Espido Freire
La Flor Del Norte
© Espido Freire, 2011
Seennor te dexo de toda la tierra de la mar acá. Sy la en este estado en que te la yo dexo la sopieres guardar, eres tan buen rey commo yo. Et sy ganares por ti más, eres meior que yo; et si desto menguas, non eres tan bueno commo yo.
Testamento del rey Fernando III el Santo, referido a su hijo Alfonso X el Sabio
Aunque debieras vivir tres mil años y otras tantas veces diez mil, recuerda no obstante que nadie pierde otra vida que la que vive ni vive otra que la que pierde. En consecuencia, lo más largo y lo más corto confluyen en un mismo punto. El presente, en realidad, es igual para todos, lo que se pierde es también igual, y lo que los separa es, evidentemente, un simple instante. Luego ni el pasado ni el futuro se podría perder, porque lo que no se tiene, ¿cómo podrían arrebatárnoslo?
MARCO AURELIO, Meditaciones
1262
Ahora sé con toda certeza que moriré en breve, que no finalizaré nada de lo que he comenzado, que no veré erigida mi capilla. Y tengo prisa por morir, porque no soporto el dolor constante de continuar viva ni las promesas rotas a mis espaldas.
El día es claro, y hemos derrotado al invierno mucho antes que otros años. Hemos vencido a la oscuridad y a las amenazas de rebelión, a la hambruna que azota el norte y que se ha quedado prendida en los Pirineos, hemos criado con salud, leche y miel a todos los niños nacidos en la corte, y ninguna parturienta ha muerto. Siguen vivos los ancianos, arropados por calor y alimento, sanos los esclavos y fieles los siervos. Todas mis oraciones han sido atendidas, y por mucho que mi vanidad humana se debata ahora que se acerca mi hora, he de reconocer que el último invierno ha sido generoso con nosotros, y Dios no se ha apartado de nuestro lado, aunque me niegue una mirada clemente.
Hoy debiera encontrarme con Baruch, mi consejero, y que me informara de qué podemos esperar en las negociaciones con el reino de Navarra y con los genoveses, de los que aún aguardamos una respuesta a la última oferta, pero le he enviado un mensajero para pedirle que sea mañana cuando nos veamos. Mi cabeza razona con más lentitud aún de lo que acostumbra, y quiero dedicar el día a los sentidos, y no a los pensamientos.
– Mariquilla -le he pedido esta mañana a una de mis dueñas-, que lo preparen todo para bajarme al patio.
La mujer ha asentido sin ocultar la renuencia con la que obedecerán. Causa un pequeño revuelo el que aún desee algo, y me provoca una infinita pereza el atolondramiento de los esclavos nuevos, unas criaturas medrosas, con las pupilas dilatadas por un miedo continuo. Aun así, en el patio encontraré sol, agua y árboles, y algunas flores nuevas de las que quiero despedirme.
El proceso resulta penoso: primero han de quitarme la camisa, que sustituyen por una nueva, y lavarme el cuerpo con paños empapados en agua de rosas. El tacto rígido del hilo nuevo me levanta la piel en escalofríos. Bajo la sábana, empapada, aguardo a que cubran la silla con telas y almohadones moros. Mis dueñas, Mariquilla y la Muda, tiran de mí con delicadeza y colocan una cinta ancha bajo mi cadera.
– Con cuidado…, con cuidado…
Ése será el momento más doloroso, el latigazo que recorre mi vientre hinchado y se me clava en las costillas, sin aire ni espacio para la respiración. Abrazada a la Muda, vuelo en el aire hasta la silla. Para entonces, tirito de frío, y un sudor espeso como la resina ha rezumado hasta la camisa limpia.
– Con cuidado, animales -murmura Mariquilla-. ¿No veis que sufre?
Me cubren con dos pieles, una sobre las rodillas, otra que me envuelve todo el cuerpo, y mientras entro en calor y me dan un vaso de vino con clavo, mi dama de compañía, doña Inés, tan hermosa y tan amable, se encarga de darme algo de color en las mejillas y de peinarme de manera que ofrezca un aspecto digno. Con sus dedos y las peinetas logra dar la impresión de que mi cabello aún es abundante.
– ¿Dónde está mi señor el infante? -pregunto, y a diferencia de otros días, hoy fijo mi mirada en el espejo sin rehuir lo que veo. Añoro a mi marido, con quien me gustaría almorzar y conversar de temas que nos atañen, y si tal circunstancia se da, debería acicalarme con más esmero.
– Abandonó el palacio temprano esta mañana. ¿Queréis que le mande llamar?
A don Felipe le adornan las virtudes del encanto personal y el trato fácil, y las emplea a nuestro favor: devuelve visitas y favores, y convoca a unos y a otros, y con ello hace olvidar a todos que vivimos casi como desterrados en Sevilla.
– No…, pero si regresa a mediodía, pedidle que coma conmigo.
Entonces, cuando he finalizado el aseo y el vino, la puerta se abre y entran los cuatro muchachos que se encargan de la silla.
La silla de manos fue un obsequio de mi cuñado don Fabrique, que me quiere bien. La encontró en tierra de moros africana, donde al parecer era privilegio de los señores principales y de las novias en sus desposorios. No hay un dedo de madera sin tallar ni sin dorados ni volutas, como es su costumbre, y los asideros para que cuatro esclavos la levanten en el aire están suavizados con cuero cordobés.
Las dueñas me pasan por la cintura y el pecho una banda de lino, que cruzan dos veces y atan tras el respaldo alto, que tuvimos que añadir después de la ocasión en la que, ya con casi todas mis fuerzas perdidas, no pude mantener el equilibrio y me caí mientras me conducían al salón. Esperábamos a la infanta Leonor, mi ahijada, a la que traían para que la bendijera por su cumpleaños, y la niña tuvo que marchar sin bendición por el miedo a que se asustara al verme con el rostro hinchado y roto. Desde entonces, mi silla es tan cómoda y tan segura que en ocasiones me quedo dormida en ella, como en la más blanda cama.
Así llevan, en hombros, sobre su escudo, los cadáveres de los hombres notables en mi tierra. Pero también así, pienso en los días de humor más negro, atada a dos palos, se llevan a las vacas, una vez degolladas, para destazarlas.
Hace un año me era posible aún descender por mí misma, apoyada en una dueña, y con pausas entre los escalones. Después era mi marido quien me cogía en brazos y quien me dejaba en el patio, pero a raíz de una de sus estancias en una finca amiga perdimos ese hábito, que no se recuperó a su regreso. Llegó entonces la silla de mi cuñado, en buen momento, porque me agostaba en la penumbra del cuarto, y se me había pasado ya por la cabeza tomar habitación en la planta baja, con los siervos y las dueñas y la proximidad insalubre de la cocina.
Bajamos entonces sin plisas por la escalera, una vuelta, dos. Los esclavos contienen la respiración, jadean por el esfuerzo y se inclinan por el peso de la silla, hasta el hermoso patio lleno de agua y flores, donde me posan en el lugar que prefiero. No siempre es el mismo: el sol gira, huye del lobo que desea engullirlo, y me ciega. Comprendo entonces a las flores, que se acomodan para ofrecer sus rostros a la luz y giran para recibirla, pero nunca la miran directamente. La piel de marta que me cubre, que fue, de las de mi ajuar, mi preferida, se ha convertido en un trapo sin brillo, pero al menos se ha librado de la polilla. A veces, cuando me despierto, recuerdo que he soñado con Bitte Litten. Otras veces no sueño nada, regreso por sorpresa al patio de mármol y me desoriento por un instante. ¿Quién soy, dónde estoy, soy realmente quien creo, estoy realmente donde pienso? Entonces el mundo se asienta y recuerdo bruscamente quién soy, quién me trajo, dónde estoy.
Me llamo Cristina, la sangre que corre por mis venas, ahora mortecina, proviene de fuente real, y soy infanta de Castilla.
Junto a mi silla han colocado una mesita muy baja, lacada, con una bandeja hexagonal, una jarra de vino y dos copas de plata. Esperamos la visita de mi confesor, el abad Quintín, que casi todos los días busca una excusa y viene a charlar conmigo. Siempre me lleva un momento reconocerle, porque sus rasgos se desdibujan, como si su rostro se reflejara constantemente en un estanque.
Página siguiente