Mercedes Salisachs
El cuadro
© 2011, Mercedes Salisachs
Dedico este libro a la persona que más ha seguido, paso a paso, mi carrera literaria: Alejandra, mi nieta, mi consejera, mi apoyo a lo largo de mi trayectoria profesional, mi compañera de fatigas, mi indiscutible sustituta del hijo que perdí hace muchos años y tantas cosas más, siempre positivas. Por todo ello; gracias Rotita. Espero que tus esfuerzos por ayudarme, a veces frustrantes pero siempre tenaces y llenos de cariño, puedan convertirse algún día en realidades que te llenen de una gran felicidad. Nadie como tú lo merece.
M. S.
La búsqueda
El secreto de la literatura está más en lo que se sugiere que en lo que se dice; el escritor de verdad se resiste a echar el cierre a su historia, a darla del todo por completa, sabiendo que cualquier conclusión -y no digamos si hay interés didáctico o moraleja- limitaría el alcance de sus palabras. Por eso los mejores libros, los que merecen releerse, son los que no terminan y se agotan con su lectura, sino los que después de su final empiezan una nueva vida en la memoria y la imaginación del lector.
Uno se embarcaba en cavilaciones así después de haber leído esta novela de Mercedes Salisachs que se titula escueta y enigmáticamente El cuadro, pero que también hubiera podido llamarse La búsqueda. Porque en esencia es la historia de recuperar algo perdido que alguien necesita encontrar, aunque todavía ignoramos lo que es. Se busca en la oscuridad lo que se echa de menos, y al leer el libro se acompaña al personaje en su misteriosa investigación.
Esta clave del relato la vamos descubriendo paulatinamente, y en ningún momento se nos va a desvelar de un modo claro e inequívoco; no porque lo que se cuenta sea difícil e intrincado, una especie de juego del escondite o de suspense intrigante, sino más bien todo lo contrario; aquí el secreto es de una gran transparencia, y si no se dice más a las claras es debido a que la novelista usa la máxima delicadeza y un tacto exquisito para no coaccionarnos. Prefiere sugerir para que seamos nosotros quienes descubramos lo que se busca.
La protagonista es una tal Elena, de quien sólo se nos dice que vivía en una ciudad con puerto, eso es, asomada a una imagen del infinito. Se produce un gran desastre, un huracán que acaba con todo su mundo, «nada estaba en su sitio, nada tenía una razón de ser». Queda huérfana y sólo puede salvar de la catástrofe «un reloj de pared tumbado» y «un cuadro pequeño», el tiempo que parece haberse detenido y un retrato del que por ahora no sabemos nada.
Con estos pobres recuerdos que ha salvado del cataclismo, Elena va a la gran ciudad, donde su amiga Tristana le proporciona un trabajo bien remunerado, aunque evidentemente muy poco honroso; no se entra en detalles, por fortuna ésta no es una novela realista en la acepción usual del termino, nos basta saber que la joven se queda embarazada, decide tener este hijo y abandona la vida que llevaba para poner una tienda de ropa. El día de Año Nuevo nace Manuel, que tendrá el papel principal en el resto del libro.
Años después, cuando el niño pregunta por su padre, Elena le dice que es el hombre del cuadro, pero no puede darle más explicaciones porque ella tampoco lo sabe. Y la historia sigue con las pesquisas casi detectivescas de Manuel y la añadidura de una paternidad supletoria, un antiguo cliente de ella que a pesar de su buena voluntad no consigue llenar el hueco de esta ausencia. Habrá que seguir buscando sin cansarse.
Poco más del hilo argumental se puede contar en un prólogo, ya que se rompería la necesaria reserva de la narración y que hay que respetar. El cuadro es un extraño objeto con el que se conversa, y que da indicaciones -por así decirlo, pistas- acerca de sí mismo. Insensiblemente hemos penetrado en un mundo que requiere cierta penumbra, lo que buscamos no puede estar a plena luz, tal vez esté más allá de lo que se ve.
Mercedes Salisachs, en su fecunda vejez (a sus noventa y cuatro años es posible que sea la escritora contemporánea en activo de mayor edad) nos ha dado esa especie de parábola tan sencilla como misteriosa. Como en todos sus libros, con un drama que parece irredimible y un soplo de esperanza que lo transfigura todo y abre un nuevo horizonte. Los ingredientes novelescos son los de la vida cotidiana, tragedias vulgares, errores, anhelos indefinidos, y el sentimiento de algo más que hace posible la búsqueda.
Carlos Pujol
Elena llevaba ya siete años viviendo en una ciudad que tenía puerto.
El mar era un sueño de la infancia que sólo pudo alcanzar cuando se quedó sola. Fue una soledad muy tormentosa e inesperada. De improviso sucedió el desastre causado por un huracán. Nada podía evitarlo. Y en pocos instantes el pueblo se quedó sin casas, puente, árboles, vehículos, gentes y un sin fin de objetos y recuerdos destinados a perderse para siempre.
Surgió la desorientación general y los pequeños caos particulares que sólo se perciben cuando el caos general es total.
En medio de aquel desbarajuste era imposible pensar. Los momentos desarticulados carecen de soportes y no alcanzan a unificar ideas, proyectos y toda clase de posibilidades dignas de ser razonadas y dosificadas.
Lo de menos era aceptar lo ocurrido. Lo esencial consistía en saberse viva: autoanalizarse, respirar y tratar de asumir el desaguisado que acababa de ocurrir.
No tardó mucho en descubrir a sus padres. Los cubría un inmenso árbol desprovisto de hojas pero con las guadañas de unas ramas robustas que los estaba aprisionando.
Lo peor era escuchar aquel adiós ventolero que se alejaba de allí y que parecía asumir los gemidos humanos y los aullidos de los perros.
Elena trató de levantarse para socorrerlos. No se movían, no se quejaban. Tenían los ojos abiertos pero el alma huida.
Aterrada, Elena buscó ayuda pero no sabía cómo. Las ayudas eran imposibles. Además los seres que caminaban y se movían, no se percataban de su soledad.
También ellos estaban solos. También ellos precisaban atenciones. Nadie pensaba en otro alguien. Sólo existían ellos, los vivos, los mimados de aquel desastre. Los que el azar había salvado de una muerte cruel e inesperada.
De pronto Elena descubrió que la mayoría de los edificios se habían derrumbado, que los vehículos amontonados junto al río eran chatarra, que los postes de electricidad eran palos caídos y que el puente ya no tenía baranda.
Algún vecino caminaba buscando un hueco donde cobijarse. Pero los cobijos ya no servían. El huracán se alejaba tierra adentro tal vez ansioso de destruir otro pueblo.
Se acercó Elena a un grupo de vecinos que se apiñaban junto a la puerta de la iglesia. Allí el huracán no se había ensañado como con el resto de las viviendas.
No hablaban: miraban, temblaban y alguno lloraba.
El cura del pueblo sugirió rezar. Entraron en la nave y rezaron.
Elena se dejó caer en un banco. Recordó a sus padres muertos y rompió a llorar.
***
Durante algunos días la confusión del pueblo tuvo varias facetas. Primeramente hubo una gran nube de desorientaciones, equívocos y afán de supervivencia. Luego las conciencias se llenaron de remordimientos. Eran unos remordimientos entre vagos y llenos de autoacusaciones.
El cura se hartaba de oír confesiones al tiempo que llegaban auxilios y las autoridades se volcaban en ofrecer ayudas precipitadas y ordenar atenciones psicológicas para los más perjudicados.
También llegaron víveres, agua potable, mantas, colchones y tiendas de campaña. Lo que jamás llegaba para Elena era el despertar de aquella angustia tan llena de horrores.
Todavía aturdida y despegada de sí misma, trataba de convencerse de que aquella pesadilla era sólo un sueño que pronto volvería a la normalidad cotidiana, y el cauce de su vida continuaría como si el huracán fuera sólo una quimera despegada de la realidad.
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