la fortuna de ver un pequeño ejemplo del trabajo de los plumajeros aztecas en una exposición que organizó la Royal Academy de Londres desde noviembre de 2002 a abril de 2003. A pesar de que las piezas se habían realizado hacía quinientos años, me quedé maravillado al ver el infinito cuidado y el extraordinario sentido del color que reflejaban; me pregunté qué combinación de fervor religioso, inspiración y técnica podían haber guiado la mano del plumajero.
Algunas de las respuestas que imaginé aparecen en este libro, mezcladas, por supuesto, con la confusión habitual.
UNA NOTA SOBRE EL NÁHUATL
La lengua azteca, náhuatl, no es difícil de pronunciar, pero su grafía se basa en la ortografía del castellano del siglo XVI.
He procurado utilizar el menor número de palabras náhuatl y he preferido la claridad a la exactitud a la hora de escoger sus equivalentes. De ahí, por ejemplo, que haya traducido Huey Tlatoani por «emperador», Chihuacoatl por «primer ministro», calpolli por «distrito», octli por «vino sagrado» y maquahuitl por «espada», y he aplicado el mismo sistema al reemplazar los nombres personales que más se repiten. Para referirme al emperador he utilizado la forma más familiar de su nombre, Moctezuma, aunque Motecuhzoma sería más acertado. Para evitar la confusión he utilizado el gentilicio «aztecas» en lugar de «mexicanos».
El nombre del personaje principal de la novela, Yaotl, se pronuncia «YAH-ot».
Los aztecas vivían en un mundo gobernado por la religión y la magia, y sus ritos estaban regidos por el calendario.
El año solar, que comenzaba en nuestro mes de febrero, estaba dividido en dieciocho períodos de veinte días (a menudo llamados «meses»). Cada mes tenía sus propias fiestas religiosas; con frecuencia incluían sacrificios, algunos de ellos humanos, a uno o más de los muchos dioses aztecas. Al final del año había cinco «días inútiles» que se consideraban infaustos.
Paralelamente a este había un calendario adivinatorio de 260 días dividido en veinte grupos de trece días (algunas veces llamados «semanas»). El primer día de la «semana» llevaba el número 1 y recibía un nombre de una lista de veinte: Junco, Jaguar, Águila, Buitre, etc. El segundo día llevaba el número 2 y el siguiente nombre de la secuencia. El día catorce el número volvía a ser el 1, pero la secuencia de nombres continuaba sin solución de continuidad, y cada combinación de nombre y número se repetía cada 260 días.
Un año llevaba el nombre del día correspondiente en el calendario adivinatorio en que comenzaba. Por razones matemáticas estos nombres solo podían ser uno entre cuatro: Junco, Cuchillo de Pedernal, Casa y Conejo, que se combinaba con un número del uno al trece. Esto producía un ciclo de cincuenta y dos años, donde el principio y el final del calendario solar y el adivinatorio coincidían. Los aztecas llamaban a este período un «haz de años».
Cada día en un haz de años era el producto de una única combinación de año, mes y día en el calendario adivinatorio y, por consiguiente, tenía, para los aztecas, un carácter individual propio y un significado mágico y religioso.
La fecha que señala el comienzo de este libro es el 23 de diciembre de 1517; en otras palabras, Uno Muerte, el decimocuarto día del mes de la Caída del Agua, en el año Doce Casa.
– ¡Escucha! -gritó mi hermano. Mamiztli, «el León de la montaña», miraba a través del lago hacia la isla y la ciudad de México-. Yaotl, ¿qué es ese ruido?
– El amanecer -respondí lacónicamente.
Tras una noche llena de acontecimientos, advertí que el agua a nuestro alrededor ya no era negra. La superficie del lago reflejaba el azul oscuro del cielo de primera hora de la mañana. Amenazaba con ser un crudo día de invierno, anunciado por el resplandor blanco amarillento que se extendía a través de la fina bruma que velaba el horizonte por el este. La niebla cubría las montañas que rodeaban el valle y se arremolinaba alrededor de los innumerables templos que había frente a ellas, suavizando sus duras formas angulares.
Los pájaros revoloteaban entre los cañaverales en la orilla, pero el ruido que había llamado la atención de mi hermano provenía de uno de los templos; mientras mirábamos hacia allí sonó de nuevo, y el sonido se movió perezosamente hacia nosotros sobre el agua inmóvil: la llamada de una trompeta que saludaba al amanecer.
Otra la siguió. Muy pronto, a nuestro alrededor, el aire se llenó con esas llamadas; provenían tanto de la ciudad como de los muchos pueblos detrás de nosotros en la costa occidental del lago. Parecía que la embarcación donde estábamos fuese el único lugar en la tierra donde los sacerdotes no soplaban con furia las caracolas. Resultaba extraño oírlas desde lejos, por encima del agua. Quizá esa había sido la causa de que mi hermano no reconociera su sonido. Teníamos la sensación de que nos llamaba exclusivamente a nosotros, en lugar de proclamar al mundo entero el alivio y la alegría de ver que el sol salía una vez más, y que, al menos hoy, no abandonaría a su pueblo.
Para nosotros, cada mañana era una lucha cuyo resultado nunca podíamos saber por anticipado. Cada vez que el sol asomaba, reproducía el nacimiento de nuestro dios de la guerra, Huitzilopochtli, y su terrible batalla con su hermanastra, la diosa Luna, y sus hermanastros, las Estrellas. Como dios de la guerra, el sol siempre vencía, pero no podíamos evitar pensar que quizá algún día no lo conseguiría; por ello, debíamos cada día al favor de los dioses.
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