Francesc Miralles
El Cuarto Reino
© Francesc Miralles, 2007
Montserrat, 23 de octubre de 1940
El monje acercó el fanal de gas a Himmler, que miraba aquella cámara subterránea con un brillo en los ojos que rebasaba sus lentes redondas. Tras unos segundos de silencio, el oficial alemán se frotó suavemente las manos dentro de los guantes de piel y dijo:
– ¿Estás seguro de que nadie conoce este escondite?
– Nadie que esté vivo, Excelencia. En la guerra contra los franceses fue un polvorín secreto y las tropas de Napoleón jamás lograron encontrarlo. Desde entonces ha estado abandonado durante más de un siglo. Ni siquiera el abad tiene conocimiento de este lugar.
– ¿Cómo has tenido entonces acceso a él?
– Me lo mostró un ermitaño que ya está criando malvas.
Himmler sonrió ante esta expresión, que el monje había traducido al alemán literalmente. Pero su sentido quedaba bien claro. El sudor que le empapaba la frente revelaba que no se sentía cómodo en aquel lugar tan oscuro y húmedo; sin embargo, lo solemne del momento diluyó cualquier tentación de sucumbir al pánico.
– Procedamos entonces -dijo el jefe de las SS.
El monje, que era alto y fornido, empujó una losa de forma irregular hábilmente disimulada en el suelo húmedo y pedregoso. Debajo apareció una tapa metálica con la que tuvo que emplearse a fondo para despegarla de la superficie de la tierra.
Sin perder la compostura en ningún momento, Himmler acercó la luz a aquel hoyo perfectamente cuadrado y recubierto con planchas de aluminio.
– He necesitado escabullirme una docena de veces del monasterio para completar este trabajo -dijo el monje, orgulloso-, pero nadie sospecha de mí. Piensan que soy un místico que necesita entregarse regularmente a la meditación.
– Has cumplido muy bien tu trabajo -declaró Himmler-, pero ahora ayúdame con esto.
El monje agarró por un extremo la caja que sostenía el jefe de las SS y entre ambos la irguieron para poco a poco introducirla verticalmente en el hoyo recubierto de aluminio. Encajaba como un guante.
Luego colocaron la tapa, que sólo podría abrirse con la combinación de ocho cifras.
Como si hubiera ensayado largamente este ritual, el monje, acto seguido, devolvió la losa a su sitio y se alejó un par de metros para comprobar que quedaba bien disimulada.
– Aunque alguien lograra llegar a esta cámara -dijo emocionado-, el secreto de Montserrat estará a salvo, Excelencia.
– Así lo espero -concluyó Himmler-. Mi obligación sería matarte para sellar este escondrijo, pero necesitamos alguien de dentro que custodie el grial y confíe el secreto a un discípulo antes de morir. Algún día, cuando nosotros ya no estemos, desde estas montañas se regirán los destinos del mundo.
– Lo sé, Excelencia -repuso el monje-, nuestro Führer no podría haber elegido mejor lugar para resucitar.
PRIMERA PARTE. LA MÁSCARA DEL MIEDO
La muerte es sólo el principio.
Esta frase se había congelado en mi mente, como el retrato que me miraba desde el periódico abierto. Un hombre recién entrado en la cuarentena, como yo, con camisa de franela y gafas de montura metálica. Bajo el pelo repeinado con la raya al lado, su expresión era tan ausente como veinte años atrás.
Sentí que mi corazón palpitaba muy fuerte. Cuando alguien deja de vivir, las fotografías se vuelven apariciones de fantasmas.
Por unos momentos me olvidé de que me hallaba en un café de Berna, a diez mil kilómetros de casa, y me incliné sobre el titular de la noticia como si dudara de si estaba despierto o soñando:
Un periodista estadounidense es asesinado en la abadía de Montserrat.
Aunque no había estado nunca allí, sabía que Montserrat no se hallaba muy lejos de Barcelona. Una ciudad que tampoco conocía ni me interesaba conocer, porque era la tierra natal de mi padre, y él pertenecía a un pasado oscuro que yo quería olvidar. Por eso mismo me sorprendía que un compañero de estudios de Berkeley hubiera muerto justo en aquel lugar.
¿Qué diablos se le había perdido en Montserrat?
Porque aquél era, sin duda, Fleming Nolte. Nunca habíamos sido amigos, pero había coincidido con él en la facultad de Periodismo y en la residencia universitaria. De hecho, durante buena parte de la carrera había vivido a dos puertas de mi habitación.
Siempre había pensado que Fleming sufría algún tipo de fobia social. Reservado en extremo, era muy raro que se detuviera a hablar con nadie. Caminaba nervioso de un lugar a otro con una carpeta bajo el brazo -nunca se separaba de ella- a punto de reventar. Ocasionalmente dejaba escapar un breve «Hola», pero lo más habitual era que se limitara a levantar las cejas, como si dijera: «Ahora no tengo tiempo de charlar contigo. Pero date por saludado».
Dentro de su rareza parecía un tipo eficiente.
No había vuelto a saber de él desde que me había licenciado en Periodismo. Veinte años de aventuras y desventuras como free-lance de prensa escrita, que se habían saldado con un matrimonio, un divorcio y una hija que acababa de cumplir los catorce. También tenía una casa a medio pagar y muchas deudas. Por eso estaba condenado a aceptar cualquier trabajo que se me presentara.
De repente me di cuenta de que había dirigido este breve repaso biográfico al muerto que me escrutaba desde el Berner Zeitung, el periódico que había hojeado por aburrimiento mientras hacía tiempo hasta la salida de mi avión.
Faltaban cinco horas para el próximo vuelo a Los Ángeles. Billete abierto en primera clase: ventajas de trabajar para un misterioso mecenas, que me había encargado un reportaje sobre los fondos nazis en los bancos suizos durante y después de la guerra. Dos semanas revolviendo papeles y todavía nadie me había dicho dónde iba a publicarse.
De hecho, ni siquiera sabía para quién estaba trabajando. Había recibido el encargo por teléfono a través de una agencia de prensa. La secretaria con la que había hablado sólo había mencionado las condiciones económicas, el tema a tratar y la extensión. Probablemente tampoco sabía mucho más. Al día siguiente había recibido en mi casa de Santa Mónica los pasajes para volar a Suiza, la reserva del hotel y un primer cheque de 5.000 dólares.
Pocas horas después de enviar el reportaje a una dirección electrónica formada por iniciales y números, había recibido en el hotel un segundo cheque con el mismo importe. Misión cumplida.
«Ojalá fuera todo siempre tan fácil», me había dicho, ignorando el abismo que estaba a punto de abrirse bajo mis pies.
Pero aquella noticia había fundido mi felicidad de volver a casa con el bolsillo lleno. De repente entendía que aquello no era sólo una casualidad siniestra. Era una señal, y tenía la impresión de que había entrado en aquel café de Theaterplatz exclusivamente para recibirla.
Como si aún no me atreviera a leer el contenido de la noticia, me refregué los ojos mientras recordaba la única frase que me había dirigido Fleming en todos aquellos años de universidad: «La muerte es sólo el principio».
Lo había dicho una tarde de mayo que hacía mucho viento. Delante de la residencia de estudiantes había un pequeño cementerio privado. Más de una vez había visto entrar allí a Fleming con su abrigo largo y una carpeta bajo el brazo. Nunca se separaba de ella.
Por la facultad se comentaba que él procedía de una familia puritana. Aun así, el aspecto que tenía entrando en el cementerio no era el de un joven religioso, sino el de un bohemio introvertido que se esconde en el único lugar donde sabe que no será molestado.
Quizá precisamente por eso -los periodistas somos fisgones por naturaleza- aquella tarde decidí seguirlo para saber lo que hacía.
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