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Henri Troyat - Las Zarinas

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Tras la muerte de Pedro el Grande, en 1725, ¿quién sucederá a ese reformador déspota y visionario? Rusia está inquieta, nobles y vasallos trazan sus estrategias y desarrollan hipótesis acerca de quién ocupará el trono. Serán tres emperatrices y una regente quienes detentarán el poder durante treinta y siete años: Catalina I, Ana Ivánovna, Ana Leopóldovna, Isabel I. Mujeres todas ellas caprichosas, violentas, disolutas, libertinas, sensuales y crueles, que impondrán su extravagante carácter al pueblo y harán vacilar a la Santa Rusia. Henri Troyat narra el destino de esas zarinas poco conocidas, eclipsadas por la personalidad de Pedro el Grande y por la de Catalina, que subirá al trono en 1761.

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Henri Troyat Las Zarinas Título original Terribles Tsarines Traducción - photo 1

Henri Troyat

Las Zarinas

Título original: Terribles Tsarines

Traducción: Teresa Clavel

Poderosas Y DepravadasCapítulo uno Catalina abre el caminoUn silencio lúgubre se ha desplomado - photo 2***

Capítulo uno

Catalina abre el camino

Un silencio lúgubre se ha desplomado sobre el palacio de Invierno. Mientras que, por regla general, al desconcierto que provoca la muerte de un soberano sigue una explosión de alegría cuando se proclama el nombre de su sucesor, en esta ocasión los minutos pasan y el abatimiento y la incertidumbre de los cortesanos se prolongan de forma alarmante. Se diría que Pedro el Grande no acaba de morir. Algunos incluso parecen pensar que, desaparecido él, no hay futuro para Rusia. Según contemplan su cadáver, tendido con las manos juntas en el pomposo lecho, los notables, que se han apresurado a acudir al enterarse de la noticia, están asombrados de que ese monstruo de energía y audacia que ha sacado al país de su letargo secular, que lo ha dotado de una administración, una policía y un ejército dignos de una potencia moderna, lo ha liberado de las opresivas tradiciones rusas para abrirlo a la cultura occidental y ha construido una capital de maravillas imperecederas sobre un desierto de fango y agua, no se haya tomado la molestia de designar al que tendrá que proseguir su obra. Pero lo cierto es que, unos meses antes, nada permitía presagiar un desenlace tan rápido. El zar reformador ha sido víctima, como siempre, de su impetuosidad. Contrajo la pleuresía mortal de resultas de haberse zambullido en las aguas heladas del Nevá para socorrer a los marinos de un barco a punto de naufragar. La fiebre reavivó con increíble rapidez las secuelas de una afección venérea y se complicó con retención de orina, cálculos y gangrena. El 28 de enero de 1725, tras penosos días de delirio, el zar pide una escribanía y, con mano trémula, traza estas palabras en el papel: «Entregadlo todo a…» El nombre del beneficiario queda en blanco. Los dedos del moribundo se crispan, su voz se extingue en un estertor. Ya no está allí. Desplomada junto al lecho, su mujer, Catalina, llora mientras interroga en vano a un cuerpo mudo, sordo e inerte. Esta pérdida la deja desesperada y desamparada a la vez, pues habrá de sostener sobre los hombros la carga de una tristeza y de un imperio igualmente pesados. A su alrededor, todas las cabezas pensantes del régimen comparten la misma angustia. A decir verdad, el despotismo es una droga indispensable no sólo para quien lo ejerce sino también para quienes lo padecen. La megalomanía del señor se corresponde con el masoquismo de los súbditos. El pueblo, acostumbrado a las injusticias de una política coactiva, se asusta al verse repentinamente privado de ella. Tiene la impresión de que, al aflojar su abrazo, el señor del que antes se quejaba le retira al mismo tiempo su protección y su amor. Los que ayer criticaban al zar en voz baja hoy no saben a qué son bailar. Incluso se preguntan si es momento de «bailar» y si, tras esta larga espera a la sombra del tiránico innovador, algún día «bailarán» de nuevo.

Sin embargo, es preciso vivir cueste lo que cueste. Mientras vierte torrentes de lágrimas, Catalina no pierde de vista sus intereses personales. Una viuda puede estar sinceramente afligida y ser a la vez razonablemente ambiciosa. Es consciente de sus errores en relación con el difunto, pero siempre le ha sido afecta pese a las numerosas infidelidades de su esposo. Nadie lo ha conocido y servido mejor que ella durante los veintitrés años que ha durado su relación amorosa y su matrimonio. En la lucha por el poder, ella tiene a su favor, si no la legitimidad dinástica, al menos la del amor desinteresado. Entre los dignatarios cercanos al trono ya se cruzan las apuestas. ¿A quién le corresponde la corona de Monomaco? A dos pasos del cadáver expuesto en su lecho de gala, se susurra, se conspira, se apuesta por tal o cual nombre sin que nadie se atreva a manifestar en voz alta sus preferencias. Está el clan de los partidarios del joven Pedro, de diez años, el hijo del infortunado zarevich Alejo, que murió bajo tortura por orden de Pedro el Grande, según dicen en castigo por haber conspirado contra él. El recuerdo de ese asesinato legal todavía planea sobre la corte de Rusia. La camarilla vinculada al pequeño Pedro congrega a los príncipes Dimitri Golitsin, Iván Dolgoruki, Nikita Repnín y Borís Sheremétiev, todos molestos por las vejaciones que les ha infligido el zar y ávidos de tomarse la revancha durante el nuevo reinado. Enfrente se alzan los conocidos con el apodo de los Aguiluchos de Pedro el Grande. Estos hombres de confianza de Su Majestad están dispuestos a todo para conservar sus prerrogativas. Los encabeza Alexandr Ménshikov, antiguo oficial pastelero, amigo de juventud y favorito del difunto (le otorgó el título de príncipe serenísimo), el teniente coronel de la Guardia Iván Buturlin, el conde Piotr Tolstói, senador, el conde Gavriil Golovkin, gran canciller, y el gran almirante Fiódor Apraxin. Todos estos importantes personajes firmaron tiempo atrás, para complacer a Pedro el Grande, el fallo del Alto Tribunal condenando al suplicio, y como consecuencia de ello a la muerte, a su hijo rebelde Alejo. Para Catalina, son aliados de una fidelidad indefectible. Estos «hombres de progreso», que se declaran hostiles a las ideas retrógradas de la vieja aristocracia, no ven motivo alguno de vacilación: tan sólo la viuda de Pedro el Grande tiene derecho a sucederle y está capacitada para ello. El más decidido a defender la causa de «la verdadera depositaria del pensamiento imperial» es quien más tiene que ganar en caso de éxito, el vigoroso Alexandr Ménshikov, que debe toda su carrera a la amistad del zar y cuenta con la gratitud de su esposa para conservar sus privilegios. Su convicción es tan fuerte que no quiere ni oír hablar de las pretensiones a la corona del nieto de Pedro el Grande, que es hijo del zarevich Alejo, por supuesto, pero al que, aparte de esa filiación colateral, nada designa para un destino tan glorioso. Asimismo, se encoge de hombros cuando mencionan ante él a las hijas de Pedro el Grande y Catalina, que después de todo podrían hacer valer su candidatura. La mayor, Ana Petrovna, acaba de cumplir diecisiete años; la pequeña, Isabel Petrovna, apenas tiene dieciséis. Ni una ni otra son muy peligrosas. Y, de cualquier modo, en el orden sucesorio figuran detrás de su madre, la emperatriz putativa. De momento sólo hay que pensar en casarlas cuanto antes. Por ese lado, Catalina está tranquila, confía plenamente en que Ménshikov y sus amigos la apoyen en sus intrigas. Antes incluso de que el zar haya exhalado el último suspiro, éstos han enviado emisarios a los principales cuarteles a fin de preparar a los oficiales de la Guardia para dar un golpe de Estado en favor de su futura «madrecita Catalina».

Cuando los médicos y a continuación los sacerdotes dan fe de la muerte de Pedro el Grande, un frío amanecer asoma sobre la ciudad dormida. Caen gruesos copos de nieve. Catalina se retuerce las manos y llora tan copiosamente ante los plenipotenciarios reunidos en torno al lecho fúnebre que el capitán Villebois, ayudante de campo de Pedro el Grande, escribirá en sus memorias: «Era inconcebible que pudiese haber tanta agua en el cerebro de una mujer. Infinidad de gente acudía al palacio para verla llorar y suspirar.»

Finalmente se anuncia el fallecimiento del zar mediante ciento un cañonazos disparados desde la fortaleza San Pedro y San Pablo. Las campanas de todas las iglesias tocan a difuntos. Ha llegado el momento de tomar una decisión. La nación entera está esperando que le comuniquen a quién tendrá que adorar o temer en el futuro. Consciente de su responsabilidad ante la Historia, Catalina se presenta a las ocho de la mañana en una gran sala del palacio donde están reunidos los senadores, los miembros del Santo Sínodo y los altos dignatarios de las cuatro primeras clases de la jerarquía, una especie de consejo de sabios llamado la Generalidad del Imperio. La discusión se desarrolla desde el principio en un tono apasionado. Para empezar, el secretario particular de Pedro el Grande, Makárov, jura sobre los Evangelios que el zar no ha hecho testamento. Ménshikov, atrapando la pelota al vuelo, aboga con elocuencia por la viuda de Su Majestad. Primer argumento invocado: tras haberse casado en 1707 con la antigua sirvienta livonia Catalina (de soltera Marta Skavronska), un año antes de su muerte Pedro el Grande quiso que fuera coronada emperatriz en la catedral del Arcángel, en Moscú; mediante este acto solemne y sin precedentes, su intención, según Ménshikov, era confirmar que no había lugar a hacer testamento, puesto que se había ocupado en vida de hacer bendecir a su esposa como única heredera del poder. Sin embargo, a los adversarios de esta tesis la explicación les parece falaz; objetan que en ninguna monarquía del mundo la coronación de la mujer de un monarca le confiere ipso facto el derecho a la sucesión. En apoyo de esta postura, el príncipe Dimitri Golitsin presenta la candidatura del nieto del soberano, Pedro Alexéievich, el hijo del zarevich Alejo. Este niño, de la misma sangre que el difunto, debería pasar por delante de todos los demás pretendientes. Sí, pero, dada la tierna edad del muchacho, esa elección implicaría designar una regencia hasta su mayoría de edad. Y, en Rusia, todas las regencias se han caracterizado por conspiraciones y desórdenes. La última, la de la gran duquesa Sofía, estuvo a punto de comprometer el reinado de su hermano Pedro el Grande. Urdió contra él intrigas tan malvadas que fue preciso encerrarla en un convento para impedir que siguiera causando daño. ¿Acaso los nobles desean que se repita ese tipo de experiencia al entregar el poder a su protegido, apoyado por una consejera tutelar? Según los adversarios de esta propuesta, las mujeres no son aptas para dirigir los asuntos de un imperio tan vasto como Rusia. Tienen los nervios demasiado frágiles, dicen, y se rodean de favoritos demasiado ávidos cuyas extravagancias cuestan muy caras a la nación. A esto, los partidarios del pequeño Pedro replican que Catalina es, al igual que Sofía, una mujer, y que, después de todo, es preferible una regente imperfecta que una emperatriz inexperta. Indignados ante este denigrante calificativo, Ménshikov y Tolstói se apresuran a recordar a los críticos que Catalina ha demostrado poseer un valor casi viril al acompañar a su marido a todos los campos de batalla, y una mente sagaz al tomar parte con discreción en todas sus decisiones políticas. En el momento más candente del debate, unos murmullos de aprobación se elevan al fondo de la sala. Unos oficiales de la Guardia se han sumado a la asamblea sin haber sido invitados y dan su opinión sobre un asunto que, en principio, sólo atañe a los miembros de la Generalidad. El general Repnín, indignado por semejante desfachatez, se dispone a expulsar a los intrusos, pero Iván Buturlin ya se ha acercado a una ventana y agita misteriosamente la mano. En respuesta a esta señal, comienzan a sonar a lo lejos redobles de tambor, acompañados por la música marcial de los pífanos. Dos regimientos de la Guardia, convocados a toda prisa, esperan en un patio interior del palacio la orden de intervenir. Cuando éstos entran ruidosamente en el edificio, Repnín, rojo como la grana, grita: «¿Quién ha osado… sin mis órdenes…?» «He obedecido las de Su Majestad la emperatriz», le contesta Iván Buturlin sin alterarse. Esta manifestación de la fuerza armada sofoca las últimas protestas de los contestatarios. Mientras tanto, Catalina se ha esfumado. Desde las primeras réplicas, estaba segura de su victoria. El gran almirante Apraxin hace que Makárov confirme, en presencia de la tropa, que no existe ningún testamento que se oponga a la decisión de la asamblea, tras lo cual dice afablemente: «¡Vayamos a presentar nuestros respetos a la emperatriz reinante!» Los mejores argumentos son los del sable y la pistola. Convencida en un santiamén, la Generalidad -príncipes, senadores, generales y eclesiásticos- se dirige dócilmente a los aposentos de Su recientísima Majestad.

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