Henri Pirenne - Las Ciudades de la edad media. Henri Pirenne
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- Libro:Las Ciudades de la edad media. Henri Pirenne
- Autor:
- Editor:Alianza Editorial
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- Año:2012
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Las Ciudades de la edad media. Henri Pirenne: resumen, descripción y anotación
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Las ciudades de la Edad Media
Henri Pirenne
El libro de bolsillo
Alianza Editorial
Madrid
Scan: Electronics Sapiens
OCR y Corrección: Ghisephar
Título original: Les villes du Mayen Age
Traductor:Francisco Calvo
Primeraedición en «El Libro de Bolsillo»: 1972
Segunda edición en «El Libro de Bolsillo»: 1975
Tercera edición en «El Libro de Bolsillo»: 1978
Cuartaedición en «El Libro de Bolsillo»: 1980
Quinta edición en «El Libro de Bolsillo»: 1981
Sextaedición en «El Libro de Bolsillo»: 1983
© Presses Universitaires de France, 1971
© Ed. cast.: Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1972, 1975, 1978, 1980, 1981, 1983 Calle Milán, 38; -ff 2000045 ISBN:84-206-1401-7
Depósito legal:M. 14.596-1983
Impreso en Closas-Orcoyen, S. L. Polígono Igarsa Paracuellos del Jarama (Madrid) Printed in Spain
El comercio del Mediterráneo hasta finales del siglo VIII
Si se echa una mirada de conjunto al Imperio Romano, lo primero que sorprende es su carácter mediterráneo. Su extensión no sobrepasa apenas la cuenca del gran lago interior al que encierra por todas partes. Sus lejanas fronteras del Rhin, del Danubio, del Éufrates y del Sahara forman un enorme círculo de defensas destinado a proteger sus accesos. Incuestionablemente el mar es, a la vez, la garantía de su unidad política y de su unidad económica. Su existencia depende del dominio que se ejerza sobre él. Sin esta gran vía de comunicación no serían posibles ni el gobierno ni la alimentación del orbis romanus. Es interesante constatar de qué manera al envejecer el Imperio se acentúa más su carácter marítimo. Su capital en tierra firme, Roma, es abandonada en el siglo iv por otra capital que es al mismo tiempo un puerto admirable: Constantinopla.
Ciertamente, al finalizar el siglo iii se revela la civilización en una indudable decadencia. La población disminuye, la energía se debilita, los gastos crecientes del gobierno, que se afana en la lucha por la supervivencia, entrañan una explotación fiscal que esclaviza cada vez más los hombres al Estado. Sin embargo, esta decadencia no parece haber afectado sensiblemente a la navegación en el Mediterráneo. La actividad que aún presenta contrasta con la atonía que paulatinamente, se apodera de las provincias continentales. Continúa manteniendo en contacto a Oriente y a Occidente. No se ve de ningún modo desaparecer el intercambio de productos manufacturados o de productos naturales de climas marítimos tan diversos: tejidos de Constantinopla, de Edessa, de Antioquía, de Alejandría, vinos, aceites y especias de Siria, papiros de Egipto, trigo de Egipto, de África, de España, vinos de la Galia y de Italia. La reforma monetaria de Constantino, basada en el solidus de oro, también debió de favorecer singularmente el movimiento comercial al proporcionarle el beneficio de un excelente numerario, universalmente utilizado como instrumento delas transacciones y expresión de los precios.
y debió de contribuir ampliamente a esa orientalización progresiva de la sociedad que finalmente habría de abocar en el bizantinismo. Y esta orientalización, cuyo vehículo es el Mediterráneo, es una prueba evidente de la importancia creciente del mar a medida que, al envejecer, el Imperio se debilita, retrocede por el norte bajo la presión de los bárbaros y se concentra cada vez más en las costas.
No se puede uno, pues, sorprender al ver a los germanos, desde el comienzo del período de las invasiones, esforzarse por alcanzar estas mismas costas para establecerse allí. Cuando, en el transcurso del siglo iii, las fronteras ceden por primera vez bajo su empuje, se dirigen por la misma razón hacia el sur. Los cuados y los marcomanos invaden Italia, los godos avanzan hacia el Bósforo, los francos, los suevos y los vándalos que han franqueado el Rhin, hacia Aquitania y España. No desean establecerse en las provincias septentrionales que las circundan. Lo que codician son aquellas regiones privilegiadas donde la suavidad del clima y la fecundidad de la naturaleza se unen a la riqueza y los encantos de la civilización.
Esta primera tentativa de los bárbaros no tuvo de permanente nada más que las ruinas que produjo. Roma conservaba suficiente vigor para rechazar a los invasores al otro lado del Rhin y del Danubio. Todavía durante un siglo y medio consiguió contenerles agotando con ello sus ejércitos y sus finanzas. Pero el equilibrio de fuerzas resultaba cada vez más desigual entre los germanos —cuya presión se hacía más poderosa a medida que el aumento de su número les empujaba más imperiosamente a una expansión exterior— y el Imperio —cuya población decreciente le permitía cada vez menos una resistencia, mantenida con una habilidad y constancia que no se puede, por otra parte, dejar de admirar—. A comienzos del siglo v se consuma el hecho. La totalidad de Occidente es invadida. Sus provincias se transforman en reinos germánicos. Los vándalos se instalan en África, los visigodos en Aquitania y en España, los burgundios en el Valle del Ródano, los ostrogodos en Italia.
Esta nomenclatura es significativa. Sólo abarca, como se ve, a los países mediterráneos y no hace falta más para mostrar que el objetivo de los vencedores, libres al fin para establecerse a su gusto, era el mar, ese mar que durante tanto tiempo los romanos habían llamado con tanto afecto como orgullo mare nostrum. Es hacia él hacia donde todos, sin excepción, se dirigen, impacientes por asentarse en sus costas y por gozar de su belleza. Si los francos, al principio, no llegaron a alcanzarle, es porque, llegados tardíamente, encontraron el lugar ocupado. Pero ellos también desean poseerlo. Ya Clodoveo quiso conquistar la Provenza y tuvo que intervenir Teodorico para impedirle extender las fronteras de su reino hasta la Costa Azul. Este primer fracaso no desanimaría a sus sucesores. Un cuarto de siglo más tarde, en el 536, aprovecharían la ofensiva de Justiniano contra los ostrogodos para que éstos les cediesen la codiciada región; y resulta sorprendente señalar cuan infatigablemente tiende, desde entonces, la dinastía merovingia a convertirse a su vez en una potencia mediterránea. En el 542, Childeberto y Clotario se comprometen en una expedición, por lo demás desgraciada, allende los Pirineos. Italia suscita especialmente la codicia de los reyes francos. Se alían con los bizantinos, después con los lombardos, en la esperanza de penetrar al sur de los Alpes. Constantemente decepcionados se afanan en nuevas tentativas. Ya, en el 539,Teudeberto franqueó los Alpes, y cuando Narsés, en el 553, reconquistaba los territorios que había ocupado, se realizaron numerosos esfuerzos en el 584-585 y del 588 al 590para apoderarse nuevamente de ellos.
El establecimiento de los germanos en la cuenca del Mediterráneo no supone de ninguna manera el punto de partida de una nueva época en la historia de Europa. Por muchas consecuencias que tuviera, de ninguna manera hizo tabla rasa del pasado ni rompió con la tradición. El objetivo de los invasores no era anular el Imperio Romano, sino instalarse allí para disfrutarlo. En cualquier caso, lo que conservaron sobrepasa en mucho a lo que pudieron destruir o aportar de nuevo. Ciertamente los reinos que constituyeron en el territorio del Imperio hicieron desaparecer a éste en tanto que Estado de la Europa occidental. Considerando las cosas desde un punto de vista político, el orbis romanus, circunscrito en lo sucesivo al Oriente, perdió el carácter ecuménico que hacía coincidir hasta entonces sus fronteras con las fronteras de la cristiandad. Lo que no quiere decir, sin embargo, que, desde entonces, se convirtiese en algo ajeno para aquellas provincias que había perdido. Su civilización sobrevivió a su dominio. Se impuso a sus vencedores por la Iglesia, por la lengua, por la superioridad de las instituciones y del derecho. En medio de las luchas, de la inseguridad, de la miseria y de la anarquía que acompañaron a las invasiones, es cierto que esa civilización se fue degradando, pero en esta degradación conserva una fisionomía aún netamente romana. Los germanos no pudieron y además no quisieron prescindir de ella. La
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