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Pedro García Martín - De Moscovia a Rusia

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Pedro García Martín De Moscovia a Rusia

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ANTOLOGÍA LITERARIA

El atractivo del país ruso

«El país atrae —Es un país grande, un país inmenso, incansable, que cambia incesantemente. Se hallan en él los defectos más dispares, pero tiene un gran mérito: ama la poesía, dice Víktor Shklovki—, por su variedad, por lo grandiosos de una naturaleza no dominada, como las cumbres y abismos de sus cordilleras, o por el aislamiento virgen de los bosques siberianos o por la calma de sus amplios ríos; y atrae adentrarse por un campo de lejano horizonte, pisar tierra húmeda, encontrar ante sí un muro de verdor, un alto muro que habla con el viento, en el que se entra por su espesura de troncos y matorrales. Campos donde han cruzado amores y desesperanzas, los regueros de sangre, las llamadas del trabajo, las maldiciones, un campo que puede ser arrasado por las pasiones o florecer cualquier día».

JUAN EDUARDO ZÚÑIGA

Desde los bosques nevados. Memorias de escritores rusos

Barcelona, Galaxia Gutenberg (2010, p. 126)

La belleza del paisaje

«No conozco región que posea la extraordinaria belleza lírica y pintoresca de esta parte de Rusia, con su melancolía, su calma y su amplitud. Es un afecto que difícilmente se puede calcular y que cada uno experimenta a su manera; se ama una hierbecilla doblada por el peso del rocío o calentada por el sol, un vaso de agua bebido de una fuente en el bosque, un árbol en la orilla de un lago, sus hojas palpitantes en el aire tranquilo, el canto de un gallo y la nube que pasa en el alto y pálido cielo».

PAUSTOVSKI

El paisaje rural

«A lo largo de las húmedas calles del pueblo, por entre las capas de escarcha que cubrían los basureros, murmuraban los riachuelos. Lo abigarrado de los trajes y el barullo de las conversaciones daban el paisaje cierta vivacidad…

»Las nubes bogaban blancas y presurosas por la bóveda celeste. Las aves se agitaban con alboroto en el bosque: gorjeaban una canción de ventura. Las hojas murmuraban, serenamente regocijadas, y los ramajes de los árboles vivientes que quedaban en torno, se movían lenta y majestuosamente por encima del árbol muerto».

LEÓN TOLSTÓI

Tres muertes

(1885)

¡Diablos, estepas, qué hermosas sóis!

«Y mientras tanto, la estepa ya hacía tiempo que les había recibido en su verde abrazo; la alta hierba, rodeándoles, les ocultaba y sólo los negros gorros de los cosacos eran visibles sobre ella.

»—¡Eh, eh, eh! ¿Por qué vais tan silenciosos, muchachos? —dijo finalmente Bulba, saliendo de su ensimismamiento—. ¡Como si fuerais unos monjes! ¡Al diablo los malos pensamientos! ¡Llevaos las pipas a la boca, fumad, espolead vuestros caballos, que corran de tal modo que ni los pájaros nos alcancen!

»Y los cosacos, inclinándose sobre sus caballos, desaparecieron en la hierba. Ya no eran visibles ni los gorros negros, sólo el rastro de la hierba aplastada mostraba la huella de su rápido galope.

»El sol hacía tiempo que había emergido al claro cielo y una luz vivificante y tibia bañaba la estepa. Todo lo que había de triste y soñador en las almas de los cosacos desapareció en un guiño, sus corazones sacudieron las alas como pájaros.

»Cuanto más se adentraban en la estepa, más hermosa se volvía. En aquel entonces, todo el sur, toda esa extensión que ahora conocemos como Nueva Rusia, hasta el mismo Mar Negro era un verdadero desierto virgen. Nunca el arado había atravesado las inmensas olas de vegetación salvaje. Sólo los caballos, ocultos entre ellas, como en un bosque, las pisaban. Nada en la naturaleza podía ser mejor. Toda la superficie de la tierra parecía un océano verde y dorado sobre el que hubieran salpicado millones de flores distintas. Mezclados con los tallos finos y delgados de las altas hierbas, se veían muchos cardos de color azul celeste, azul oscuro y lila; la retama erguía su pirámide de flores amarillas; el trébol blanco, con caperuza en forma de paraguas, resaltaba en lo alto; una espiga de trigo traída de Dios sabe dónde maduraba al sol. Entre las gruesas raíces de esta vegetación corrían las perdices estirando el cuello. El aire estaba lleno de los cantos de un millar de pájaros distintos. Los halcones se mantenían inmóviles en el cielo extendiendo las alas y fijando intensamente la vista en la hierba. Los graznidos de una bandada de gansos salvajes se oían desde Dios sabe qué lejano lago. Sobre la hierba se elevaba, con movimientos cadenciosos, una gaviota, y se bañaba suntuosamente en las olas azules del viento. Tan pronto desaparecía en las alturas y sólo se la divisaba como un punto negro, como volvía las alas y brillaba al sol… ¡Diablos, estepas, qué hermosas sois!».

NIKOLÁI V. GÓGOL

Taras Bulba

Madrid, Akal, pp. 30-31 (1.ª ed. 1835)

La melancolía de las estepas

«En mí, que había nacido en el norte, la estepa me producía el mismo efecto que la vista de un cementerio tártaro abandonado. En verano, con su solemne calma —ese monótono canto de los grillos, esa diáfana luz de la luna a la que no hay modo de sustraerse— me sumergía en una tristeza melancólica; en invierno, en cambio, la inmaculada blancura de la estepa, su fría lontananza, las largas noches y el aullido de los lobos me oprimían el alma como la peor de las pesadillas».

ANTÓN CHÉJOV

«Champagne. Relato de un granuja», en Cuentos imprescindibles

Barcelona, (De Bolsillo, 2003, p. 68)

La catedral de San Isaac

«Es un templo griego por el estilo de Santa Sofía, de Constantinopla, pero, por la riqueza y hermosura de los adornos, superior a cuanto he visto en mi vida… La cúpula es esbelta y elegantísima, adornada así mismo con ricas columnas de jaspe, que sirven de base a la parte superior, toda dorada como un ascua encendida. El interior del templo es verdaderamente un tesoro. Las ricas pinturas que cubren los muros, obra en la mayor parte de artistas italianos y alemanes, son solamente provisorias y serán reemplazadas por otros tantos mosaicos, que aquí se fabrican, dicen, tan bien como en Roma. La variedad de molduras y adornos de bronce, de jaspes, de lapislázuli, de malaquita y de otras piedras de gran aprecio que hay en el templo, es asombrosa».

JUAN VALERA

Cartas de Rusia

(1856)

Noche de pascua

«En ningún lugar, excepto en la iglesia, podía sentirse con tanta intensidad toda aquella emoción y aquel alboroto. En la puerta había una lucha incesante entre el flujo y el reflujo… El movimiento se iniciaba en la puerta y se extendía como una ola por toda la iglesia, llegando a molestar incluso a las primeras filas, donde había personas serias y dignas. No había ninguna posibilidad de efectuar una plegaria reconcentrada. De hecho, no había plegarias, sólo una alegría pura, irreprimible e infantil que buscaba un pretexto para estallar y expresarse en alguna clase de movimiento, aunque sólo fuera ir de un lado a otro o juntarse en grupos.

»Esa misma y extraordinaria sensación de movimiento aparece en la misa de Pascua. Las puertas celestiales se abren de par en par en todos los altares laterales; densas nubes de humeante incienso flotan alrededor de los candelabros; hay luces por doquier, brillos y velas que chisporrotean por todas partes. No hay ningún plan de lecturas; el canto vibrante y alegre no se detiene hasta el final; después de cada canción del canon los sacerdotes cambian su atuendo y caminan junto al censor, y ellos se repite cada diez minutos».

ANTÓN CHÉJOV

Noche de Pascua

(1886)

La fraternidad entre estamentos durante la pascua

«Los campesinos venían directamente de la iglesia para intercambiar saludos de Pascua. Eran no menos de quinientos. Los besábamos en la mejilla y dábamos a cada uno de ellos un pedazo de kulich (tarta de Pascua) y un huevo. Todos tenían el derecho de pasearse por nuestra casa aquel día y no recuerdo que jamás haya faltado algo, ni siquiera que hayan tocado alguna cosa. Nuestro padre estaba en la sala principal, donde recibía a los campesinos más importantes y respetados, los viejos y los ancianos. Les ofrecía vino, pasteles, carne cocida y en la sala de las criadas nuestra aya les invitaba a cerveza o licores caseros. Recibíamos tantos besos de rostros barbudos y no siempre demasiado limpios que teníamos que lavarnos rápidamente para que no nos apareciera un sarpullido».

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