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Robert Massie - Catalina la Grande: Retrato de una mujer

Aquí puedes leer online Robert Massie - Catalina la Grande: Retrato de una mujer texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2011, Editor: www.papyrefb2.net, Género: Historia. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Robert Massie Catalina la Grande: Retrato de una mujer
  • Libro:
    Catalina la Grande: Retrato de una mujer
  • Autor:
  • Editor:
    www.papyrefb2.net
  • Genre:
  • Año:
    2011
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Catalina la Grande: Retrato de una mujer: resumen, descripción y anotación

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Esta es la historia de una modesta princesa alemana que a los 14 años de edad fue enviada a Rusia con el único fin de que se casase y diese un heredero al imperio, y que acabó reinando durante 34 años. De ella se nos han conservado tres versiones distintas: la de una ilustrada que mantenía correspondencia con Diderot y con Voltaire; la de una mujer corrompida que cambiaba constantemente de amantes (la “Mesalina del norte”), y la de una gobernante despótica, decidida a modernizar Rusia, que mereció por ello que se la recordase como “la Grande”. Robert K. Massie se ha enfrentado a este laberinto de imágenes contradictorias para buscar la verdad humana del personaje y ofrecernos, en contrapartida, el ”retrato de una mujer”. Autor de obras de tanto éxito como Nicolás y Alejandra y Pedro el Grande, por las que obtuvo el Premio Pulitzer, Massie, que es uno de los maestros de la biografía literaria, ha conseguido de nuevo un libro memorable, del que los críticos han dicho que nos ofrece “una gran historia contada por un maestro de la narración”.

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Esta es la historia de una modesta princesa alemana que a los 14 años de edad fue enviada a Rusia con el único fin de que se casase y diese un heredero al imperio, y que acabó reinando durante 34 años. De ella se nos han conservado tres versiones distintas: la de una ilustrada que mantenía correspondencia con Diderot y con Voltaire; la de una mujer corrompida que cambiaba constantemente de amantes (la “Mesalina del norte”), y la de una gobernante despótica, decidida a modernizar Rusia, que mereció por ello que se la recordase como “la Grande”. Robert K. Massie se ha enfrentado a este laberinto de imágenes contradictorias para buscar la verdad humana del personaje y ofrecernos, en contrapartida, el ”retrato de una mujer”. Autor de obras de tanto éxito como Nicolás y Alejandra y Pedro el Grande, por las que obtuvo el Premio Pulitzer, Massie, que es uno de los maestros de la biografía literaria, ha conseguido de nuevo un libro memorable, del que los críticos han dicho que nos ofrece “una gran historia contada por un maestro de la narración”.

Para Deborah
Y para Bob Loomis.
Veinticuatro años, cuatro libros.
Gracias.
Tal vez su mejor descripción sea
que es una mujer tanto como una emperatriz.
DUQUE DE BUCKINGHAMSHIRE,
embajador británico en Rusia, 1762-1765
Primera parte UNA PRINCESA ALEMANA 1 La infanc - photo 1
Primera parte UNA PRINCESA ALEMANA 1 La infancia de Sofía El príncipe - photo 2
Primera parte UNA PRINCESA ALEMANA 1 La infancia de Sofía El príncipe - photo 3
Primera parte UNA PRINCESA ALEMANA 1 La infancia de Sofía El príncipe - photo 4
Primera parte
UNA PRINCESA ALEMANA
1
La infancia de Sofía
El príncipe Cristiano Augusto de Anhalt-Zerbst apenas se distinguía en el enjambre de nobles desconocidos y míseros que abarrotaban el paisaje y la sociedad de la Alemania políticamente fragmentada del siglo XVIII. No se destacaba por ninguna virtud excepcional ni por vicios alarmantes y hacía gala de las sólidas virtudes de su linaje Junker: un marcado sentido del orden, de la disciplina, de la integridad, de la economía y de la piedad, junto con una inquebrantable falta de interés por el cotilleo, las intrigas, la literatura y el ancho mundo en general. Nacido en 1690, el príncipe Cristiano hizo carrera como soldado profesional en el ejército del rey Federico Guillermo de Prusia. En su servicio militar durante las campañas contra Suecia, Francia y Austria se mostró meticulosamente concienzudo, pero en el campo de batalla no cosechó ninguna hazaña extraordinaria, y nada sucedió que acelerase o retrasase su carrera. Con la llegada de la paz, el rey, de quien se sabe que en una ocasión se había referido a su fiel oficial como «el idiota ese, Zerbst», le confió el mando de un regimiento de infantería acuartelado en el puerto de Stettin, adquirido recientemente a Suecia, en la costa báltica de Pomerania. Allí, en 1727, el príncipe Cristiano, aún soltero a los treinta y siete años, se plegó a los deseos de su familia y se enfrascó en la empresa de ofrecerles un heredero. Ataviado con su mejor uniforme azul y su brillante espada ceremonial, se casó con la joven princesa de quince años, Juana Isabel de Holstein-Gottorp, a quien apenas conocía. Su familia, que había dispuesto el matrimonio con ella, estaba loca de alegría; no solo parecía haberse asegurado el linaje de Anhalt-Zerbst, sino que además la familia de Juana ostentaba un rango social superior al de ellos.
Fue una unión desafortunada. Estaban los problemas de la diferencia de edad: el emparejamiento de una adolescente con un hombre de mediana edad suele derivarse de una confusión en cuanto a los motivos y las expectativas. Cuando Juana, de buena familia pero con poco dinero, alcanzó la adolescencia y sus padres, sin preguntarle nada, le arreglaron un matrimonio de conveniencia con un hombre respetable que casi le doblaba la edad, Juana solo pudo consentir. Aquella boda prometía aún menos porque los temperamentos y caracteres de ambos eran prácticamente contrarios. Cristiano Augusto era sencillo, honrado, pesado, ahorrador y dado a la reclusión; Juana Isabel, en cambio, era complicada, vivaz, extravagante y amante del placer. A ella la consideraban hermosa, y con sus cejas arqueadas, pelo rubio y ensortijado, su encanto y su intenso deseo de agradar, resultaba atractiva sin dificultad. En sociedad, sentía la necesidad de cautivar, pero a medida que fue creciendo, puso un empeño desmesurado. Con el tiempo, aparecieron otros fallos. Un exceso de cháchara la convertía en un personaje frívolo; cuando no conseguía sus deseos, todo el atractivo y el encanto se agriaban y se volvían irritación, y su genio estallaba sin previo aviso. Detrás de aquel comportamiento, y Juana lo había sabido desde el principio, estaba el hecho de que su matrimonio había sido un error terrible; ahora ya irreparable.
Se confirmó por primera vez cuando Juana vio la casa de Stettin a la que su esposo la condujo. Ella había pasado su juventud en un medio excepcionalmente elegante. Siendo una de las doce hijas de una familia que formaba una rama menor del ducado de Holstein, su padre, el obispo luterano de Lubeca, la mandó con su madrina —la duquesa de Brunswick, una dama sin hijos— para que ella se ocupase de su educación. Allí, en la corte con el lujo más espléndido del norte de Alemania, se había acostumbrado a una vida de hermosos ropajes, amistades sofisticadas, bailes, óperas, conciertos, fuegos de artificio, partidas de caza y también constantes chismorreos y risitas ahogadas.
Su nuevo esposo, Cristiano Augusto, militar de profesión, acostumbrado a vivir con la exigua paga del Ejército, no le podía dar nada de todo aquello. Lo mejor que pudo conseguir fue una casa sencilla, de piedra gris, en una calle adoquinada azotada constantemente por la lluvia y el viento. La ciudad fortaleza de Stettin, amurallada y colgada sobre el inhóspito mar del Norte, era un lugar dominado por la rígida atmósfera militar, en el que no había espacio para que crecieran la alegría, la elegancia o cualquier otro refinamiento social. Las viudas de la guarnición llevaban unas vidas apagadas; las de las esposas de la ciudad lo estaban aún más. Y allí, una alegre joven, recién llegada del lujo y las distracciones de la corte de Brunswick, debía vivir con unos ingresos mínimos, junto a un marido puritano entregado al Ejército, adicto a una economía inflexible, preparado para dictar órdenes pero no para conversar, y ansioso por contemplar el éxito de su esposa en la empresa para la que se casó con ella: un heredero. A este respecto, Juana hizo cuanto pudo; era una mujer consciente de sus deberes, por más que infeliz. Pero en el fondo, siempre ansiaba verse libre: libre de su aburrido esposo, libre de su relativa pobreza, libre del mundo provinciano y cerrado de Stettin. Siempre estuvo convencida de que ella merecía algo mejor. Y entonces, a los dieciocho meses de la boda, tuvo un bebé.
Juana, con dieciséis años, no estaba preparada para la realidad de ser madre. Había capeado el embarazo envolviéndose en un velo de sueños: que sus hijos se convertirían en extensiones de sí misma y que las vidas de estos acabarían ofreciéndole la amplia avenida que la llevaría hasta sus ambiciones. En estos sueños, daba por sentado que el bebé que llevaba dentro —su primogénito— sería un niño, el heredero de su padre, pero sobre todo un chico apuesto y excepcional, y que ella lo guiaría en su brillante carrera que, al final, acabarían compartiendo.
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